E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Reihe: Ensayo
Laing El jardín contra el tiempo
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-128757-8-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
En busca de un paraíso común
E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-128757-8-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Aclamada escritora y crítica, Laing es autora de siete libros, entre ellos To the River (2011), El viaje a Echo Spring (2013), La ciudad solitaria (2016) y Todos los cuerpos (2021). Es miembro de la Royal Society of Literature y en 2018 fue galardonada con el Premio Windham-Campbell de no ficción. Laing creció en Chalfont St. Peter, Buckinghamshire. Se matriculó en la Universidad de Sussex para estudiar inglés, pero abandonó los estudios para participar en una protesta de carretera en Dorset. A los veinte años pasó tres meses viviendo sola en una granja abandonada cerca de Brighton, una experiencia que ha descrito como «formativa». En esa época se preparó para convertirse en herborista médica. Su primera novela, Crudo, es un relato en tiempo real del turbulento verano de 2017. Fue uno de los diez libros más vendidos del Sunday Times y ganó el James Tait Black Memorial Prize. Laing escribe sobre arte y cultura para The Guardian, Financial Times y New York Times, entre otros medios. Ha firmado ensayos para catálogos sobre diversos artistas contemporáneos, como Andy Warhol, Agnes Martin, Derek Jarman, Wolfgang Tillmans y Chantal Joffe. Su recopilación de ensayos sobre arte, Funny Weather: Art in an Emergency, se publicó en 2020. El nuevo libro de Laing, El jardín contra el tiempo, es un estimulante relato sobre la creación de jardines y el largo y problemático sueño del paraíso en la tierra. Fue un best seller número uno del Sunday Times.
Weitere Infos & Material
I
Una puerta
en el muro
Tengo un sueño recurrente, aunque no de forma habitual. Sueño que estoy en una casa, y descubro una puerta que no sabía que existía. Se abre a un jardín inesperado y, durante un instante ingrávido, me encuentro habitando un nuevo territorio rebosante de posibilidades. Tal vez halle escalones que descienden hacia un estanque o una estatua rodeada de hojas caídas. Nunca está ordenado, y su aspecto descuidado siempre resulta fascinante, con la correspondiente sensación de riquezas ocultas. ¿Qué podría crecer aquí? ¿Qué extrañas peonías, iris, rosas encontraré? Me despierto con la impresión de que una articulación que soporta demasiada tensión se ha relajado, y de que todo fluye con vida nueva.
Durante la mayor parte de los años en los que se ha repetido este sueño, no disponía de un jardín propio. Me estrené tarde en el acceso a la propiedad, pues estuve de alquiler hasta los cuarenta, y solo en contadas ocasiones en pisos que contaban con un espacio exterior. El primero de estos jardines temporales estaba en Brighton. Era tan estrecho que casi podía tocar ambas vallas a la vez, cayendo sobre la cresta de los Downs en tres terrazas escarpadas, que culminaban en un invernadero con una vid que crecía descontrolada, habitada por un sapo de ojos dorados.
Allí planté caléndulas, tajetes, que, según Gerard, el herborista del siglo XVI, «fortalecen y reconfortan enormemente el corazón».[1] Me estaba preparando para ser herborista y tenía la cabeza llena de plantas, una maraña de formas naturales. El estudio de la botánica suponía una educación de la mirada. El mundo ordinario se volvía más intrincado y repleto de minuciosos detalles, como si hubiera adquirido una lupa que triplicara la capacidad ocular. Cada planta estaba tan entrelazada con la historia de la humanidad que estudiarlas era como caer por un conducto a través del tiempo. «La caléndula silvestre es semejante a la caléndula simple, pero más pequeña; toda la planta perece con la llegada del invierno, y vuelve a recuperarse con la caída de la semilla».[2]
Diez años más tarde, en Cambridge, planté salvia y genista, y rehice el estanque hediondo que en primavera se llenaba de tritones que nadaban hasta la superficie para exhalar una bola plateada de aire. Vivía con contratos de corta duración, con moho negro en las paredes, pero los jardines me proporcionaban estabilidad, o tal vez me ayudaban a asumir aquella transitoriedad. Además del esfuerzo que implicaba hacerlos, me encantaba la posibilidad de olvidarse de una misma, la inmersión en una especie de trance de atención que difería del pensamiento cotidiano tanto como la lógica onírica lo hace de la vigilia. El tiempo se detenía, o más bien me arrastraba con él. A los veintitantos llegó a mis manos un listado de normas de existencia, y me produjo tal impresión que las copié en un pequeño cuaderno negro que en aquellos días estaba repleto de aforismos y consejos sobre cómo ser una persona. La regla que más me gustaba estipulaba que siempre merece la pena hacer un jardín, sin importar lo temporal de la estancia. Puede que no durase, pero ¿no era mejor ir por la vida como Juanito Manzanas, dejando una estela de bocanadas de polen al pasar?
