E-Book, Spanisch, Band 115, 232 Seiten
Reihe: Narrativa
Gutiérrez Juan Moreira
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-180-9
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 115, 232 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9953-180-9
Verlag: Linkgua
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Eduardo Gutiérrez (1851-1889). Argentina. Su novela Juan Moreira tuvo gran popularidad y fue llevada al teatro, el cine y el cómic. Entre sus otras obras, figuran El Chacho, Hormiga Negra, Santos Vega, Juan Cuello y Croquis y Siluetas Militares.
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Juan Moreira
Como fiera perseguida
piso una senda de abrojos,
sin sueño para mis ojos,
ni venda para mi herida;
sin descanso ni guarida,
ni esperanza, ni piedad,
y en fúnebre soledad
a mi dolor amarrado,
voy a la muerte arrastrado
por mi propia tempestad.
R. Gutiérrez,
Lázaro
Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.
Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido.
No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal.
No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano.
Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.
Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.
Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna.
Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto.
No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.
Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.
Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.
Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.
En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero.
En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.
En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo, con que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.
Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría.
Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos.
Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.
Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de trovador romancesco.
Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.
Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.
Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.
El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro espíritu.
¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos!
Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.
Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas, llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:
De terciopelo negro
tengo cortinas,
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.
Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.
Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se conmovían.
Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria.
Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de nuestra campaña.
Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.
No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo.
Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.
Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.
Era alto y regularmente grueso, vestía con lujo pintoresco el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.
Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.
Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel semblante.
Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo saliente.
De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.
El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable.
Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas.
En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.
Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.
¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta...




