E-Book, Spanisch, Band 370, 224 Seiten
Reihe: Gran Angular
Mallorquí La hora zulú
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1182-070-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 370, 224 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1182-070-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Cesar Mallorquí de Corral nació el 10 de junio de 1953 en Barcelona. Su familia se trasladó un año después a Madrid, donde ha residido desde entonces. Su padre, José Mallorquí, también era escritor, conocido por ser el creador de El Coyote. Por tanto, su casa siempre estuvo llena de libros e inevitablemente la Literatura formó parte de su vida desde siempre, por lo que un buen día decidió dedicarse a ella como profesional. Publicó su primer relato cuando contaba quince años y a los diecisiete era colaborador de la desaparecida revista La Codorniz. En 1972 también colaboró como guionista para la Cadena SER.Estudió Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y trabajó como reportero alrededor de diez años. Al regreso del servicio militar en 1981, entró en el mundo de la publicidad como creativo, trabajo que desempeñó durante más de una década. Pasó a dirigir en 1991 el Curso de Creatividad Publicitaria del IADE de la Universidad Alfonso X el Sabio, al tiempo que colaboraba como guionista de televisión con diversas productoras.Por entonces, César Mallorquí volvió a escribir ficción nuevamente, actividad que había abandonado cuando empezó a dedicarse a la publicidad, inclinándose por la ciencia-ficción y en la fantasía. Entre sus influencias se encuentran Jorge Luis Borges, Alfred Bester, Clifford Simak y Fredric Brown, y también incluye entre sus predilectos a Ray Bradbury y Cordwainer Smith.A lo largo de su carrera ha conseguido numerosos premios que reconocen su labor creativa, entre los que se encuentran el Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil en tres ocasiones (1997, 1999 y 2002); Premio Ignotus 1999, Premio Gran Angular de Literatura Juvenil 2000 por La catedral, Premio Nacional de Narrativa Cultura Viva 2007 y Premio Hache 2010 por La caligrafía secreta de Ediciones SM.En 2015 obtuvo el Premio Cervantes Chico por toda su trayectoria literaria.
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2
En algún lugar de San Francisco
Fabrizi recobró el conocimiento con la boca seca y una inmensa jaqueca. Intentó moverse, pero no pudo; estaba sentado en una silla de madera, con los brazos y las piernas sujetos con cuerdas y la cabeza fijada a un poste mediante una correa de cuero. Abrió los ojos. Se encontraba en una nave industrial vacía; de reojo advirtió que había dos encapuchados vigilándole a su izquierda.
–¡Soltadme, cabrones! –bramó.
Los encapuchados, siempre silenciosos, intercambiaron una mirada y, mientras el mafioso prorrumpía en un torrente de insultos y amenazas, uno de ellos se dirigió al interior de una oficina situada al fondo de la nave.
El hombre de Volkov se quitó el pasamontañas y anunció:
–Ha despertado.
Eso estaba claro: desde la nave nos llegaban los gritos de Fabrizi. Asentí con un cabeceo.
–Ahora voy –dije.
El sicario volvió a ponerse el pasamontañas y abandonó la oficina. Yo permanecí sentado en la silla; apoyé los codos en las piernas y dejé caer la cabeza. Respiré hondo; sentía un vacío en el estómago y me temblaban un poco las manos.
–No tienes por qué hacerlo tú –dijo Ekaterina.
Estaba a mi lado, junto al escritorio. Al fondo, de pie, otros dos sicarios de la organización de Volkov me miraban con curiosidad. Sentado en un sillón, Dimitry Kovalev consultaba los mensajes de su teléfono móvil.
–Pueden hacerlo ellos –insistió Ekaterina señalando a los sicarios con un cabeceo.
–¿Cómo? –pregunté–. ¿Torturándolo y luego pegándole un tiro?
Ekaterina me miró fijamente.
–Es un asesino a sueldo –dijo en voz baja–, una alimaña. Tú no tienes experiencia en tratar con ese tipo de gente.
Negué con la cabeza.
–No voy a cargar con otra muerte en mi conciencia –dije–. Al menos si puedo evitarlo.
–Entonces déjame que lo haga yo.
La miré con curiosidad.
–¿Tienes experiencia en hacer hablar a la gente? –pregunté.
–No, pero...
–Primero lo intentaré yo, Eka –la interrumpí–. Si no lo consigo... –Me encogí de hombros–. Si fracaso, que lo hagan ellos a su manera.
Me incorporé y respiré hondo un par de veces para intentar tranquilizarme; luego, cogí el rifle –un Sauer, como el que usaba en la Colonia–, una cesta de fruta y salí de la oficina camino de mi cita con un mafioso.
@
Había llegado a California dos días antes. Me sacaron del aeropuerto de San Francisco oculto en un embalaje y me condujeron a un piso del centro de la ciudad, donde me esperaban la madre de Judit y Ekaterina. Y alguien más: Dimitry Kovalev, el jefe de la organización de Volkov en California. Según me contó, habían averiguado la identidad de los secuestradores de Judit. Se trataba de tres sicarios de la familia Centomille.
–¿La mafia italiana está metida en esto? –pregunté.
Kovalev negó con la cabeza.
–Son matones de la familia, chusma –dijo–. A veces hacen trabajos por su cuenta; los contrataron para secuestrar a la chica, aunque no sabemos quién.
–¿Y saben quiénes son esos matones?
–Solo conocemos el nombre de uno: Frank Fabrizi. Mañana por la noche nos ocuparemos de él.
Y se ocuparon. Ahí estaba Fabrizi, atado en medio de una nave industrial desierta, con la cabeza fijada a un poste y vigilado por dos encapuchados, gritando amenazas e improperios. Cuando me vio acercarme, enmudeció durante unos segundos y dijo:
–¿Y tú quién coño eres, niñato?
