Recalcati | ¿Existe la relación sexual? | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

Recalcati ¿Existe la relación sexual?


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-254-4909-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

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Reihe: Pensamiento Herder

ISBN: 978-84-254-4909-3
Verlag: Herder Editorial
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A diferencia del mundo animal, regulado por la eficacia del instinto, la sexualidad humana se organiza alrededor de otros factores mucho más escurridizos: el deseo, el amor, las pulsiones. Como en una suerte de collage cubista, la brújula del instinto no funciona aquí y los seres humanos comprueban que no es nada fácil conjugar con éxito estas dimensiones. Además, en todo encuentro sexual el deseo se estructura inconscientemente -desde antes, incluso, de encontrar una pareja- a través de un singular fantasma que dicta las reglas de la relación: éxtasis, seducción, celos, posesión, inhibición, odio.   Massimo Recalcati, reputado psicoanalista y ensayista agudo, pone el foco en la idea freudiana de que todo acto sexual implica, como mínimo, a cuatro personas, porque no solo están presentes los amantes sino que a cada uno de ellos lo acompaña, en el inconsciente, su correspondiente fantasma. Y recurre también a una de las principales enseñanzas de Jacques Lacan -«la relación sexual no existe»; que es, a su vez, una espléndida boutade-, la disecciona y la convierte, por fin, en un interrogante que produce nuevos sentidos.

Massimo Recalcati (1959) se graduó en Filosofía en la Universidad de Milán y se especializó en Psicología Social. En la actualidad es psicoanalista y enseña Psicopatología del comportamiento alimentario en la Universidad de Pavía. Desde 2007 es director científico de la Escuela de especialización en psicoterapia del Instituto de investigación de psicoanálisis aplicado (IRPA). Es uno de los ensayistas más reconocidos y leídos en Italia y colaborador habitual en el diario La Reppublica. Ha publicado numerosos libros sobre temáticas relacionadas con el psicoanálisis y con la figura de Jacques Lacan.

