E-Book, Spanisch, Band 296, 808 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Catton Las luminarias
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16208-66-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 296, 808 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16208-66-1
Verlag: Siruela
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Eleanor Catton (Ontario, Canadá, 1985) se trasladó a vivir con su familia a Nueva Zelanda a la edad de 6 años. En 2007 obtuvo un máster en Escritura Creativa, y su primera novela El ensayo general, escrita como tesis de graduación para el máster, fue premiada con el Adam Award, obteniendo un gran éxito entre la crítica y los lectores de Nueva Zelanda, que fue extendiéndose a Gran Bretaña y EE.UU. Tanto su primera obra como la segunda, Las luminarias, han sido traducidas a los principales idiomas y han recibido importantes galardones internacionales, destacando el Man Booker Prize por Las luminarias.
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JÚPITER EN SAGITARIO
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La narración de Balfour, un tanto tortuosa a causa de las interrupciones y entorpecida en general por el estilo lírico de su discurso, se iba embrollando cada vez más a medida que avanzaba, y hubieron de transcurrir varias horas antes de que Moody entendiese por fin con claridad el orden de los acontecimientos que habían precipitado el conciliábulo de la sala de fumadores del hotel.
Las interrupciones fueron demasiado pesadas, y el enfoque de Balfour demasiado divagatorio, como para merecer que levantemos acta fiel y exhaustiva de todo lo que dijeron los presentes. Suprimiremos aquí sus imperfecciones e impondremos una disciplina militar a la impaciente crónica del errabundo pensamiento del consignatario; aplicaremos nuestra propia argamasa a las grietas y rendijas de los recuerdos mundanos y daremos nueva vida al edificio que, en la memoria solitaria, no existe más que en ruinas.
Comenzamos, como hizo el propio Balfour, con un encuentro que había tenido lugar en Hokitika esa misma mañana.
F
Antes de los albores de la fiebre del oro de la Costa Occidental, cuando Hokitika no era más que una boca marrón abierta al océano y el oro de sus playas brillaba silencioso y oculto, Thomas Balfour vivía en la provincia de Otago y dirigía sus negocios desde un pequeño edificio con tejado de tablillas del malecón de Dunedin, bajo un estandarte de calicó que llevaba inscrita la leyenda BALFOUR & HARNETT, AGENCIA NAVIERA. (El señor Harnett hacía tiempo que había abandonado la empresa conjunta, de la que solo había poseído un tercio de las acciones: ahora se hallaba disfrutando de un retiro colonial en Auckland, lejos de la escarcha de Otago y de la niebla que anegaba de blanco los valles en las frías horas previas al alba). La ventajosa ubicación de la firma –enfrente del muelle central, con vistas a los lejanos espigones del puertoatraía a una clientela distinguida, y entre los numerosos clientes se encontraba el antiguo superintendente de Canterbury, un gigantón con manos como palas que tenía fama de obrar con convicción, afán expansivo y celo.
Alistair Lauderback –así se llamaba el estadista– había disfrutado de una sensación de aceleración constante a lo largo de su trayectoria. Nacido en Londres, había estudiado abogacía antes de emprender el viaje a Nueva Zelanda en el año 1851, haciéndose a la mar con dos metas: la primera, amasar una fortuna, y la segunda, doblarla. Su ambición se avenía bien con una vida política, y en especial con la vida política de un país joven. Lauderback ascendió, y ascendió deprisa. En los círculos legales se lo admiraba mucho por su capacidad de proponerse algo sin darse tregua hasta que lo sacaba adelante; en virtud de este excelente rasgo de carácter, fue recompensado con un puesto en el Consejo Provincial de Canterbury e invitado a presentarse a la Superintendencia, cargo para el cual fue elegido por aplastante mayoría. Cinco años después de tomar tierra en Nueva Zelanda, su red de contactos llegaba hasta el Ministerio de Stafford y el primer ministro en persona; para cuando llamó por primera vez a la puerta de Thomas Balfour, engalanado con una flor de kowhai recién cortada en el ojal y un cuello alzado cuyas puntas evasé (observó Balfour) habían sido almidonadas por una mano de mujer, ya no cabía considerarlo un pionero. Olía a permanencia: al tipo de influencia que perdura.
En lo que a su semblante y su porte se refiere, más que apuesto Lauderback resultaba imponente. Su barba, larga y roma como la de Balfour, sobresalía casi horizontalmente de su mandíbula, dotando a su rostro de un aspecto regio; bajo las cejas, sus oscuros ojos relumbraban. Era muy alto, y estrecho de cuerpo, lo cual le hacía parecer aún más alto.
Hablaba a voces, declarando sus ambiciones y opiniones con una franqueza que cabría llamar desmedida (siendo escépticos) o intrépida (sin serlo). Era un poco duro de oído, y por esta razón tendía a bajar la cabeza y a encorvarse ligeramente mientras escuchaba, dando la impresión, tan útil en política, de que sus atenciones siempre se prodigaban de manera solemne y providencial.
