E-Book, Spanisch, Band 434, 216 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Hurley / Perry / Haddon Ocho fantasmas ingleses
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17996-33-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 434, 216 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17996-33-8
Verlag: Siruela
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Sarah Perry (Essex, 1979) es doctora en Escritura Creativa por la Royal Holloway de la Universidad de Londres, y ha sido escritora residente de la Gladstone's Library y de la Ciudad de la Literatura en Praga. Su primera novela, After me comes the flood (2014), recibió numerosos premios, pero ha sido La serpiente de Essex, ganadora del British Book Award 2016 y que se traducirá a más de quince idiomas, la que la ha situado como una de las jóvenes autoras británicas más destacadas de la actualidad.
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Entre estas cuatro paredes
De cómo los castillos, abadías
y casas de Inglaterra inspiraron
las historias de fantasmas
Las ruinas de Minster Lovell Hall —una elegante casa señorial del siglo XV en Oxfordshire— se hallan en una localización prometedora para los entusiastas de los fantasmas, entre el cementerio de la iglesia de St. Kenelm y un tramo solitario del río Windrush. El panel informativo del English Heritage anuncia que el lugar está abierto a «cualquier hora razonable del día», algo que probablemente no incluya el anochecer en un día de lluvia intensa. Y sin embargo esas fueron las condiciones en las que me planté solo delante de la casa, pensando en el rumor sobre el descubrimiento de un esqueleto en el sótano en 1718; supuestamente, se trataba del cuerpo de Francis Lovell, que se había escondido ahí después de la batalla de Stoke en 1487, al final de la guerra de las Rosas, y había muerto de hambre.2 A mi alrededor todo eran sonidos, algunos explicables (el arrullo de las palomas posadas en las ruinas de la torre, el rumor del Windrush), otros no tanto. De repente, noté una forma grande y gris sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un pájaro —una garza real, creo— deslizándose para aterrizar en el estanque contiguo.
Si hubiese echado a correr sin levantar la vista, habría tenido una historia de fantasmas que contar. Mientras caminaba de vuelta a la casa en la que me alojaba, fui pensando en inventarme una de todos modos, solo para comprobar el efecto de decirle a mi anfitriona: «Acabo de ver un fantasma en Minster Lovell Hall...». La mentira me habría parecido justificada por su valor lúdico, y es posible que me olvidase de que estaba mintiendo nada más empezar a relatar la historia. Si la hubiese contado lo bastante bien, mi anfitriona la habría ido repitiendo por ahí. Quizá ella a su vez la hubiese adornado, consciente o inconscientemente, y todas esas ocasiones en las que se hubiese vuelto a contar habrían sido un homenaje a la fascinación que despiertan las ruinas de Minster Lovell.
La difusión de mi cuento habría sido bastante folclórica, por el hecho de haberse comunicado de boca en boca, sin una excesiva meticulosidad respecto a los hechos. Desde finales del siglo XVIII, hemos mantenido nuestras obras de ficción y de no ficción en estantes separados. Sin embargo, una historia de fantasmas siempre debería parecer que es de no ficción o «verídica», por usar el término preferido entre los investigadores victorianos tardíos de la Society for Physical Research.
Es frecuente que se insista desde su principio en la veracidad de un cuento. He aquí el título de la que se ha calificado, por su tono forense, como la primera historia de fantasmas moderna: A true Relation of the Apparition of one Mrs Veal the next day after her death to one Mrs Bargrave, at Canterbury, the eight of September, 1705 («Una narración veraz de la aparición de una tal señora Veal al día siguiente de su muerte a una tal señora Bargrave, en Canterbury, el 8 de septiembre de 1705»). La historia, de Daniel Defoe, comienza así:
Lo que viene a continuación es algo tan extraño en todas sus circunstancias, y lo sé de tan buena tinta, que ni mi lectura ni mis conversaciones me han aportado nada igual. Habrá de agradar al inquisidor más ingenioso y serio. La señora Bargrave es la persona a la que se apareció la señora Veal tras su muerte. Es mi amiga íntima, y puedo dar fe de su reputación durante los quince o dieciséis años pasados...
Esta presentación de credenciales se convertiría en un mecanismo familiar que utiliza ya Oscar Wilde en su parodia El fantasma de Canterville (1887). En palabras de lord Canterville: «Me siento en la obligación de contarle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros vivos de mi familia, así como el rector de la parroquia, el reverendo Augustus Dampier, que es miembro del King’s College de Cambridge».
Ya sean nominalmente reales o ficticios, los fantasmas tienden a ajustarse a unos patrones estándar. En el siglo XIX, Charles Dickens escribió que estos se reducen «a unos pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y “caminan” por rutas ya marcadas». Tales palabras salen de la boca del viejo —e irritantemente sagaz— narrador de Un árbol de Navidad (1850), una historia menor de fantasmas escrita por Dickens. Ese desencanto con el mundo de los fantasmas es ajeno al propio Dickens, quien afirmó: «Siempre me he interesado muchísimo por el tema y nunca he perdido a sabiendas la oportunidad de indagar en él». Sin embargo, la mayoría de los fantasmas sí es convencional en cuanto a apariencia y comportamiento, bien porque así son ellos o bien porque así es buena parte de la gente que habla sobre ellos.
