E-Book, Spanisch, 520 Seiten
Reihe: Ensayo
Blaffer Hrday El padre en escena
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-129529-0-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Una historia natural de hombres y bebés
E-Book, Spanisch, 520 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-129529-0-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Antropóloga y primatóloga estadounidense que ha realizado importantes contribuciones a la psicología evolutiva y la sociobiología. Se la considera «una pionera altamente reconocida en la modernización de nuestra comprensión de las bases evolutivas del comportamiento femenino tanto en primates no humanos como humanos». Trabajó bajo la supervisión del profesor de antropología Irven DeVore y de los biólogos evolucionistas Robert L. Trivers y E. O. Wilson, y se doctoró en Antropología en Harvard.
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01
Padres de entonces
y padres de ahora
«El cuidado de niños muy pequeños por parte del padre es
algo que ninguna civilización anterior ha fomentado
entre sus hombres cultos y responsables».
Margaret Mead, Masculino y femenino, 1962
Crecer en la «edad de oro»
Nací en 1946, justo antes del baby boom de posguerra, y crecí en un enclave adinerado de Houston, Texas, llamado River Oaks, en una época conocida como la «edad de oro del matrimonio». El modelo ideal era una familia nuclear en la que el hombre iba a la oficina a trabajar para mantener a su mujer, que se dedicaba al hogar y al cuidado de los vástagos de ambos. En ningún otro sitio se ensalzaba tanto este ideal como en este rincón del mundo tan sumamente conservador. Por extraño que pueda parecer hoy, no recuerdo haber visto nunca a un hombre cambiar un pañal.
Con dos hermanas mayores, una menor y un hermano tardío, todos estábamos —junto a los demás niños que conocía— al cuidado exclusivo de mujeres, solo mujeres. Esa era la norma establecida, «como se hacían las cosas», como se suponía que se había hecho siempre. Ni siquiera puedo atribuir esta división sexista del cuidado infantil al hecho de que fuesen las mujeres las que tenían glándulas mamarias, porque las de mi clan evitaban la lactancia por considerar que no estaba a la moda.
Recuerdo vagamente a una niñera alemana llamada Nana; más tarde, algo más claramente, a una institutriz francesa llamada mademoiselle Drahier; después, con más nitidez, a la tímida y cariñosa Lupe Sepúlveda, cuya principal responsabilidad era mi hermana pequeña, hasta el punto de que esta habló español con acento mexicano antes que inglés. Cuando nació mi hermano mi padre estaba encantado con la llegada del varón tan deseado después de cuatro hijas, aunque no parecía encontrar una razón lo suficientemente importante como para quedarse mucho tiempo con este preciado hijo en la misma habitación, y mucho menos para abrazarlo.
La relación de mi padre con los bebés se limitaba a sentir orgullo a su llegada, aunque fuese un orgullo teñido de decepción al ver que seguía engendrando féminas. Así pues, se mostró eufórico ante la aparición de un hijo y heredero, aunque fuera un bebé que rápidamente pasó a las manos de una serie de viudas curtidas en pequeños pueblos de Texas que vestían uniformes blancos almidonados y fruncían el ceño. No eran solo los bebés, sino también los niños en general los que estaban lejos de sus prioridades. Aparte de su calidez, virilidad y generosidad en el apoyo económico, lo que más recuerdo de mi dominante padre son los repentinos y aterradores estallidos de cólera cuando alguien le molestaba. Más tarde, cuando me enamoré y me fugué de casa a los veintiséis años, recuerdo haber valorado muy conscientemente el carácter ecuánime de mi marido, su integridad, fiabilidad e iniciativa. No se me ocurrió pensar en cuánto cuidado dedicaría a nuestros hijos.
A los treinta y un años, cuando nació la primera de nuestros tres hijos, yo estaba lejos de Texas, era investigadora posdoctoral en Harvard. Mi marido, Dan, asistió obedientemente a las clases del método Lamaze para ayudarme a prepararme para el parto natural y estuvo presente en la sala de partos cuando, poco antes de medianoche, asomó Katrinka. La obstetra se la entregó y él, antes de devolvérmela, dijo: «Es el momento más feliz de mi vida». Al igual que en el 27 por ciento de las 186 sociedades incluidas en la muestra estándar transcultural utilizada por los antropólogos, Dan estuvo presente en el parto, pero no participó directamente.[4] Cuando se fue a casa, Katrinka y yo nos quedamos dormidas en una estrecha cama de hospital, aprovechando una opción recientemente introducida para que los bebés recién nacidos «durmieran en la misma habitación que la madre», en lugar de ser llevados a una guardería comunitaria acristalada (figura 1.1).
Figura 1.1. Cuando nació mi primer bebé, los hospitales empezaban a permitir «pasar la noche en la misma habitación que el bebé», por lo que pude quedarme dormida con mi recién nacida en brazos. Al cabo de unas décadas, el hecho de «pasar la noche en la misma habitación» no solo se convirtió en rutinario, sino que se fomentaba activamente para fortalecer el «vínculo madre-hijo». (Daniel B. Hrdy).