En su primer encuentro, Lauderback impresionó a Balfour por la energía y la seguridad de su modo de hablar. Sus entusiasmos, como anunció a Balfour, no se reducían a la esfera política. También era armador, habiendo profesado, desde su infancia, un apasionado amor al mar. Poseía cuatro barcos en total: dos clípers, una goleta y un bricbarca. Dos de las naves necesitaban un patrón. Hasta ahora las había fletado, pero el riesgo personal que suponía esta empresa era elevado, y quería alquilárselas a una compañía naviera consolidada que pudiese ofrecer una garantía razonable. Recitaba mecánicamente los nombres de los barcos, como recita un hombre los de sus hijos: los clípers y , la goleta y el bricbarca .
Dio la casualidad de que por aquella época Balfour & Harnett tenía una necesidad acuciante de un clíper de dimensiones y posibilidades idénticas a las que describía Lauderback. A Balfour no le servía el otro barco ofertado, el bricbarca , pues era una nave demasiado pequeña para sus propósitos; pero el , una vez pasados la inspección y el periodo de prueba, haría cómodamente la travesía mensual entre Port Chalmers y Port Phillip. Sí, le dijo a Lauderback, encontraría un patrón para el . Contrataría un seguro con una prima aceptable y fletaría el barco por periodos de un año.
Lauderback tenía la misma edad que Balfour y, sin embargo, desde aquel primer encuentro Balfour se dirigía a él casi con la misma deferencia que un hijo a un padre..., delatando quizá un toque de vanidad, pues los aspectos de la persona de Lauderback que más admiraba Balfour eran aquellos que cultivaba en la suya propia. Afloró entre los dos una especie de amistad (una amistad demasiado admirativa por parte de Balfour como para transformarse jamás en intimidad) y durante los dos años siguientes el circuló sin trabas entre Dunedin y Melbourne. La cláusula del seguro, pese al esmero que habían puesto en redactarla, jamás volvió a consultarse.
En enero de 1865, Robert Harnett anunció su intención de jubilarse, vendió sus acciones a su socio y se mudó al norte en pos de un clima más suave. Balfour, con su típica ausencia de sentimentalismos, renunció al punto al solar del malecón. Sabía que los días de gloria de Otago eran ya cosa del pasado. Los valles se habían vuelto improductivos; poco faltaba para que se agotasen los ríos. Zarpó hacia la Costa, adquirió un terrenito yermo cercano a la desembocadura del río Hokitika, montó su tienda de campaña y empezó a construir un almacén. Balfour & Harnett pasó a ser la Agencia Naviera Balfour, él se compró un chaleco bordado y un bombín y en torno a él empezó a levantarse la ciudad de Hokitika.
Cuando el bricbarca fondeó en la rada de Hokitika varios meses después, Balfour se acordó del nombre e identificó el barco como perteneciente a Alistair Lauderback. Como gesto de cortesía se presentó al patrón del barco, Francis Carver, y a partir de ese momento disfrutó de una relación cordial con él, basada en el vínculo nominal de su común conocido..., aunque en su fuero interno Balfour pensaba que el señor Carver tenía pinta de matón, y lo había etiquetado de maleante. Sostenía esta opinión sin amargura. A Balfour no lo impresionaba la fuerza de voluntad, a no ser que fuera de la modalidad que exhibía Lauderback (carismática, grácil incluso), y era incapaz de sentir afecto por un maleante. Los rumores que seguían de cerca al señor Carver no lo intimidaban, ni tampoco le tocaban la fibra sensible suscitándole una infantil admiración. Carver, sencillamente, no le interesaba, y no tuvo que malgastar energías en apartarlo de sus pensamientos.
A finales de 1865 Balfour leyó en el periódico que Alistair Lauderback estaba preparando su candidatura al Parlamento por el escaño de Westland, y pocas semanas después Balfour recibió una carta de su puño y letra en la que solicitaba, una vez más, la colaboración del consignatario. En su campaña para ganarse la provincia de Westland, escribió Lauderback, deseaba aparecer como un hombre de Westland. Rogaba a Balfour que le consiguiese alojamiento en la zona más céntrica de Hokitika, que amueblase adecuadamente los aposentos y que se encargase del envío de un baúl de efectos personales –libros de leyes, documentos, etcétera, etcétera– que serían de crucial importancia para él en el transcurso de su campaña. Cada punto se describía con una caligrafía expansiva y floreada que, a juicio de Balfour, era propia de un hombre que podía permitirse derrochar tinta en florituras. (La idea lo hizo sonreír: le gustaba perdonar a Lauderback sus muchas extravagancias). Lauderback, por su parte, no iba a viajar por barco. Haría la travesía por tierra, cruzando las montañas a caballo para llegar con aire triunfal al talón del valle Arahura. Haría su entrada no como un estadista consentido que viaja cómodamente en camarote de primera, sino como un hombre del pueblo, con las posaderas doloridas de tanto cabalgar, embarrado y lleno de manchas de sudor de su propia frente.
Balfour siguió sus...




