E-Book, Spanisch, 387 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
Naylor Linden Hills
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10200-17-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 387 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
ISBN: 978-84-10200-17-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Gloria Naylor (Nueva York, 1950) Nació en Nueva York, hija de un trabajador de tránsito y una telefonista. Aunque su madre poseía poca educación, siempre motivó a Naylor para que leyera y estudiara. En 1963, su familia se mudó al barrio de Queens. Naylor escribió su primera novela, The Women of Brewster Place, mientras estudiaba en Yale. No terminó el libro hasta 1983, pero obtuvo gran éxito poco después de ser publicado y ganó el National Book Award de Ficción en 1983. Cinco años más tarde, la novela fue adaptada a una miniserie protagonizada por Oprah Winfrey. La narrativa de Naylor generalmente contiene historias personales y también ilustra ideas bíblicas
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El centro de la avenida Wayne estaba compuesto por cinco bloques en el extremo norte que albergaban una biblioteca, una lavandería, un supermercado y dos colmados, uno de los cuales ofrecía mejor género de marihuana que de aceitunas a granel y vendía boletos cuando la parada de taxis estaba cerrada. Había tres tiendas de licores y tres iglesias con vidrieras en la fachada, y el Tabernáculo de los Santos lindaba con la Bodega Barata de Harry. Aquí y allá, el paisaje estaba salpicado por pequeñas oficinas inmobiliarias cuyos escaparates polvorientos mostraban carteles hechos a mano que anunciaban apartamentos con jardín en Linden Hills. Sin embargo, los apartamentos que ofrecían en realidad, a firma de contrato, estaban situados justo enfrente de la avenida Wayne, sin los jardines ni el esmerado cuidado que exhibían antaño, cuando los blancos vivían allí. Esos edificios de apartamentos eran el enclave de quienes, cargados de esperanzas, habían huido de los sectores más abarrotados de Putney Wayne y los callejones de Brewster Place. Ahora sentían de un modo terrible que vivían en los suburbios, pues tenían dos árboles llenos de cicatrices a cada extremo de la casa y podían divisar Linden Hills desde las ventanas traseras. El Instituto Wayne de enseñanza secundaria, con su amplio patio asfaltado, sus pistas de balonmano y sus aros de baloncesto, ocupaba un bloque entero en la parte más cercana de la avenida.
Willie y Lester se acercaron por la acera del patio. Willie había cruzado la avenida desde una de las tiendas de licores, y venía con un pequeño paquete marrón metido en el bolsillo del fino chaquetón azul.
—Hola, Mierda.
—Hola, Blanco.
Willie dejó la mano izquierda en el aire con la palma hacia arriba y sonrió a Lester.
—A la izquierda.
Lester le devolvió la sonrisa, golpeó con una mano enguantada sobre la de Willie y luego puso la palma derecha encima.
—A la derecha.
El ritual culminó con la mano derecha de Willie, y luego ambos levantaron los brazos: «Píllala si está bien hecha». Cuatro manos formando dos puños. Los chicos se echaron a reír.
Llevaban saludándose de ese modo desde la época en que iban juntos a la escuela, frente a la cual se habían encontrado ese día. Los dos se habían graduado, Lester en el Instituto Spring Vale, donde acabó el bachillerato, y Willie en la calle. Sin embargo, se habían hecho inseparables durante los primeros años de secundaria, y fue entonces cuando hallaron sus apodos y su deseo de ser poetas. Willie K. Mason era tan negro que los niños le decían que si se volvía solo un matiz más oscuro, ya no le quedaría más remedio que virar hacia el otro lado. ¿Acaso el hielo no se enfriaba hasta ponerse caliente? Y cuando el carbón ardía, se convertía en cenizas, de modo que si Willie se oscurecía un poco más, se volvería blanco. Así lo creyó Willie durante un tiempo, y se pasó un verano entero en camiseta de manga larga y un enorme sombrero de ala ancha. Le aterrorizaba pensar que tal vez un día despertaría siendo blanco, porque entonces su madre lo echaría de casa a patadas y las chicas no volverían a permitirle ni un solo beso. Así fue como el niño más oscuro del Instituto Wayne empezó a conocerse con el nombre de Willie el Blanco. En segundo se hizo amigo de Lester Tilson tras ayudarlo en una pelea con un niño de cuarto que lo había llamado «mierda de bebé» por el tono de su piel, entre lechoso y amarillento. El niño abultaba el doble que él y recibió la intrusión de Willie de buen grado, pues así no se dejó los nudillos con los puñetazos y solo tuvo que golpear la cabeza de Willie contra la mandíbula de Lester. Cuando ambos se levantaron del suelo con las narices chorreando y las camisetas empapadas de sangre, Willie dijo al otro niño:
—Habrá más leña si vuelves a llamarlo mierda de bebé. No es ningún bebé.
—Pues lo parece. Dile que se ponga un pañal en la cara.
Lester estaba dispuesto a reanudar la pelea, pero Willie sintió que ya era hora de llegar a un acuerdo:
—Mira, no quiero que mi amigo te parta la cara ahora mismo. Llámalo Mierda y ya está. Dejémoslo así.