Los fantasmas femeninos de castillos o casas grandes, por ejemplo, suelen ser «damas» y tienden a ser blancas. Se han visto damas blancas (entre otros) en el castillo de Beeston, en Cheshire; el castillo de Rochester, en Kent; y el castillo de Goodrich, en Herefordshire. Hay melancólicas damas aristocráticas disponibles también en color verde (castillo de Helmsley, Yorkshire) y azul (castillo de Berry Pomeroy, en Devon, conocido popularmente como el lugar más encantado del English Heritage, y que cuenta además con una dama blanca).
La falta de cabeza es otra queja común entre los fantasmas. El icono de la decapitación, sir Walter Raleigh, se aparece en el castillo de Sherborne Old, en Dorset, mientras que un tamborilero descabezado tamborilea en el castillo de Dover. En la vecindad del castillo de Okehampton, en Devon, lady Mary Howard (n. 1596) se pasea en un carruaje hecho con los huesos de sus cuatro maridos muertos, elegantemente decorado con un cráneo en cada esquina y conducido por un cochero sin cabeza. Al amanecer del antiguo día de Navidad (el 6 de enero), un carruaje tirado por caballos sin cabeza cruza las ruinas de la abadía de Whitby y pasa por el borde del acantilado, lo que me lleva a apreciar el empeño de mi ordenador en sugerirme «descerebrado» en vez de «descabezado».
No podemos cerrar el tema de los espíritus tipo sin mencionar a los monjes fantasma. Hay uno (o más) en la abadía de Waverley, en Surrey; en la abadía de Bayham y en las torres Reculver, en Kent; en los prioratos de Thetford y Binham, en Norfolk; en Hardwick Old Hall, en Derbyshire; en la abadía de Rufford, en Nottinghamshire; en la abadía de Thornton, en Lincolnshire; en la abadía de Roche y en el castillo de Conisbrough, ambos en South Yorkshire; y en la abadía de Whalley, en Lancashire.
Llegados a este punto, se hace necesaria una digresión histórica con el objetivo de señalar que los monjes —como principales cronistas de la vida medieval— fueron también unos de los primeros escritores de historias de fantasmas. En torno a 1400, por ejemplo, un monje de la gran abadía cisterciense de Byland, en North Yorkshire, transcribió doce historias de fantasmas en las páginas que quedaban en blanco al final de una popular enciclopedia, el Elucidarium (llamado así porque arrojaba luz sobre temas de teología y creencias populares). El recopilador anónimo de historias de fantasmas tenía la ya mencionada preocupación por la veracidad. Era cuidadoso en cuanto a la localización de las escenas —mencionaba muchos lugares de la zona— y da el nombre de los protagonistas en más de la mitad de los relatos. El segundo cuento, por ejemplo, trata sobre «una batalla milagrosa entre un espíritu y un hombre que vivía en la época de Ricardo II»: un sastre de nombre Snowball que se encontró con el fantasma cuando iba de camino a su casa, en Ampleforth, muy cerca de Byland.
Uno de los fantasmas adoptaba la forma de una voz sin cuerpo, que gritaba «cómo, cómo, cómo» a medianoche cerca de un cruce de caminos. Seguidamente, se convertía en un caballo pálido y cuando el perceptor (William de Bradeforth) ordenaba marchar al «espíritu, en nombre del Señor y por el poder de la sangre de Jesucristo», el fantasma se retiraba «como un trozo de lienzo que despliega sus cuatro esquinas y vuela inflado». En otras historias, el espíritu es más corpóreo, un retornado como los que se asocian al folclore escandinavo: un cadáver animado y torpe. En la tercera historia, el retornado —el espíritu de un hombre llamado Robert, de la vecina Kilburn, que ha estado asustando a los lugareños y haciendo que los perros ladraran— acaba capturado en un cementerio y amarrado en los peldaños de la iglesia, tras lo cual empieza a hablar «no con su lengua, sino desde las entrañas, como si la voz saliera de un barril vacío». La historia termina —al igual que la mayoría de historias de fantasmas de Byland y muchas otras relatadas por monjes a lo largo de la Edad Media— con la víctima/protagonista confesando sus pecados y recibiendo la absolución. Los monjes tendían a concluir sus relatos de esta manera, subrayando con ello la eficacia de la oración a la hora de liberar las almas del purgatorio.
Incluso después de la disolución o supresión de los monasterios, los católicos siguieron creyendo en ese tipo de fantasmas previos a la Reforma: un alma que regresa y pide oraciones. Dado que el protestantismo había despachado la idea del purgatorio, todo aquel que conservase esas creencias empezó a parecer primitivo y supersticioso. De ahí que los monjes siniestros poblasen la ficción gótica, el género inmediatamente anterior a las historias de fantasmas modernas.
La ficción gótica (una reacción romántica contra el...




