E-Book, Spanisch, Band 198, 408 Seiten
Reihe: Impedimenta
Deakin Diarios del agua
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-18-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 198, 408 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-18-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un día de 1996, inspirado por 'El nadador' de John Cheever, Roger Deakin emprendió el sueño de su vida: recorrer las islas británicas a nado. El libro que escribió se convertiría en un clásico de culto. Como buen inglés, Roger Deakin adoraba el agua. Así que un día de 1996 se lanzó al foso de su casa en Suffolk y se propuso recorrer las islas británicas a nado. Playas, pozas, ríos, estanques y lidos. Acueductos, canales, cascadas y canteras inundadas. Deakin recorrió su país contemplando la vida desde la perspectiva de las ranas, y fue interceptado por guardacostas, confundido con un suicida e incluso estuvo a punto de ser engullido por un remolino en las Hébridas. Una vibrante oda al inconformismo, a la imaginación y a la voluntad de actuar con libertad plena. Un viaje inolvidable y una audaz celebración de la atracción que el agua sigue ejerciendo en todos los seres vivos.
Roger Deakin. Watford, 1943 - Suffolk, 2006 Roger Deakin nació en Watford en 1943. Estudió Inglés en la Universidad de Cambridge, donde fue uno de los protegidos de Kingsley Amis. En 1973 se casó con Jenny Hind, con quien tuvo un hijo, pero el matrimonio se anuló en 1982. Trabajó en publicidad durante un tiempo, en Londres, pero, cansado de la ciudad, decidió comprar un caserío que contaba con un gran terreno y una fosa en Suffolk, Walnut Tree Farm, y se dedicó a restaurarlo; allí viviría hasta su muerte. Empezó a producir y dirigir documentales, incluyendo dos de la BBC Radio 4 sobre la restauración de su casa. Fue en esa época cuando nació su pasión por el campo y la escritura y, en 1999, saltó a la fama con su obra Los diarios del agua (Impedimenta, 2019), que contaba su viaje por los ríos, pozos y mares británicos y que inspiró otro documental de la BBC. El éxito de esta experiencia lo llevó a emprender un nuevo viaje a través de los bosques más antiguos del mundo, lo que daría como resultado su segunda obra, Wildwood (2007); libro que, lamentablemente, fue publicado de forma póstuma, ya que Deakin murió un año antes, justo después de entregar el manuscrito, de un tumor cerebral. A lo largo de su vida escribió numerosos artículos para periódicos y revistas, incluyendo The Daily Telegraph y BBC Wildlife, y fue cofundador de Common Ground, una organización que busca promover el compromiso de las personas con su entorno local. En 2008 apareció Notes from Walnut Tree Farm, un compendio de los fragmentos más interesantes de los diarios de Deakin sobre su vida en el campo, coeditado por su pareja, Alison Hastie, y el crítico y novelista Terence Blacker.
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El foso La lluvia tibia caía por el canalón en uno de esos típicos chaparrones de mediados de verano mientras cruzaba a toda prisa el jardín trasero de mi casa de Suffolk para cobijarme en el foso. Empecé a nadar lentamente, recorriendo a braza los casi treinta metros de agua verde y clara, con los ojos al nivel de la superficie. Era magnífico ver la lluvia cayendo sobre el foso desde el punto de vista de una rana. La lluvia calma el agua, la refresca, hundiendo el polen, los abejorros muertos y demás partículas flotantes. Cada gota creaba una fuente efímera al caer, una fuente que se convertía en una burbuja y estallaba. Pero lo mejor era cuando la lluvia arreciaba, ahogando el canto de los pájaros, y se levantaba una especie de neblina desde el agua, como si el propio foso se elevara para unirse al cielo encapotado. Luego amainaba, y el reflejo del cielo quedaba repleto de bailarines minúsculos: espíritus del agua, como alfileres brillantes, de puntillas sobre la superficie. Llovían espíritus del agua. Fue en el punto álgido de aquel aguacero de verano de 1996 cuando empezó a tomar forma la idea de recorrer Gran Bretaña en un largo viaje a nado. Quería seguir el sinuoso itinerario que realizaba la lluvia por