Logró convencer a Lester de que Mierda era un buen apodo. Hay que echarle imaginación… Mierda. Un taco de todas todas por el que nadie iba a tener problemas con el director o con quien fuera: si es su nombre, es su nombre. ¿Qué podían hacer los profesores al respecto? Lester no estaba muy convencido de la lógica de Willie, pero sabía que se metería en un buen lío si seguía volviendo a casa con la camisa sucia y rota. Puesto que su madre era conocida por tener un gancho de derecha peor que cualquier chico de Wayne —incluso los de cuarto—, dejó las cosas como estaban.
Pasaron tercero y cuarto juntos intercambiando cromos de baloncesto, discos de Smokey Robinson de cuarenta y cinco r. p. m. y mentiras sobre sus respectivas conquistas entre las chicas con caderas apretadas de Wayne, conocidas en la época por no dejarse hasta la boda, o al menos hasta la universidad, porque entonces, si se quedaban embarazadas, sería de un hombre con título. Willie mostró a Lester su primer condón con la esperanza de que, aunque solo fueran ciertas la mitad de las historias que Lester le contaba, este pudiera enseñarle a manejar los secretos de ese pequeño disco de goma con manos tan expertas que, entonces, Willie pudiese convencer a los demás de que tal vez algunas de sus propias historias no eran mentira.
—Venga, Mierda, póntelo.
Lester se quedó mirando aquella tetina floja de plástico tan perplejo como su amigo.
—Paso, tío.
—Anda, venga. Solo una vez. Es que tengo a esa tía a punto de caramelo, pero le da miedo quedarse preñada. Todas las otras veces que lo hice fue a pelo, pero esta no quiere si no me pongo condón.
Con el corazón martilleándole el pecho, Lester lo agarró tratando de que las manos no le temblaran. Lo examinó despacio mientras Willie esperaba con los ojos clavados en cada uno de sus movimientos. Al final, Lester sacudió la cabeza con aversión.
—Tío, es demasiado pequeño. No podría meterla ahí.
—¿En serio? —Willie miró a su amigo con un nuevo respeto—. Bueno, pero se estira.
—Me da igual, no es mi talla. No tiene sentido romper un buen condón.
—Dios, lo tuyo debe de ser importante —dijo Willie mientras desplegaba el tubo elástico con cuidado hasta alcanzar el tope: veintidós centímetros.
Por su parte, Lester había mostrado a Willie sus primeros poemas un día que estaban estudiando para un examen de Geometría en su casa del Primer Arco. Lester levantó la vista varias veces hacia la cabeza oscura y enredada de Willie, inclinada sobre una hoja llena de borrones de triángulos y rectas. Con gesto nervioso, tanteó los papeles sueltos amontonados al final del libro de texto con la esperanza de reunir, por fin, el valor suficiente para sacarlos de ahí.
—Blanco.
—¿Sí?
—Bueno, nada. —Lester suspiró y volvió a hundir la cabeza en el libro. Escribir poemas era cosa de maricas entre la gente con quien se juntaban, a menos que fuera algo sobre el culo de paraguas abierto de la señorita Thatcher, o quizá para una tarjeta de San Valentín; eso podía pasar siempre que la chica destinataria valiera la pena; pero toda esa basura sobre flores y puestas de sol y de cómo a veces le seguía asustando un poco la oscuridad, o de las ganas que tenía de crecer para parecerse a Malcolm X, su personaje favorito de la historia; o de cómo se sentía mirando el cuerpo fuerte y musculoso de Hank Aaron cuando se giraba manejando el bate de béisbol… Joder, no quería que Willie pensara que era maricón ni nada de eso.
—Blanco.
—Oye, deja de darme la brasa si no es algo importante. Creo que esta vez voy a ganar a la vieja Thatcher. Mañana, en el examen, puedo demostrar que la distancia más corta entre dos puntos no es una recta.
—Toma. —Lester le plantó los papeles en la cara—. Lee. —El aire que se le había quedado dentro, en suspenso, le quemaba mientras Willie alisaba las hojas arrugadas y empezaba a leer. Entonces vio que las comisuras de los labios se le alzaban un poco, como en un parpadeo.
—Si te ríes, te juro por Dios que pego un salto y te pateo el culo, y si se lo dices a alguien en el instituto, diré que eres un mentiroso, Willie Blanco, y… y volveré a patearte el culo. Puedo contigo y con casi cualquier otro tío de la clase menos con Spoon, pero porque pelea sucio. ¡Dame eso ahora mismo!
Willie mantuvo las hojas con los poemas lejos del alcance de Lester.
—Eh, tío, tranquilo, que son muy buenos.
Lester enrojeció de placer, pero, aun así, la idea de enseñarlos seguía siendo impensable. Entonces sería maricón de verdad. Se pasó la lengua por los dientes.
—Anda ya… No son nada…
—En serio, Mierda. Debes de haberte pasado horas con ellos.
—Dos segundos como mucho. Menos de lo que tardas en echar un meo.
—Pues yo tardo mucho más en escribir los míos, y no son tan buenos.
—¿Ah, sí? —Lester sintió cómo se le relajaban los músculos de la cara, pero no bajó la guardia—. ¡Venga ya! Nunca te he visto escribir ni un poema, ni siquiera sobre la señorita Thatcher.
—Yo tampoco te he visto nunca, y mira todo esto.
Lester no iba a dejarse atrapar tan fácilmente.
—Bueno, pero entonces, ¿dónde están? Venga, vamos a tu casa y me los enseñas.
—No puedes leerlos, Mierda.
—Ya me lo...