En diciembre de 1977, una brillante mañana posterior a una tormenta de nieve en Boston, Dan sujetó a Katrinka a nuestra nueva silla de coche para llevarla a casa desde el Hospital de Mujeres de Boston. En aquella época no había permiso de paternidad, así que al día siguiente Dan volvió al trabajo y yo me quedé en casa, abrazando a Katrinka con satisfacción, mirando soñadoramente los grandes montones de nieve que casi ocultaban la luz del día que entraba por la ventana de la cocina, cantando canciones de bienvenida a nuestro bebé: «Katrinka, Katrinka, pequeña Katrinka. De piel aterciopelada y pelo sedoso, todo el mundo se alegra de que estés aquí». Pero no había nadie, solo nosotras dos, una recién nacida y su madre.
Cuando nació Katrinka ya me había doctorado en Antropología Biológica, uniéndome a las filas de científicos que estudian el comportamiento de los primates, incluidos los humanos, desde una perspectiva evolutiva y comparativa, una sociobióloga de pura cepa. Nada en mi formación científica, ni en mi educación, me hizo cuestionar la naturalidad de la madre como figura central en la crianza de los hijos.
Una división natural del trabajo
Así que allí estaba yo, una madre, una mamífera, nacida del sexo que Linneo eligió para personificar a toda la clase Mammalia, porque poseía glándulas mamarias que se estremecían y goteaban leche en respuesta al más leve gemido de mi bebé. Por supuesto, nací para responder a las necesidades de los demás, para ser una cuidadora empática que todo lo da. Era mi bajo umbral de respuesta lo que me enviaba como un rayo a recoger a la pequeña Katrinka cada vez que se revolvía en la cuna y empezaba a llorar. Daba por sentado que era mi sexo el que había evolucionado para criar a estos mamíferos humanos, extraordinariamente vulnerables, indefensos e inusualmente lentos en crecer.
A menudo, Katrinka y yo nos dormíamos en la misma cama. Pero incluso cuando la dejaba en su propia cuna, era yo quien se despertaba sobresaltada, corriendo hacia ella al primer ruido, mientras su padre seguía durmiendo. Era yo quien la controlaba de modo irracional una y otra vez, incluso cuando estaba profundamente dormida, solo para asegurarme de que seguía respirando. En este sentido, Dan y yo vivíamos en esferas sensoriales distintas, sintonizados con estímulos diferentes. En aquel momento, todo esto me parecía absolutamente (incluso «mamíferamente») natural.
Como en todos los monos y simios del Viejo Mundo, entre los langures que yo había estudiado en la India y sobre los que acababa de publicar un libro, el cuidado de las crías es un asunto femenino. Las hembras de langur común permanecen durante toda su vida en los mismos grupos en los que nacieron, heredando las zonas de residencia de sus madres y abuelas. Como consecuencia, todas las hembras del grupo están tan emparentadas entre sí como si se tratara de primas hermanas o segundas. Unas jerarquías de dominancia inusualmente relajadas conllevan que las madres permitan sin ningún problema que otras hembras transporten a sus crías, confiando en que se las devolverán ilesas. En el 99 por ciento de los intentos de coger y llevar bebés participan hembras, sobre todo hembras jóvenes e inexpertas deseosas de practicar la maternidad, como si fueran niñas pequeñas jugando con muñecas. Todo este cuidado de bebés es una bendición para las madres langur, pues les permite salir «a trabajar» (es decir, a buscar comida) sin problemas, como una madre trabajadora que disfruta del lujo de una guardería cercana, segura y fiable. ¡El paraíso!
Entre nuestros parientes grandes simios más cercanos —chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos—, el cuidado de los bebés también es exclusivamente femenino, pero las madres no tienen el lujo de contar con niñeras como las monas langur. Esto se debe a que las hembras de chimpancé suelen emigrar a otro grupo antes de reproducirse y no pueden contar con la ayuda de parientes cercanos. Al carecer de custodios dignos de confianza, las chimpancés (con las que compartimos alrededor del 98 por ciento de nuestro ADN) son ferozmente protectoras y posesivas con los nuevos bebés, manteniéndolos en contacto piel con piel hasta seis meses después del nacimiento, y permitiendo solo ocasionalmente que otros los cojan o los sostengan. Como primatóloga, no tenía motivos para cuestionar la naturalidad del sistema con el que había crecido. Los cuidados cotidianos, las interminables tomas y los baños eran trabajo de mujeres.
Teoría del apego centrada en la madre
Cuando nació mi primera hija me dedicaba a investigar las estrategias reproductivas femeninas. Por entonces estaba bajo la influencia de Darwin y la teoría sociobiológica de mentores de Harvard, como Edward O. Wilson y Robert Trivers, y me sirvió de inspiración el psiquiatra John Bowlby y sus ideas sobre el poderoso impulso del bebé primate de vincularse a una figura de apego primaria. Siguiendo el escenario planteado en el clásico de Bowlby El apego, me veía a mí misma como la descendiente poseedora de glándulas mamarias de un largo linaje de simios...




