E-Book, Spanisch, Band 4, 460 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Gur Un asesinato musical
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16208-23-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Un caso barroco
E-Book, Spanisch, Band 4, 460 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16208-23-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Batya Gur (Tel Aviv, 1947-Jerusalén, 2005) se doctoró en Literatura Hebrea en la Universidad Hebrea de Jerusalén, ciudad en la que fue profesora durante más de veinte años y colaboró como crítica literaria y ensayista en el periódico Haaretz. En 1988 comenzó su popular serie policiaca de seis novelas protagonizada por el comisario Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador que se caracteriza por romper los pactos de silencio de las distintas comunidades cerradas (psicoanalistas o miembros de un kibbutz, por ejemplo) en las que investiga un crimen. Estas novelas se han convertido en auténticos bestsellers y clásicos del género en Europa, Japón y Estados Unidos, donde han figurado en la lista de las mejores novelas policiacas de The New York Times Book Review. Ediciones Siruela ha publicado de esta autora entre otras: Un asesinato literario, Un asesinato musical, Asesinato en el kibbutz, Asesinato en el corazón de Jerusalén, Asesinato en directo, No lo imaginaba así y Piedra por piedra.
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2 Rossini, Vivaldi
y la enfermera Nehama
Hermoso, solemne, sonaba el solo de chelo de la obertura de Guillermo Tell de Rossini, la primera pieza del programa de la noche, y la respuesta de los cinco chelos de la orquesta rezumaba melancolía. La primera nota era grave y tenebrosa. Y, a continuación, se derramaba como una cascada el lamento de los demás chelos. Michael ya conocía cada pausa, cada respiro, cada nota. Y cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas, cada movimiento del brazo enfundado en negro, le traían como en un eco las palabras pronunciadas por Nita aquella tarde, mientras contemplaba las colinas a través de las cristaleras del balcón. Con el chelo en una mano y el arco en la otra, había señalado el paisaje con un ademán.
–A veces... –comenzó, y su voz se quebró. Tragó saliva–. Me asaltan de pronto, sin previo aviso, anhelos, anhelos indefinidos... –se tocó el pecho con la punta del arco–. Y, luego –sus ojos relucían húmedos–, me pregunto por qué las cosas han salido así, en qué me habré equivocado. Y qué podría haber hecho de otra manera, si acaso; por qué la vida es así, y... Mi madre está muerta –sollozó.
Michael se sentó en un extremo del pequeño sofá, con la nena en brazos, mientras Ido golpeaba las barras del corralito con un bloque rojo de un juego de construcciones. Al escapársele éste de las manos, refunfuñó y, acto seguido, se agarró el pie y trató de meterse el pulgar en la boca. Nita le lanzó una mirada, reprimió un sollozo y dijo con voz ahogada:
–En realidad, lo que me gustaría sería volver a confiar –dijo y sonrió, o, más bien, estiró los labios. El hoyuelo no apareció en su cara–. Y luego me detesto. Sé que no me puedo permitir estar tan llena de anhelos y deseos, que debo canalizar todo mi ser hacia la música y que, como tú dices, soy afortunada. La mayoría de las personas no tienen mi talento. Pero no lo puedo evitar, soy adicta a esos banales deseos románticos que me consumen –la repulsión asomó a sus ojos. Los bajó–. Seguro que me desprecias –dijo abruptamente.
–Qué va –se apresuró a decir Michael, con voz queda para no despertar a la nena–. ¿Cómo iba a despreciarte? Me da mucha pena verte sufrir y batallar contra el dolor como si pudieras eludirlo.
No puedes. Hagas lo que hagas, te hace daño. Es lo que les sucede a quienes se sumergen de cabeza en el amor. En la idea del amor.
En la fantasía del amor, que nada tiene que ver con su objeto... hasta podría ser un espantapájaros, como dijiste tú ayer.
Nita lloraba en silencio. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano que sujetaba el arco, resolló y se secó la nariz. La punta, levantada hacia arriba, estaba roja, las pecas del caballete se habían difuminado.
–Nunca dejará de sorprenderme que haya personas, mujeres sobre todo, capaces de amar y añorar a alguien a quien no respetan –volvió a enjugarse los ojos–. Tenías razón –dijo ya serena– en lo que dijiste ayer. Echo de menos ser una niña pequeña, sentirme próxima a alguien, dependiente –de pronto se estremeció mirando a Michael–. ¿Por qué tienes la mirada tan triste?
Ahora, en el auditorio, Michael sonrió al recordar el tono asustado y culpable de la pregunta.
–¿Te pongo triste? ¿Vas a darme por imposible?
–No, no te voy a dar por imposible. ¿Cómo podría dar por imposible a quien interpreta así el Doble concierto? Estaba pensando en mi hijo.–¿Por qué pensabas ahora en él? ¿Lo echas en falta?
Michael respondió con un débil «sí». Pero no era la añoranza la que lo inquietaba en ese momento, sino un vívido recuerdo que súbitamente le reconcomía por dentro. El recuerdo de Maya relampagueó en su memoria y se apagó. ¡Qué poco había pensado en ella durante el último año! Luego recordó esta escena con toda claridad: Yuval a los catorce años, sentado al borde de su estrecha cama, el rostro sepultado en las manos, y él asomándose por la puerta entornada. Asustado, le había preguntado a su hijo:
«¿Qué te pasa?», y se había apresurado a sentarse a su lado; repitió la pregunta, lo rodeó con los brazos, escuchó horrorizado los sollozos de su hijo adolescente y la voz desentonada con que de pronto le habló. Atento a sus frases entrecortadas, dedujo que el meollo del asunto era que la novia de Yuval, Ronit, ya no quería seguir con él, e incluso se negaba a hablarle. No supo qué decirle. Se limitó a estrecharlo entre sus brazos en silencio. Nunca más lo había visto llorar.