nuestra tierra hasta reunirse con el mar, para evadirme de la frustración de haber pasado toda mi vida haciendo largos, volviendo infinitamente sobre mis brazadas como un tigre en su jaula. Empecé a soñar con pozas secretas, con hacer un viaje de descubrimiento por lo que William Morris, en el título de una de sus novelas, llamaba «las aguas de las islas encantadas». Me había inspirado en El nadador, el clásico relato de John Cheever, donde el protagonista, Ned Merrill, decide recorrer los trece kilómetros que separan una fiesta en Long Island de su casa nadando por las piscinas de sus vecinos. Se me había quedado grabada una frase del relato que estimulaba mi imaginación: «Parecía ver, con ojos de cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que atravesaba el condado». Yo vivía solo, y triste, pues acababa de salir de una larga relación, y, como era escritor y director autónomo, tenía cierta libertad para emprender un viaje si me apetecía. Mi hijo, Rufus, también estaba de aventura por Australia, trabajando de camarero y surfeando en Byron Bay, y lo añoraba. Al menos, en el agua podría unirme espiritualmente a él. Al igual que el ciclo infinito de la lluvia, empezaría y acabaría el viaje en mi foso, partiendo en primavera y nadando durante todas las estaciones del año, y escribiría un diario con mis impresiones y peripecias. Mi primer recuerdo de natación seria es de cuando me despertaba a primerísima hora de la mañana en vacaciones, en casa de mis abuelos en Kenilworth, con una lluvia repentina de piedrecitas que lanzaba contra la ventana de mi habitación el tío Laddie; era una estrella de natación de la zona y tenía la llave de la piscina descubierta municipal. A mis primos y a mí nos habían contado desde pequeños relatos míticos de sus hazañas —en carreras, trampolines o travesías en mar abierto—, por lo que era un honor nadar con él. Mucho antes de que llegaran los socorristas, abríamos el candado de la puerta de madera y, al zambullirnos, hacíamos vibrar las líneas rectas y negras refractadas en el fondo de la piscina verde. Casi siempre estaba helada, pero lo que mejor recuerdo es la magia de estar allí los primeros. «La teníamos toda para nosotros», decíamos luego, satisfechos, mientras desayunábamos. Nuestra comunión con el agua, por ser gratis, resultaba aún más deliciosa si cabe. Fue mi primera experiencia de natación extraoficial. Varios años después, desesperado por el calor de una sofocante noche de verano, salté con un grupo de amigos la valla baja de la vieja piscina descubierta de Diss, en Norfolk. Otros bañistas sigilosos, que también se habían colado, saltando los torniquetes dormidos, pasaron nadando a nuestro lado y desaparecieron en la oscuridad como los personajes de Bajo el bosque lácteo. Esos baños indelebles son como sueños, y tienen ese mismo y profundo efecto en la mente y el alma. En el mar nocturno de Walberswick he visto cuerpos en llamas de plancton fosforescente, atravesando como dragones las olas de neón. Cuanto más lo pensaba, más me obsesionaba la idea del viaje acuático. El agua empezó a acaparar, de manera aún más exclusiva, mis sueños. Nadar y soñar se estaban convirtiendo en algo indistinguible. Me fui convenciendo de que seguir el agua, fluir con ella, sería una buena forma de trascender la superficie y comprender mejor las cosas, de aprender algo nuevo. Puede que hasta aprendiese algo sobre mí. En el agua, todas las posibilidades parecían extenderse infinitamente. Liberado de la tiranía de la gravedad y del peso de la atmósfera, me encontraba en ese estado de atención máxima que describió el poeta australiano Les Murray cuando dijo: «Solo me interesa todo». La empresa empezó a parecerme una suerte de cruzada medieval. Cuando Merlín convierte al futuro rey Arturo en un pez como parte de su formación en La espada en la piedra, T. H. White escribe: «Podía hacer lo que los hombres siempre habían anhelado: volar. Apenas hay diferencia entre volar en el agua y volar en el aire […]. Era como lo soñaba la gente». Cuando nadas, sientes tu cuerpo como lo que principalmente es, agua, y esta se empieza a mover con el agua que te rodea. No es de