Lozano Garbala | Herejía | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 304 Seiten

Reihe: Gran Angular

Lozano Garbala Herejía


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-675-6531-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 304 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-6531-7
Verlag: Ediciones SM España
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En la España de la Inquisición, un joven pretende salvar la vida de su padre infiltrándose en el Santo Oficio con una identidad falsa. Sin embargo, las exigencias de la institución pondrán en peligro su objetivo, su integridad e incluso su propia vida.

David Lozano nació en Zaragoza en 1974. Es licenciado en Derecho y tiene estudios de Filología Hispánica. Durante un tiempo ejerció como abogado, aunque dejó el mundo de las Leyes a un lado para ser profesor de bachiller en su ciudad natal y escritor. También posee un Master de Comunicación por la Universidad Miguel Hernández. Ha participado como actor en diversos cortometrajes y colabora con la cadena de televisión ZTV: durante dos años dirigió y presentó el programa Depredadores, y después se hizo cargo del programa divulgativo En pocas palabras. 'Soy nervioso, impaciente para todo. Suelo implicarme en muchos proyectos, ya que estoy convencido de que hay que vivir con intensidad aunque, eso sí, paladeando cada momento. Desde muy pequeño me ha apasionado contar historias. Me encanta conocer gente, cuanto más distinta mejor, y ambientes diferentes al mío', ha declarado el escritor.    Entre sus gustos, están el cine de terror, el humor negro, el género fantástico, la naturaleza, el teatro...
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I


El chasquido leve de unas pisadas que se aproximaban por las escaleras advirtió a Pedro de Ortuña de que alguien llegaba. En efecto, no tardó en percibir a su espalda el quejido de la puerta que se entornaba y una presencia que se detenía, guardando un respetuoso silencio.

Ortuña, señor de la baronía de Alfajarín, observaba ensimismado la calle desde la ventana de aquella estancia de su palacio. No interrumpió su ocupación a pesar de saberse acompañado. Su figura –alta y robusta a los cuarenta años–, que parecía haber envejecido durante los últimos días, se recortaba contra la claridad de la mañana en la ciudad de Zaragoza.

Siguió mirando a través del arco. No estaba dispuesto a delatar su impaciencia.

Por fin, el criado, venciendo la timidez, llamó su atención:

–Señor.

Pedro de Ortuña se volvió y el joven que aguardaba junto a la puerta alcanzó a distinguir en sus ojos una serena desesperanza, que el noble se apresuró a disimular.

–¿Qué sucede, Martín?

Su voz sonó firme. Erguido, ataviado con elegantes prendas, apoyaba una de las manos en una mesa de madera de roble mientras esperaba una respuesta. En su dedo anular relucía un grueso anillo de oro con el sello de su linaje: una espada central, a cada uno de cuyos lados se distinguía el relieve de una rama de laurel.

El muchacho había bajado la mirada.

–Señor, guardias enviados por la Inquisición se dirigen a esta casa. Se rumorea que fray Agustín de Saviñán ha cursado orden de arresto contra vos. Se os acusa de herejía.

El criado, de unos doce años, hacía visibles esfuerzos por contener las lágrimas. Demasiado joven para mantener la compostura, balanceaba su cuerpo flaco con nerviosismo y respiraba como a trompicones. Sus ojos, bajo desordenados mechones de pelo negro, no parpadeaban.

–Así que ya vienen… –pensó Ortuña en voz alta, al tiempo que se giraba de nuevo para enfrentarse a su reflejo en un espejo encajado junto al ventanal–. Saviñán se ha dado prisa. No esperaba menos de un hombre de Dios.

El criado no captó la ironía en sus palabras.

–Señor –se atrevió a sugerir el chico–, deberíais iros… ahora. O será demasiado tarde. ¿Preparo la montura?

Ortuña esbozó una sonrisa paternal. Qué ingenuidad la de aquel muchacho. Su visión juvenil no alcanzaba a vislumbrar que, en realidad, el cerco se había cerrado. Su tiempo terminaba.

–Huir, jamás –sentenció, envidiando la vida que bullía en la calle, su entorno agitado de campesinos, mercaderes y artesanos–. Podrán privarme de mi patrimonio, de mi libertad, incluso de mi vida. Pero no del honor. Es lo único que la Inquisición no conseguirá arrebatarme.

En su fuero interno, el noble supo que nunca una decisión había sido tan fácil. No huiría… porque de la Inquisición nadie lograba escapar. ¿Adónde hubiera podido ir? Los secuaces del Santo Oficio y sus espías estaban por todas partes. La gente, asustada ante la posibilidad de ser vista como cómplice, denunciaba a los sospechosos al menor recelo, incluso sin fundamento. Y las denuncias siempre prosperaban.

Años atrás, un apellido noble otorgaba cierta protección ante las exigencias eclesiásticas. Pero a medida que la Inquisición iba ganando en influencia, se volvía más osada: ya ni siquiera un título frenaba su insaciable ambición de poder. Tan solo algún vínculo directo con el rey Fernando de Aragón –como el caso de los Santángel, prestamistas del monarca– servía de protección eficaz.

Y él no podía jugar esa baza.