Sin hacerle caso, dejé la cesta de frutas sobre un banco de trabajo, me aproximé a él con el fusil colgando del hombro y, mirándole fijamente a los ojos, dije:
–Hace nueve días, tú y dos amigos tuyos secuestrasteis a una chica española en el 1453 de Hillsdale Avenue, en Mountain View. La chica se llama Judit Vergara, pero viajaba bajo el nombre de Carmen Garcillán. ¿Quién os contrató y qué hicisteis con ella?
El mafioso se me quedó mirando de hito en hito, como si no pudiera creerse que yo me atreviera a hablarle así.
–¿Qué eres, un puto mejicano? –preguntó–. ¡Os vamos a joder vivos, cabrones! ¡La familia os destripará, os aplastará como las cucarachas de mierda que sois...!
Aguardé a que cesaran las amenazas y dije:
–Te ofrezco veinticinco mil dólares por la información.
–¡Que te jodan, cabrón!
–Cincuenta mil dólares –insistí.
–¡Que te vuelvan a joder!
–Cien mil.
–¡Que te jodan a ti y a tu puta madre!
Suspiré; aquel tipo no me lo iba a poner fácil. Le había dado muchas vueltas a cómo afrontar esa situación. No soy un tío duro, no sé dar miedo ni mostrarme amenazador; entonces, ¿cómo podía intimidar a un asesino a sueldo? Mi única experiencia al respecto era el cine, así que recurrí a las películas de Tarantino, cuyos personajes no paran de hablar.
Me aparté de Fabrizi. Saqué del bolsillo una caja de munición y la puse encima del banco de trabajo. Sin mirarle pregunté:
–Dime algo, Frank: ¿has oído hablar de Guillermo Tell?
–¡Que te jodan, maricón!
La conversación de ese mafioso no era muy variada que digamos. Cogí el rifle, saqué el cargador y abrí la caja de munición.
–Deduzco que no lo conoces –dije–. Verás, Frank, lo que te voy a contar ocurrió en Suiza a comienzos del siglo XIV. Concretamente en el cantón de Uri, en el pueblo de Altdorf, donde vivía un ballestero llamado Guillermo Tell. –Comencé a introducir lentamente las balas en el cargador–. Por aquel entonces –proseguí–, los reyes Habsburgo se habían apoderado de Suiza. Gessler, el alguacil de los reyes, había ordenado erigir un poste en la plaza mayor de Altdorf, y sobre el poste colocó un sombrero que representaba a los Habsburgo. Luego ordenó que todos los que pasaran frente al sombrero deberían inclinarse ante él en señal de sumisión. ¿Me sigues, Frank?
Curiosamente, el mafioso había dejado de lanzar amenazas y parecía absorto en mi historia; con los ojos fijos, eso sí, en cómo iba cargando poco a poco el arma.
–Pues bien –continué–, un día, Guillermo Tell fue al pueblo con su hijo pequeño y, al pasar ante el sombrero, no se inclinó. Los guardias le exigieron que lo hiciera, pero él se negó. Un tipo valiente el tal Guillermo, ¿eh, Frank? Los guardias lo detuvieron y lo llevaron ante el alguacil Gessler. Este, que era un auténtico hijo de puta, le dijo: «Tengo entendido que eres muy certero con la ballesta; vamos a comprobarlo». Cogieron a su hijo y le pusieron una manzana en la cabeza. Luego situaron a Guillermo a cien pasos de distancia del niño y le dieron una ballesta. Y Gessler le dijo: «Te ordeno que dispares a la manzana; si te niegas a hacerlo o fallas, os mataremos a los dos». Menudo cabronazo, ¿verdad? El caso es que Guillermo disparó y, ¡zas!, atravesó limpiamente la manzana.
Introduje la última bala, encajé el cargador en el rifle y eché a andar hacia el fondo de la nave.
–La historia continúa –proseguí mientras caminaba–, pero no importa. Guillermo Tell se hizo famoso por su puntería. Y me parece injusto, porque el verdadero mérito lo tuvo su hijo. No debe de ser nada agradable que disparen sobre algo que tienes encima de la cabeza, ¿no te parece, Frank? –Al llegar al final, me giré hacia él–. Cien pasos son unos sesenta metros, pero vamos a probar desde aquí. Debo de estar a unos veinte metros de ti... Aunque, claro, yo no soy Guillermo Tell, no tengo tanta puntería. Así que voy a intentarlo con algo más grande que una manzana.
Uno de los encapuchados se aproximó a la cesta de fruta, cogió una piña y la puso sobre la cabeza del mafioso. Al darse cuenta de lo que me proponía hacer, Fabrizi prorrumpió en una catarata de insultos y amenazas, al tiempo que se sacudía para intentar quitarse la fruta de encima. Por desgracia para él, tenía la cabeza muy bien sujeta al poste y la piña ni se movió. Apoyé el rifle en el hombro, corrí el cerrojo para introducir una bala en la recámara, hice puntería a través de la mira telescópica y apreté el gatillo. El estampido resonó como un trueno en el interior de la nave y la piña explotó sobre la cabeza del mafioso. A aquella distancia era un disparo fácil.
Fabrizi, con el rostro lleno de trozos de fruta y guiñando los ojos a causa de la irritación que le producía el jugo que le corría por la cara, guardó un segundo de asombrado silencio y reanudó con renovada energía sus gritos. Aguardé a que se calmara y dije:
–Ha sido más sencillo de lo que pensaba. Vamos a probar con lo mismo que Guillermo Tell.
El encapuchado puso una manzana...