Cada uno de estos jardines era una forma de sentirme como en casa, pero al mismo tiempo anhelaba un espacio permanente propio, sobre todo cada vez que un casero finalizaba el contrato y vendía un espacio que, por supuesto, no me pertenecía. Lo había deseado desde pequeña, más incluso que una casa. Aparte del amor, era mi deseo más constante e incontenible, y dio la casualidad de que una cosa me llevó a la otra, un aluvión de buena suerte que no termino de creerme. A los cuarenta y pico, me enamoré de un catedrático de Cambridge y no tardé en casarme con él, un hombre extraordinariamente inteligente, tímido y afectuoso. Ian era mucho mayor que yo y vivía en una casa adosada abarrotada de libros que iban desde el suelo hasta el techo. Su mujer había fallecido recientemente y, al poco de mudarme con él, tuvo que someterse a dos operaciones delicadas. Nos habíamos hecho amigos en un principio por nuestro interés compartido en la jardinería, y tras su jubilación empezamos a plantearnos seriamente la idea de mudarnos a algún lugar que ofreciera la posibilidad de restaurar un jardín o de crear uno desde cero. No podíamos saber cuánto tiempo estaríamos juntos, y hacer un jardín nos parecía una buena manera de pasar una parte de ese tiempo.
Durante este periodo de búsqueda, mi tía me envió por correo electrónico una foto de una casa totalmente envuelta en rosas que habían sido guiadas para que se curvaran con holgura, de manera que las flores golpeaban contra las ventanas. Había setos cuadrados de boj a cada lado de la puerta principal, recortados en una forma muy cómica, como los bizcochos French Fancies de Mr Kipling. Era exactamente igual que las casas robustas, cuadradas y con chimenea que dibujaba de niña, una materialización de la raigambre que tanto había deseado en aquellos años de inestabilidad e incertidumbre. Me salté la descripción del interior y pasé directamente a la sección titulada «Exterior»: «Los jardines de la Real Sociedad de Horticultura son una característica particular de la casa, diseñados por el distinguido jardinero Mark Rumary, de Notcutts». ¡Esto era más que prometedor! Aunque no había oído hablar de Mark Rumary, conocía Notcutts, el afamado vivero de Suffolk cuyas exhibiciones a menudo obtenían medallas en el Chelsea Flower Show.
Fuimos a verla en enero de 2020, conduciendo por pequeños pueblos de Suffolk hasta casi alcanzar la costa. Con cada kilómetro que pasaba, el terreno se volvía más plano y el cielo parecía aceptar más luz. Llegamos tan temprano que tuve tiempo de pedirme unas tostadas con huevos escalfados en la cafetería de enfrente, sin dejar de mirar el reloj. Desde la calle no podía verse el jardín. Debía de estar escondido en la parte de atrás. Lo vi en cuanto se abrió la puerta principal. El vestíbulo tenue y alargado conducía hasta una segunda puerta acristalada. Una oleada de luz verdosa inundó el interior.
Fuera, los árboles estaban pelados. El jardín estaba cercado por muros, con el ladrillo rojizo de Suffolk cubierto con distintos tipos de trepadoras: glicinia, clemátide, jazmín de invierno y madreselva, además de murallas y banderines de hiedra. Todo estaba abandonado y crecido, pero incluso con un simple vistazo pude reconocer plantas inusuales como avellanos de bruja, cuyas flores de piel de limón exudaban un aroma hipnótico y astringente, y los capullos negros inconfundibles de una peonía arbustiva. Al fondo, una puerta en el muro daba a una cochera victoriana que ahora servía de garaje improvisado. Más allá había una cajonera suelta con un comedero de hierro, como en el libro The Children of Green Knowe, donde Tolly deposita terrones de azúcar para Feste, el caballo fantasma. En el cobertizo del jardín, el propietario me enseñó el mandil de jardinería lleno de telarañas de Mark Rumary, que todavía colgaba de un gancho.
Toda la parcela era algo menos que una tercera parte de un acre, pero parecía mucho más grande porque estaba ingeniosamente dividida por medio de setos, uno de hayas y uno de tejo, de modo que nunca pudiera contemplarse de una sola vez, sino que constantemente se atravesaban puertas y arcos por los que se accedía a nuevos espacios misteriosos. En uno de ellos había un estanque elevado en forma de cuadrifolio, y otro parecía completamente abandonado, con árboles frutales podridos, entre ellos un níspero, un árbol que solo conocía por la broma de Shakespeare en Romeo y Julieta sobre cómo llaman las jóvenes a esta fruta: culo abierto. Allí habían celebrado una boda, y una carpa de lona atravesada por ortigas y dedaleras todavía cubría el suelo. Al otro lado del muro del fondo, un parque en pendiente rodeaba una casona georgiana de color rosa, apenas visible entre las ramas desnudas de los sicomoros. En este muro había también una puerta en curva, cerrada con un candado y pintada de un descascarillado azul huevo de pato. Su presencia había originado el rumor de que antiguamente había sido la residencia de la viuda, aunque a mí me recordaba a la puerta enigmática del jardín de mis sueños.
Un entramado de rosales colmaba muchos de los muros. Parecía que nadie los hubiera podado en años, y me acordé, cómo no, de la enfadada Mary Lennox con su piel amarillo ictérico que, a fuerza de fisgonear, había accedido a un jardín como este, del que luego surgió una chica totalmente diferente.[3] No tenía ninguna duda de que, si raspaba aquellos rosales con una navaja, hallaría una mecha y estarían vivos. Los jardines tienen un don para parecer muertos, pero raras veces lo están y, en cualquier caso, el suelo estaba cubierto con campanillas de invierno, que se abrían paso a través de hojas putrefactas. Y entonces, en un rincón descubrí una dafne, la más grande que había visto nunca, con sus ramilletes rosa nacarado que desprendían un olor débil pero dulce. Era la primera planta de la que me había enamorado, el...