No. El señor de Alfajarín no hubiese llegado muy lejos antes de ser capturado como un perro. Una fuga, además, habría sido utilizada para confirmar la falsa acusación que pesaba contra él, facilitando los oscuros planes de fray Agustín de Saviñán. No. No huiría.

–Pero, señor… Si sale por los establos…

Ortuña cortó al mozo alzando una mano. ¿Salir de su propia casa por la puerta de atrás?

–Martín, tráeme la capa y la espada –dispuso– y ayúdame a cambiarme. Si me buscan, aquí me encontrarán, ataviado como impone mi rango. No es mi conciencia la que debe avergonzarse, sino la suya. Yo me enfrento a la tibia justicia de los hombres, otros tendrán que someterse al rigor de Dios.

El chico obedeció, ahora más tranquilo tras constatar la seguridad en el amo. El noble aún continuó hablando para sí mismo.

… Nada pueden quitarme que me importe. Mi esposa abandonó ya este mundo, y mi hijo Luis se encuentra, por fortuna, muy lejos de aquí, a salvo de los atropellos que el rey está consintiendo en esta tierra para ganarse el favor de Roma.

Había llegado, así, el momento con el que llevaba soñando varias semanas. La pesadilla que había contaminado su reposo se materializaba en ese instante: acudían a arrancarlo de su casa para conducirlo hacia tenebrosas celdas. Le temblaban los labios. En silencio, extrajo de un mueble cercano un cofre y varios documentos notariales –la herencia para su hijo Luis, junto a algunas cartas de préstamo–, que depositó sobre el escritorio. Con parsimonia, se sentó frente a él, preparó un papel y, hundiendo su pluma de ave en el tintero, comenzó a escribir una carta con su exquisita letra de hidalgo. Quedaba poco tiempo y debía dejar todos sus asuntos en orden por si su regreso, tal como era previsible, no se producía.

Quizá esa era la causa por la que, en vez de preparar su fuga, se había entretenido contemplando el resplandor matutino durante aquella jornada. La intuición le había llevado a atesorar el recuerdo de la luz del sol, a acumularla como un valioso equipaje para el camino que se disponía a emprender hacia la prisión del palacio de la Aljafería. Se trataba de una fortaleza de arquitectura árabe situada en las proximidades de Zaragoza, donde tenía su sede y cárcel la Inquisición. Ortuña reunió todo su valor: por muy terribles que fuesen los designios que fray Agustín de Saviñán había reservado para él, no doblegarían su ánimo. Mantendría el rostro alzado, desafiante, con el orgullo que solo nace de la inocencia.

* * *

Ginés de Alcoy había sido convocado a presencia del inquisidor, que aguardaba en sus dependencias del palacio de la Aljafería. El muchacho, inquieto ante el motivo de aquella llamada, no tardó en encontrarse frente a él, que lo estudiaba sin disimulo acomodado en su sillón de terciopelo rojo.

–Me ha gustado vuestro modo de actuar durante el interrogatorio a Juan de Peralta, Ginés –comunicó Saviñán, complacido–. Estáis todavía algo verde, pero he visto en vuestros ojos la fe que busco. Haréis grandes cosas por la Iglesia, sin duda.

Ginés, de pie frente a él, reprimió un suspiro de alivio. Había superado la primera prueba.

–Agradezco vuestro generoso juicio sobre mí, ilustrísima –se limitó a responder.

Saviñán se había dejado engañar, malinterpretando la rabia con que Ginés flagelaba al detenido. El muchacho, sin embargo, no estaba dispuesto a sacarle de su error. Le convenía aquella imagen de fanatismo. Por ese motivo se esforzaba en disimular el resentimiento que acumulaba contra el dominico. Ya llegaría la hora de ajustar cuentas…

–Pero no es eso lo que ha llamado mi atención –añadió de pronto el inquisidor, dando un giro a la conversación.

Ginés contuvo el aliento. ¿De qué podía tratarse? Las sorpresas solían implicar riesgo.

–¿Esto es obra vuestra?

Saviñán le tendía un documento manuscrito, que él reconoció al instante: el informe que había tenido que elaborar para cerrar el proceso contra el mercader fallecido. Ginés, ganando tiempo, procuró sin éxito leer en el semblante de su superior algún signo que le pudiese revelar los pensamientos de Saviñán.

¿Habría cometido algún error al preparar aquel texto?

–Sí, ilustrísima –contestó por fin–. Yo lo he redactado.

De nada servía retrasar su respuesta.

–Qué oculta teníais vuestra habilidad como escribiente, Ginés. El Señor os ha concedido talento para las letras.

Por segunda vez, el muchacho se dejó dominar por el alivio. Falsa alarma.

–Gra… gracias, ilustrísima. No merezco tales palabras.

–Desde luego que sí. Sin duda habéis recibido una excelente educación.

Ginés asintió, procurando aparentar modestia.

–No os equivocáis, ilustrísima. Y estoy dispuesto a emplearla a vuestro servicio.

Saviñán se acarició el mentón.

–Así puede que sea –determinó–. Necesito un secretario, y tengo la impresión de que sois la persona oportuna, a pesar de vuestra juventud.

Ginés supo que un cargo así podía facilitarle mucho las cosas.

–Sería un honor, ilustrísima.

–Más os valdrá no decepcionarme si así lo dispongo –advirtió el dominico–. No me gusta...



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