E-Book, Spanisch, 355 Seiten
Goldsworthy Hibernia
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17683-40-5
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
En los confines del Imperio Romano
E-Book, Spanisch, 355 Seiten
ISBN: 978-84-17683-40-5
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Se doctoró en Historia en la universidad de Oxford en 1994, y se ha convertido en un aclamado historiador de la Antigua Roma. Es, además, uno de los mayores expertos en Historia militar del mundo antiguo. Ha sido catedrático en varias universidades y ha trabajado como asesor en prestigiosos documentales de History Channel. Su obra se centra en el ensayo histórico, y con Vindolanda (Pàmies, 2018) se adentró por primera vez en la novela histórica de la Roma imperial. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas, incluido el español. Hibernia es la segunda obra de ficción que publicamos del autor.
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I
Flavio Ferox palmeó con cariño el cuello de Helada, le retiró las bridas y dejó que animal de pelaje gris paseara a su antojo. Nieve, otra yegua que se parecía tanto a la primera que bien podrían haber sido gemelas, ya estaba pastando. Sabía que los animales no irían muy lejos. Ninguna de las dos parecía cansada, aunque hubieran cabalgado sin descanso a lo largo de la noche, hacia las cumbres, donde los restos de nieve sucia se convertían en una extensión blanca e ininterrumpida. Durante parte del camino las había llevado de las riendas, recorriendo un sendero empinado y escabroso, para luego descender hasta ese valle, junto al oscuro lago. Sintió alivio al comprobar que seguía teniendo buena memoria. El riachuelo estaba donde recordaba; caía desde una pendiente, ruidoso y medrado merced al deshielo, con lo que solo había un lugar seguro por el que cruzar a este lado del lago. Solo había estado allí una vez, hacía unos cinco años, pero el aspecto melancólico del lago se le había incrustado en la mente como si hubiera sabido que volvería algún día.
Era su última oportunidad. Si no habían girado al norte tendrían que tomar esa ruta y daría con ellos allí; puede que muriera, puede que no. Si lograban despistarle, esa noche alcanzarían sus tierras y estarían a salvo entre sus hermanos. Ferox no conocía ni esas tierras ni a sus caudillos lo bastante bien como para creer que fueran a ayudarle, y, dado que el puesto fronterizo romano más cercano estaba a más de doscientas millas de distancia, era poco probable que temieran al Imperio. Por el momento, el poder del emperador y de Roma se reducía a un centurión. Ferox dudaba que ni el emperador ni Roma llegaran a saber jamás lo que iba a ocurrir allí, y tanto al uno como a la otra les traería sin cuidado si diera media vuelta y se alejara dejando escapar a los saqueadores. Nadie se lo echaría en cara, y tampoco le había dado su palabra a la mísera familia que subsistía a duras penas en la pequeña granja. Todo lo que hizo fue prometer que haría lo posible por encontrar a su pequeña y traerla a casa, lo que ya era suficiente como para haberse obligado a perseguir a los saqueadores durante diecisiete días hasta llegar a aquel lugar. También bastaba para que permaneciera allí. Cuando mediara el día, o poco después, sabría si estaba en lo cierto, si los saqueadores habían tomado esa ruta.
Ferox sacó algo de leña seca de un zurrón, recogió tantos palos como pudo encontrar y encendió una pequeña hoguera en la orilla, junto al vado. El arroyo le proporcionaría agua. Usó una piedra plana y el pomo de su pugio para machacar unas galletas del ejército, echó las migas en una cazuela de bronce antes de añadir unas rodajas de cebolla y los últimos trozos que le quedaban de panceta salada. Colocó la cazuela junto al fuego y decidió asearse y afeitarse antes de ponerse a cocinar.
La niebla se disipaba, consumida por el sol del amanecer, así que el pastor y su chico le vieron justo antes de toparse con él. Era un hombre grande, de cabello negro y rostro adusto, solo vestía pantalones y botas, tenía desnudo el ancho torso y estaba en cuclillas junto al arroyo raspándose la barbilla y el labio superior con una cuchilla.
El pastor era viejo; tenía la barba y el pelo crecidos, blancos y sucios, lo que indicaba que en su trayectoria vital ni las cuchillas ni el agua habían desempeñado papel alguno. Sin embargo, fue el tamaño del hombre solitario, las cicatrices de su pecho y la espada envainada que descansaba a su alcance lo que le hizo recelar. Aquello, sumado a los caballos y a la cota de malla tendida sobre un montón de zurrones, dejaba claro que el extraño era un guerrero.
Ferox saludó con la mano y volvió a centrarse en su tarea sin prestarles mayor atención. Pasado un rato, el pastor silbó y se aproximó acompañado en compañía de un perro lanudo mientras que el joven se encargaba de la media docena de ovejas que traían consigo. El guerrero se cortó y lanzó un juramento, lo que provocó que el perro gruñera y siguiera gruñendo incluso cuando el hombre se encogió de hombros y le frotó el morro con un trapo.
—Buenos días, padre —dijo el guerrero al tiempo que se llevaba una mano a la ceja. Tal era la costumbre en aquellos lares, aunque su acento resultaba extraño.
—¿Romano? —dijo el pastor un instante después.
Sabía poco acerca de la raza de hierro del sur, ya que jamás se habían adentrado en grandes números en los valles altos.
