E-Book, Spanisch, 335 Seiten
Charyn Cesare
1. Auflage 2024
ISBN: 978-607-16-8494-3
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 335 Seiten
ISBN: 978-607-16-8494-3
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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Atmósferas de decadencia y guerra cubren la ciudad de Berlín durante los años tardíos del Tercer Reich. En este escenario voluble, el almirante Wilhelm Canaris, cabeza de la inteligencia militar alemana, y Erik Cesare Holdermann, un soldado de bajo rango incidentalmente reclutado para convertirse en un agente homicida despiadado, forman una dupla que se convertirá en la mayor arma del régimen, pero que también representará una amenaza secreta para los nazis y una ayuda inesperada para los judíos perseguidos. En este thriller, la guerra no se reduce al conflicto bélico, sino que está imbuida de romance, tensiones ideológicas y morales, y lealtades cambiantes. Su narrativa es un recordatorio de que incluso los actores decisivos en las etapas más crudas de la historia se enfrentan a los abismos de la contradicción humana.
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11 de febrero de 1943
Del escritorio del almirante Wilhelm Canaris
72-76 Tirpitz-Ufer
Berlín
No querían oír otra cosa que no fueran las últimas noticias de Cesare. Así de mal estaba ya la guerra. Los bombardeos sobre Berlín se habían reanudado tras un año de quietud. Vaya que estaban asustadas las esposas de generales y diplomáticos. Yo no debía estar aquí, porque dirijo un servicio secreto y no un burdel para espías.
—¿Es de carne y hueso o un fantasma, Herr Admiral? —me preguntaban.
Y yo debía responderles:
—Gentiles señoras, no puedo hablar de mis agentes.
Pero era el chisme más candente de todo Berlín: cómo el capitán Erik Holdermann de la Abwehr había estrangulado a un notorio traidor, en una sala del Museo del Prado llena de cuadros de Goya.
—¿Y es verdad que ese cerdo tenía cinco guardaespaldas, Herr Admiral?
De modo que adornaban, multiplicaban, fabricaban e inventaban, hasta que yo era su Caligari con su esclavo Cesare, el que estrangulaba a enemigos del Reich a voluntad para después volver a su ataúd en Tirpitz-Ufer. “No tengo ataúdes”, quería decirles. “No pertenezco al gabinete del Doctor Caligari. No soy un ogro.” Lo que más quería era deshacerme de su compañía y montar mi yegua árabe, con sus hermosísimos flancos blanquecinos. Yo, que siempre había buscado el anonimato, ser un hombre de las sombras, ahora me había convertido en el héroe de Berlín a causa de Cesare.
—¿Por qué no lo trae a nuestros almuerzos, Herr Admiral?
Las habría estrangulado a todas con mis propias manos en el Salón Beethoven, si no es porque Goebbels en persona me había pedido que atendiera estos asuntos en el Hotel Adlon: era necesario para mantener la moral alta.
—Pero, gentil señora… ¿de qué le serviría sentarse al lado de un agente secreto?
Trasegaban vino de las cavas del Hotel Adlon, pero aun así debían entregar sus cupones de racionamiento al mesero, quien tenía en uno de sus costados unas tijeras que pendían de una cadena de plata, para recortar las estampillas.
—No es judío, ¿verdad, Herr Admiral?
Tenía la obligación de responderles, so pena de que se quejaran con sus maridos de que Canaris era brusco con ellas. ¿Cómo no ser brusco cuando me las vivía entre sádicos que tasajeaban mujeres y niños en las calles?
—Herr Holdermann no lo es, si bien a veces usamos judíos.
Entonces intervino uno de los hombres de Goebbels, un burócrata de pelo azulado:
—El Führer tiene buenos motivos para permitir que el almirante Canaris los use: engañar a los bandidos judíos en Inglaterra y Estados Unidos.
Gracias a Dios, justo entonces entró al salón uno de mis propios asistentes. En cuanto cruzó la puerta, le hice señales moviendo ligeramente la cabeza y me entregó un papel en blanco, que comencé a leer con suma atención. Apoyé la barbilla en la mano y luego me puse de pie.
—Deben disculparme —les dije tras una reverencia—. Se trata de un asunto urgente.
Todas se emocionaron.
—¿Tiene algo que ver con Cesare?
—Ciertamente —repuse, arrugando el papel.
Ahora me miraban boquiabiertas. Me sentí miserablemente mal. No debía haber pensado en estrangularlas, porque yo no era el Barba Azul de Berlín. Conocía a algunas de estas señoras mucho antes de que se iniciara este reinado del terror. Había salido de cabalgata por el bosque Grunewald con una o dos de ellas. Pero la guerra las había convertido en niñas petulantes que debían ser mimadas y atiborradas de estupideces. Hice una ronda alrededor de la mesa, besándoles la mano, como el siempre galante Canaris. Pero desde el instante en que salí del salón se apoderó de mí una cierta tristeza, y me sentí decaído. No podía volver a Tirpitz-Ufer. Anhelaba huir de Berlín y de estos tiempos crueles: los judíos con sus estrellas amarillas tenían prohibido entrar al Hotel Adlon. Y esas estrellas eran mi propia marca de la vergüenza. Años atrás yo mismo había sugerido al Führer que los judíos alemanes las portaran…
Gott, debí haber pedido a Cesare que me degollara o estrangulara. No era menos monstruoso que Goebbels y su gente. Le silbé a mi chofer. Intenté imaginar a Motte, mi yegua blanca, pero apareció furtivamente otra imagen: mi hija, encerrada en un asilo tan lujoso como el Adlon. No podía visitar a mi pobrecita Eva: no tenía el valor para hacerlo. Pero era ella dos veces más lista que su papá. Me había escrito desde su montaña:
“Papá, mis enfermeras insisten en que los cobardes son los mejores jefes de espías. Pero yo les digo que se callen. Tú no tienes tiempo para una niña loca. Estás demasiado ocupado con tus espías.”