Nita tenía razón. La música de Rossini era o bien alegre, o bien profundamente triste. La primera de las cuatro partes de la obertura pretendía evocar el idílico paisaje de los Alpes suizos, según le había explicado. Pero también contenía una ineluctable tensión entre el ambiente idílico y la amenaza trágica que se cernía sobre él. El redoble de los timbales interrumpía ahora la dulce melancolía de los chelos. Debería haber sonado como un eco apagado, mas, bajo la dirección de Theo van Gelden, el eco de los timbales se tornaba excesivamente sonoro y conspicuo. Theo agitaba la pequeña batuta de plata que, según Nita había explicado orgullosa a Michael, era una muestra de aprecio del mismísimo Leonard Bernstein, quien se la había regalado después de que Theo dirigiera la Filarmónica de Nueva York por primera vez, hacía más de veinte años. Aquel eco hacía resaltar aún más la contenida elegía del chelo. La respiración de Michael se aquietó y él comprendió entonces hasta qué punto había estado en tensión. Al sentir el habitual dolor de mandíbula provocado por apretar mucho los dientes, Michael hubo de reconocer que se había identificado muchísimo con el miedo escénico de Nita.
Nita argüía que el chelo debía sonar elegiaco y pastoral a un tiempo. Ensayaba una y otra vez. En esos momentos, Michael la admiraba por su concentración. Todo su cuerpo parecía transformarse en una gran oreja severa y crítica. Un par de líneas verticales se pintaban entre sus cejas y un gesto de dolor le torcía la boca. Meneaba la cabeza enfadada y exclamaba descontenta de sí misma:
–¡Qué cursilada!
A Michael le parecía una interpretación maravillosa. La música le traspasaba el corazón, le llegaba a las entrañas. A veces le avergonzaba conmoverse tanto. Sobre todo cuando veía el cuerpo de Nita doblado sobre el chelo, la serena fuerza con que movía diestramente el brazo, los fugaces gestos de placer o de obstinación que cruzaban su rostro, siempre con los ojos cerrados.
Michael había disfrutado acompañándola durante los ensayos los últimos días. En aquellos momentos, la veía poderosa y ensimismada, inaccesible y hermosa. Sentía un fuerte deseo de estar a su lado, de experimentar aquella dulzura infantil que tan palpable se hacía cuando Nita miraba a su hijo o a la nena. Las flaquezas que le había revelado aquella primera noche, la vulnerabilidad de la que a veces daba muestras mientras realizaba los quehaceres cotidianos, desaparecían cuando tocaba. Michael tenía la sensación de que una fortaleza enorme manaba de ella cuando tocaba, como un torrente de aguas subterráneas. Y de que aquella fortaleza arrasaba con todo; lo demás eran obstáculos que la ponían a prueba.
Entre ellos se había desarrollado una gran intimidad con pasmosa rapidez. Intimidad que permitía a Nita hablar sola en presencia de Michael mientras practicaba, y que a él le impedía saber si lo que ahora lo derretía, le traspasaba hasta la médula, era la interpretación de Nita o todo un mundo de expectativas y deseos que había descubierto en sí. En sus oídos resonó una frase de Nita: «La verdad es lo que uno siente». Pero ¿cómo saber qué sentía en realidad? ¿Cómo aislar el efecto de la música de los demás sentimientos? ¿Y si lo que él oía en la interpretación de su amiga eran más bien las intenciones que él conocía en lugar de la mera expresión de la música? ¿Existía como tal la mera expresión de la música? ¿En qué podía basarse cuando no había un oyente?
Y, en general, ¿qué sentido tenía hablar de la música y los sentimientos si se tenía en cuenta el proceso físico mediante el que una nota llegaba al cerebro? No había que olvidar que la recepción del sonido es resultado de una transmisión física y que sólo después el cerebro interpreta como música las ondas sonoras. Michael miró de reojo al hombre barbado de su derecha. En calidad de invitado de Nita, Michael estaba sentado entre la elite. Era la primera vez que se hallaba tan próximo al escenario. Alcanzaba a distinguir el taco rectangular de madera en cuyo pequeño orificio encajaba el contrabajista la pica de metal de su instrumento para afianzarlo, así como la raya reluciente de sus pantalones negros. E incluso los tacones arañados de la violista, que cruzó las piernas bajo la silla a la vez que apoyaba el instrumento en el hombro, inclinaba hacia él la oreja izquierda y se echaba hacia delante. El hombre sentado a la derecha de Michael tomó unas notas rápidas en el margen del programa. ¿En qué estaría pensando, por ejemplo, aquel hombre importante, a todas luces crítico musical, que tenía las piernas estiradas y la boca fruncida en un gesto que decía: «Veamos si todavía son capaces de sorprenderme»? ¿Oía él la melancolía que arrancaba el arco a las cuerdas del chelo? ¿Conservaba la capacidad de conmoverse?
El asiento de la izquierda de Michael estaba vacío. Debería haber estado ocupado por el padre de Nita. Antes del concierto, Nita le había presentado a...