extrañar que las ballenas varadas nos den tanta lástima: también nosotros quedamos varados al nacer. Nadar equivale a experimentar lo que sentíamos antes de nuestro nacimiento. Al entrar en el agua, nos sumergimos en un mundo profundamente privado, como si estuviésemos en el útero. Esas aguas amnióticas son seguras y a la vez aterradoras, porque todo puede torcerse en el parto, y te encuentras a merced de fuerzas ignotas sobre las que no ejerces ningún control. Esto podría explicar la ansiedad que cualquier nadador ha sentido alguna vez en alta mar. Lanzarse de cabeza al vacío desde un trampolín es una imagen que aúna todas las contradicciones del nacimiento. El nadador experimenta el terror y la felicidad de nacer. Así pues, nadar es un rito de iniciación, el cruce de una frontera: la orilla del mar, el margen del río, el borde de la piscina, la propia superficie del agua. Cuando te zambulles se produce una especie de metamorfosis. Al atravesar el espejo acuático, dejas atrás la tierra y entras en un mundo nuevo, donde la supervivencia, y no la ambición o el deseo, es el objetivo principal. Los socorristas de la piscina o de la playa nos recuerdan la fina línea que existe entre chapotear alegremente y ahogarse. Al nadar, lo vemos y lo percibimos todo de un modo que no se parece en nada a ningún otro. Estás en la naturaleza, formas parte integral de ella, de una forma mucho más plena e intensa que en tierra firme, y la percepción del presente resulta abrumadora. En las aguas salvajes te encuentras en igualdad de condiciones respecto al mundo animal que te rodea: al mismo nivel, en todos los sentidos. Mientras nado, puedo toparme con una rana en el agua, y mostrará más curiosidad que miedo. Los caballitos del diablo y las libélulas que pululan por la superficie de mi foso pasan olímpicamente de mí: se limitan a elevarse un momento para no estorbar y vuelven a posarse en mi estela. El agua natural siempre ha tenido un poder sanador mágico; y, quién sabe cómo, transmite su capacidad autorregeneradora al nadador. Puedo zambullirme con la cara larga y un aparente cuadro de depresión terminal y salir silbando como un idiota. La liberación pura de la desnudez y la ingravidez en el agua nos hace sentir una libertad absoluta, y nos lleva a establecer un profundo vínculo con el sitio en el que nos estamos bañando. Casi todos vivimos en un mundo donde hay cada vez más cosas y lugares señalados, etiquetados e «interpretados» oficialmente. Eso convierte la realidad de las cosas en una realidad virtual, como quien dice; y por eso caminar, montar en bici y nadar siempre serán actividades subversivas: nos permiten volver a sentir la esencia antigua y salvaje de estas islas, porque nos sacan de las rutas establecidas y nos liberan de la versión oficial de las cosas. Un viaje a nado me daría acceso a esa parte de nuestro mundo que, como la oscuridad, la neblina, los bosques o las montañas más altas, aún conserva casi todo su misterio. Me daría un punto de vista diferente desde el que observar al resto de la humanidad, encerrada en la tierra. Mi foso, el sitio donde el viaje se me insinuó por primera vez, y donde luego empezó, está alimentado por un potente manantial, a casi tres metros y medio de profundidad, y purificado por un sistema de filtración completamente natural, muchísimo mejor que la tecnología más avanzada de las piscinas. Conserva la vida animal y vegetal que encontraríamos en cualquier estanque de agua dulce no contaminada, sin intervención humana y con muchas horas de sol. Al parecer, hubo una época, de finales de la Edad Media al siglo XVII, en que los fosos estaban tan de moda en Suffolk como las piscinas particulares lo están hoy. Hay más de treinta en un radio de seis kilómetros y medio desde la iglesia del cercano pueblo de Cotton. Muchos historiadores actuales, como Oliver Rackham, sostienen que los fosos constituían, entre otras cosas, un símbolo de estatus para los propietarios rurales que los creaban. El mío probablemente se excavara cuando se construyó la casa, en el siglo XVI, y se extiende por la parte delantera y trasera, pero no por los lados: no tenía más función defensiva...