No supe hacia dónde volverme. Dentro de un instante lloraría en el brazo de mi asistente.
—¿Está usted bien, Herr Admiral? —me preguntó.
—No seas insolente, Hänschen. Llévame al puente Liechtenstein.
Hans estaba más confundido que nunca:
—¿Es una de sus juntas privadas, almirante? Olvidé traer mi pistola.
—¡Ve al puente antes de que te arranque los ojos!
El pobre tipo quedó sacudido. Nunca antes le había gritado. A fin de recomponerse, Hans le gritó a mi chofer:
—El almirante tiene asuntos importantes en el puente Liechtenstein. ¡Más te vale que aprendas a volar si quieres salvar el pellejo!
Así que volamos desde la Pariser Platz, pero yo no quería cruzar el Tiergarten.
—Dile que tome la ruta larga… Quiero pasear por la Budapester Strasse.
Seguramente ambos pensaron que su almirante se había vuelto loco. Pasamos por la Hermann-Göring-Strasse, bloqueada con toda clase de construcciones y tráfico; parecía una zona de guerra, con escuadrones de soldados de las SS, y me pregunté si los Einsatzgruppen1 de Himmler habían vuelto del frente para atormentarnos a todos y hacer de Berlín su propio campo de matanza. Pero no nos amenazaron cuando se asomaron por la ventana. De hecho, fueron muy corteses.
—Discúlpenos, almirante, pero anda por ahí un lunático. Amenazó con hacer volar a Herr Goebbels. ¿Quiere que lo escoltemos?
Antes de que pudiera decir sí o no, nos hicieron pasar por todos los acordonamientos de la Hermann-Göring-Strasse. Estaba esperando a que apareciera la avenida Wilhelm Canaris en el mapa, o quizás a que el Gauleiter, o comandante de zona, me honrara con una porción del zoológico: la Jaula del doctor Caligari.
Mi chofer se internó por las calles oscuras y demenciales, para finalmente recorrer la Budapester Strasse. Estaba volando demasiado rápido.
—Más despacio, maldita sea. Quiero contemplar el paisaje.
No había paisaje. Los bares estaban cerrados en plena tarde. Las persianas estaban pintadas de negro. Vi a una mujer lisiada cojeando por la calle. Como no creo en fantasmas, la saludé al pasar.
Hans era un sapo suspicaz. Entendió la ruta que estábamos tomando. De algo valía la forma en que lo había entrenado.
—Herr Admiral —susurró, cubriéndose la boca con la mano—, ¿no es aquí donde acabaron con Die Blutige Rose?
No le respondí. En el malecón tomamos a la izquierda. Salí del coche. Hans estaba perplejo. Me siguió al puente. Contemplé el agua correr por ese maldito canal. A Hans le asustó la sonrisa que se me pintó en el rostro. No temía por él mismo, porque era el asistente más leal que he tenido. Muchas veces bromeábamos que, si yo terminaba en el patíbulo, Hans pediría que le pusieran la misma soga al cuello.
—Pero… es aquí mismo donde los milicianos arrojaron el cuerpo de la Frau Doktor Luxemburg —me dijo.
Hans siempre era muy bueno para los títulos. “Frau Doktor Luxemburg.” Me gustaba cómo sonaba. Hans ya había oído el rumor, como todos los demás en el Tirpitz-Ufer. El Viejo Canaris (eso decía Hans cuando era joven) había ayudado a los monarquistas a asesinar a esa puta anarquista, Rosa Luxemburgo, para luego arrojarla al Landwehrkanal con todo y su pierna deforme. Con este que era mi golpe de gracia, decían, había aplastado la Liga Espartaquista y terminado con la rebelión en Berlín. ¿Tenía alguna importancia que entonces ni siquiera estaba yo ahí? ¿Que en realidad estaba en Kiel para acallar a los marineros? Mis serviles subalternos tuvieron que poner a su Viejo Canaris en esa historia. En tiempos de crisis, el doctor Caligari estaba en todas partes.
—Herr Admiral, se ve usted pálido. ¿Quiere que vaya por Cesare? —me preguntó Hans.
Solté una risotada:
—¿Quieres despertarlo de su sueño? Podría asesinarnos a todos.
—Dios nos libre, Herr Admiral.
El reinado de Hitler se inició con la muerte de Rosa Luxemburgo. Con su desaparición, los socialistas de Weimar quedaron indefensos. Y los Rojos ya nunca tuvieron otra Rosa. Una vez la vi de pie en un podio, bajo una...