—Sí —dijo el guerrero. Se acaba de poner en pie, aunque no hizo amago de asir su espada—. Me llamo Ferox, no voy a hacerte daño. Tengo algo de comida a la lumbre, por si al muchacho y a ti os apetece acompañarme.
El viejo pareció dudar, al menos hasta donde podía deducirse tras la salvaje mata de pelo y suciedad. Saltaba a la vista que no quería ofenderle y que, al mismo tiempo, su intención era la de alejarse del guerrero tan rápido como le fuera posible. El perro volvió a gruñir y el pastor le golpeó con el pie para que callara.
—Gracias, señor, pero tenemos prisa. —Le observó un instante—. ¿Nos permitirías el paso? —preguntó con voz nerviosa.
Ferox hizo un gesto con la mano.
—Estas son vuestras tierras, padre, no las mías.
El guerrero dio un paso para alejarse de la espada y así demostrar que no pretendía hacerles ningún daño. Aun así, el hombre, inquieto, se apresuró a cruzar el vado mientras el perro ladraba azuzando a las ovejas para que cruzaran las aguas fluidas. Dos de ellas estaban preñadas, y había entre ellas un cordero de unas semanas. El chico parecía más intrigado que temeroso, y observó al extraño con los ojos abiertos al máximo. Solo recelaba de los caballos grises.
—Kelpies —dijo cuando una de las yeguas se le acercó al trote.
El pastor le dio un cachete al chico y le obligó a seguir adelante. Había más que temer de un extraño guerrero y un romano que de los espíritus de los lagos que adoptaban formas equinas.
Ferox sonrió. Desde que la nieve dejó de caer, eran pocos los que habían dejado sus huellas cerca del vado, y la mayoría eran pastores como aquellos. No había indicios de que hubieran pasado caballos por allí. Aquel era un país pobre. Nadie vivía a menos de diez millas de distancia, e incluso a partir de ahí tan solo había un puñado de chozas y granjas dispersas. La población era escasa hasta que se bajaba de las alturas y uno se dirigía a la costa.
Ferox se inclinó y se roció la cara con el agua gélida. Tenía una pequeña bolsa junto a la espada. La cogió y metió la mano dentro. Sacó un abrojo, cuatro puntas de hierro soldadas y dispuestas de modo que, cayese como cayese, uno de los pinchos, de dos pulgadas de largo, quedaría apuntando al cielo. Se adentró en el arroyo y dejó caer ese abrojo y una docena más en dos líneas paralelas a lo largo del vado. Desaparecieron engullidos por el agua saltarina, y tuvo que confiar en que cumplieran su cometido y en que se hundieran en el barro. Dejó caer el último y, una vez más, se agachó, cogió algo de agua con las manos y se la echó a la cara. Sintió el frescor, recogió su espada, volvió a la lumbre y se caló la túnica, la camisa acolchada y la cota de malla. Aún tardarían, al menos, un par de horas en llegar hasta allí, así que tomó asiento cruzado de piernas, junto a las llamas, y empezó a cocinar.
El sol ascendió y los últimos retales de niebla se disiparon. Un águila volaba en círculos en lo alto. Era una silueta diminuta, aunque Ferox sabía que se trataba de un pájaro grande en busca de corderos recién nacidos. Era una buena época para los depredadores, y confió en que la buena fortuna del ave cayera también sobre él. Se preguntó si el ave de rapiña, con sus mirada precisa, divisaba ya a la presa de Ferox, si ya estaban al llegar. Quizá estuviera equivocado, aunque lo dudaba. Solo había dos rutas que podían tomar, y esa era la más difícil, aunque se trataba de la más rápida hacia la tierra de los creones. Lo que no dudaba ya era que este último fuera su destino. Vindex no lo tenía tan claro, así que él y dos exploradores brigantes se habían dirigido al norte, confiando en capturar a los malhechores por la ruta más sencilla. Mientras tanto, Ferox había tomado los pasos altos para adelantarse a ellos por si decidían ir por el otro camino. Eran cinco o seis hombres, y las huellas que dejaba uno de los caballos eran extrañas, por lo que no estaba seguro de que el jinete fuera un guerrero o un cautivo; si tenía razón, las probabilidades de éxito no estaban de su lado.
—Llévate contigo a uno de los muchachos —había dicho Vindex—. Así tendrás más oportunidades si te topas con ellos.
—No.
A Ferox no le había hecho falta mirarlos para estar seguro de su negativa. Uno de los exploradores era demasiado joven, demasiado impredecible; el otro era de confianza, pero no tenía experiencia en el combate.
—Quédate con ellos. Si estoy equivocado, los necesitarás a ambos.
El brigante se lo quedó mirando un instante: las sombras del atardecer hicieron que su rostro afilado pareciera aún más cadavérico de lo que era habitual.
—Otra vez intentando hacerte el héroe —dijo al fin—. Siempre mueren al final de su historia.
—Como todos.
Vindex suspiró.
—Sí, así es. Aunque tampoco hay por qué darse prisa, y menos aún en tu caso.
El espigado brigante no dijo más, y se limitó a encogerse de hombros. Pasado un momento se aferró a uno de los cuernos de su silla de montar y subió al caballo de un...