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1. Ni máquinas ni tórtolos
El derecho al goce sexual1
La lujuria no es, frente a lo que creían los Padres de la Iglesia, ningún pecado capital. Define, antes bien, la vida sexual humana que, como tal, siempre se halla bajo el signo del exceso y del goce. Hubo un tiempo en que ese exceso lo regulaba principalmente la moral. No es casual que Freud hablara de una moral común de los neuróticos como producto de la interiorización de las vedas, prohibiciones e inhibiciones que caracterizaron profundamente su época. El deseo sexual tenía que pagar el precio de su represión en una sociedad que no contemplaba de ninguna forma su libertad. Al mismo tiempo, sin embargo, la ley, al prohibir el acceso al objeto del goce y colocarlo a una distancia de seguridad, lo que en realidad conseguía era, paradójicamente, volverlo irresistiblemente atractivo. He aquí el carácter típico de la naturaleza estructuralmente perversa del deseo humano: cuanto más prohíbe la ley el acceso a un objeto, tanto más incentiva su poder de atracción. Nuestra época, en cambio, parece haber emancipado el deseo —a diferencia de la de Freud— de toda dialéctica moral, de toda subordinación severa a la ley. Se trata de una emancipación que ha liberado al sexo —como es justo— de las apretadas redes del sentimiento de culpa. La clandestinidad morbosa de una sexualidad que se vive culpablemente ha dejado su sitio a un derecho al goce que se proclama como nueva forma de la ley. Una especie de neolibertinismo en expansión ha sustituido al viejo moralismo mojigato. Por lo demás, para algunos esta sustitución no ha terminado de completarse todavía: las ascuas de la cultura patriarcal aún no habrían dejado de arder. Lo cierto es que ninguna época ha evidenciado en mayor medida que la nuestra —al menos en las sociedades occidentales— una libertad sexual carente ya de vínculos morales. No obstante, la caída del velo de los tabúes no ha potenciado, en modo alguno, el erotismo. La posibilidad de un acceso inmediato a los cuerpos sexuales y una cultura de masas que patrocina sin censuras las nuevas libertades sexuales en absoluto parecen favorecer el deseo sino únicamente el acceso a un goce que tiende a hacerse anónimo y compulsivo.2 La caída del velo de la fantasía erótica y la supresión de esa distancia a la que dicho velo colocaba el objeto del goce tienden a convertir el sexo en una mercancía, a reducirlo a un objeto de intercambio en un mercado que excluye por principio la presencia —cada vez más aparatosa y anacrónica— del amor. Pero ¿será verdaderamente este goce sin pudor ni culpa lo que llevará a cabo la emancipación del sexo frente a la pesadilla siniestra de la moral? Ninguna época ha exaltado como la nuestra el derecho democrático al goce sexual sin inhibiciones ni restricciones. Una especie de naturalismo redivivo parece afirmar la satisfacción sexual como razón irrenunciable de la vida. La sombra del pecado, que durante siglos había cubierto la pulsión sexual, por fin se ha disuelto. La emancipación sexual frente a las cadenas morales de la culpa está hoy extendida sin estruendo y se está convirtiendo en un habitus en toda regla de la civilización occidental. Las normas morales ya no gobiernan la libertad —fatigosamente adquirida— de los cuerpos sexuales: el derecho a gozar sexualmente el propio cuerpo se ha afirmado cultural y políticamente como un derecho inapelable. Hoy la vida sin sexo no sería vida sino una forma inaceptable de amputación de la vida. De este modo se acaba con siglos de triste ascetismo y fustigación penitencial. La vida del cuerpo sexual no es ya la muerte que oscurece la vida del alma sino lo contrario: sin la vida del cuerpo sexual, nuestro cuerpo sería expresión de una vida muerta. Un paciente mío afirmaba esto de una forma desencantada y, al mismo tiempo, hiperbólica: «Lo único que de verdad cuenta en la vida es follar». ¿Y cómo no darle la razón? El derecho al goce sexual se ha convertido en un objeto político público, saliendo por fin de los sótanos austeros y privados de la censura moralista y de la clandestinidad para imponerse como una gran cuestión social. El sentimiento de pudor, de vergüenza, de inhibición, los apuros y las dificultades a la hora de vivir la relación entre los sexos se presentan, en el discurso público contemporáneo, como desechos de un pasado mojigato irreversiblemente obsoleto. Sin embargo, a pesar de la emancipación de la vida sexual y sus derechos frente a la sombra siniestra de la culpa y el juicio moralista, el psicoanalista sigue escuchando, en su labor cotidiana, la secreta desazón que acompaña la vida sexual de quienes le piden ayuda. Sí, porque nada está más lejos de la realidad humana que la idea de un naturalismo sexual que se querría por fin libre para vivirse a sí mismo en la más pura espontaneidad, deshechas las ataduras represivas de la moral. Nada está más lejos de la realidad humana que la idea de que el sexo es la expresión natural y armónica de una potencia liberadora. No tanto porque los grandes y legítimos cambios culturales puestos en marcha a partir de la contestación juvenil de mayo de 1968 —y del feminismo— no hayan asestado unos golpes decisivos y benditos para desmantelar la vieja moral patriarcal y la cultura sexofóbica que de ella se desprendía sino porque la relación del ser humano con el sexo no puede ser nunca algo pacificado, plenamente hedonístico, libre de conflictos. Más allá de cualquier retórica ideológica, el psicoanalista debe constatar, día tras día, que no existe armonía, equilibrio, paz en las infinitas contorsiones que animan el deseo sexual. Esto lo recordaba otro paciente mío, siempre un poco turbado por el encuentro con lo real del sexo: «¿Por qué hacer el amor no es nunca para mí como beber un vaso de agua?», se preguntaba desconsolado. Hacer el amor, como se dice, no puede ser, en realidad, para ningún ser que habite el lenguaje como beber un vaso de agua. Lo real de la sexualidad humana se sustrae al esquematismo de los instintos que caracteriza la forma animal de la vida. De manera que no es posible cultivar la ilusión de una naturalización de la sexualidad humana o —peor aún— de una animalización de la misma, como si eso señalara la emancipación definitiva de la pulsión sexual frente a las jaulas morales que la oprimen injustamente. Lo sabemos por nuestra experiencia clínica, lo sabemos por nuestros pacientes: en el mundo humano, la sexualidad no está gobernada por la brújula infalible del instinto, como sí sucede, sin embargo, en el mundo animal, donde los colores, los olores, las estaciones del año y la maduración de los órganos reproductivos bastan para poner en marcha un apareamiento entre los sexos sin trabas. Todos nosotros, por el contrario, en cuanto seres inmersos en el lenguaje —en cuanto «seres hablantes» (parlêtres), como diría Lacan—, no podemos beneficiarnos plenamente de la gracia natural del instinto. En la vida humana, el apareamiento entre los sexos no está causado por respuestas y reacciones instintivas, como sí que se verifica en el mundo animal. El recorrido del deseo sexual es inevitablemente laberíntico y accidentado: mientras que el instinto obedece a la ley universal de la naturaleza, la pulsión sexual carece de ley; es por principio algo desarreglado, desviado, absolutamente singular, anárquico, hiperhedonista, perverso y polimorfo, como diría Freud. La pulsión sexual no apunta a la mera descarga fisiológica de una tensión acumulada ni a la reproducción de la especie sino que se presenta imantada por la exigencia —siempre excesiva— del goce, que, como tal, no responde a ninguna ley de la naturaleza. La vida sexual de los seres humanos excede constitutivamente el esquematismo biológico del instinto. De ahí que se presente como algo rocambolesco, surrealista, tortuoso, sorprendente, fatalmente capturado por un guion fantasmático dictado por el inconsciente: por unas pautas que, superponiéndose al instinto, lo pervierten. La excentricidad cultural de la pulsión respecto a la infalibilidad natural del instinto impone a la sexualidad humana un rodeo más largo para alcanzar el placer, un rodeo que no puede reducirse a la persecución inmediata de la satisfacción sexual mediante el apareamiento. Nuestra relación con el sexo nunca es normal, natural; nunca está ya establecida, definida de una vez para siempre, sino que en todos los casos se presenta un poco oblicua, estrafalaria, anómala, singularmente torcida. Y no me estoy refiriendo aquí al actual debate político y antropológico que tiende a emancipar el destino de la sexualidad frente a las ataduras impuestas por el tradicional binarismo masculino/femenino —de cuño patriarcal— y a orientarlo hacia nuevas formas legítimas de experimentación de la sexualidad. (Haciendo esto se está siguiendo el principio —que el propio psicoanálisis contribuyó a naturalizar— según el cual la sexualidad humana es siempre una forma de transición, de salto de discurso, y, como tal, nunca puede encerrarse en una identidad más o menos sólida).3 Estoy refiriéndome, antes bien, a la experiencia del deseo sexual en cuanto tal, y al hecho de que esta experiencia implica siempre —tanto en los homosexuales como en los heterosexuales, tanto en las lesbianas como en las personas llamadas «transgénero»—, más allá del éxtasis y de la alegría, del placer y del goce, una cuota irreductible de turbación e inquietud. Pero no a pesar de ser una experiencia de alegría y éxtasis sino precisamente porque es una experiencia de...



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