E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Gran Angular
Salmerón La cometa de Noah
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6136-4
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-6136-4
Verlag: Ediciones SM España
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Rafael Salmerón nació en Madrid en 1972. Estudió ilustración en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios. Desde 1993 se dedicó a la ilustración de libros infantiles y juveniles: tiene más de veinticinco títulos publicados, entre los que se incluyen Cuentos y leyendas de la época de las pirámides, El fuego de los pastores, El silencio del asesino, Milú, un perro en desgracia, La bruja marioneta y El regreso de Drácula. Con la serie de Beltrán el erizo se inició como escritor junto a su madre, Concha López Narváez.
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1
CRACOVIA, FINALES DE AGOSTO DE 1939
Una cometa en el cielo. El aire limpio y claro, el viento perfecto, ni demasiado fuerte ni demasiado suave. Los vivos colores se dibujan nítidos, casi irreales, sobre el azul brillante y cálido del verano. Durante unos instantes no hay nada más, solo el cielo, el viento y la cometa. Pero no dura más que un momento. El viento cesa de pronto y la cometa se precipita, vacía y muerta, contra el suelo. Noah, con la callada tristeza de los sueños que se acaban, se acerca a recogerla. Lo hace con sumo cuidado, casi con mimo, como si el objeto de madera, tela y cuerda fuese un pequeño pájaro caído o porcelana que se quiebra. Mira otra vez al cielo, ahora vacío, sin música, sin alma. Por fin baja la vista al suelo adoquinado y emprende lentamente, arrastrando los pies, el camino a casa.
Noah sabe que ya es la hora. El sol comienza a dejarse caer y él tiene que regresar. Lo ha oído cientos, miles de veces, y esa idea, ese concepto, se ha quedado grabado en su mente como una imborrable marca de nacimiento. Aunque no lo crean, aunque no lo noten.
Las suelas de madera de sus zapatos resuenan contra los adoquines como si se arrastrase una silla por un suelo irregular e imperfecto. Y de pronto, unos nuevos sonidos se unen al primero. Se oyen más fuertes, más seguros, más claros; pero también más amenazadores. Y no son solo esos sonidos huecos contra el suelo adoquinado; además se escuchan voces altas y despreocupadas, risas y golpes.
Tres sombras alargadas se acercan al pequeño Noah. Los dueños de esas sombras son tres chicos polacos.
Efectivamente, polacos. Estamos en Cracovia, en el corazón histórico de Polonia, y todos los que allí viven, o al menos todos los que allí han nacido, deberían ser llamados polacos; pero no es así. Noah ha nacido en Polonia, al igual que su padre y que su abuelo. Sin embargo, para esos tres chicos que se acercan, con los andares despreocupados del verano, Noah no es polaco. Noah es judío. Y eso lo hace diferente. En muchos aspectos. En demasiados.
–Mira, Janek: el pequeño judío nos está escondiendo algo –dice uno de ellos clavando su mirada en la figura del niño. Noah tiene las manos a la espalda, con las que sujeta fuertemente la cometa, intentando ocultarla a los ojos de los tres muchachos. Son mayores que él, y Noah está asustado. Pero su miedo no es físico. No teme puñetazos ni patadas. Tampoco le asustan la humillación, los insultos, los escupitajos. El pequeño Noah solo teme por su cometa. En su mente, tan extraña y única para algunos, tan inútil y vacía para otros, únicamente hay sitio para un pensamiento: que no se la quiten, que no se la rompan.
–Has visto, Janek; el judío no quiere compartir sus tesoros con nosotros –silabea, casi relamiéndose, el león pecoso y mellado, ante la presa indefensa, acorralada.
El que debe de ser Janek se acerca a Noah y, tras prepararse concienzudamente, le escupe a la cara. El niño cierra los ojos y aprieta la cometa contra su espalda, aún con más fuerza, mientras el escupitajo, denso, caliente, resbala por su nariz.
–¿No deberías estar ya en casa, haciendo esas porquerías que vosotros hacéis? –le pregunta el tal Janek, acercando tanto su cara a la de Noah que ambos respiran el mismo aire de salchichas ahumadas y sopa de col fermentada.
De pronto, el pequeño Noah, aún con los ojos cerrados, siente cómo algo, una tenaza, una garra de lobo malvado, tira de la cometa, intentado arrebatársela. Entonces abre los ojos. Tres caras rubicundas, zafias y terroríficas le rodean. Segundos después, tres pares de brazos le agarran, le golpean, le arañan.
–¡Suelta, judío asqueroso!
Un puñetazo, una patada...
Le retuercen los brazos. Noah no aguanta más, suelta la cometa y cae al suelo.
De repente, el grito de furia de alguien grande y poderoso que se acerca velozmente, retumba en las solitarias paredes del pequeño callejón.
–¡Dejadle en paz!
Es él. Noah lo reconoce enseguida: el oso grande y bueno, el gigante enorme y amigo. Su hermano Joel.
Al ver aquel corpachón corriendo hacia ellos, desbocado; al ver esa mirada fija en el seguro combate; al escuchar esa voz que empequeñece sus fuerzas y su chulería, los tres chicos salen corriendo, abandonando a su presa.
Joel, usando sus enormes manos con la mayor de las delicadezas, levanta a su hermano del suelo.
–¿Estás bien, Noah? –le pregunta mientras tantea el pequeño cuerpo en busca de roturas, de arañazos.
Pero Noah no se ocupa de su cuerpo; solo busca, ansioso, la cometa. Allí está, sobre los adoquines. Parece intacta, de una sola pieza. Sus grandes y vivos ojos negros la examinan con atención. Y no escucha las palabras de su hermano.
–...Te lo he dicho mil veces... Nunca vengas solo... tan lejos de casa...
Pero Noah no escucha. Joel lo sabe. Sabe que volverá a aquel barrio, a aquella colina artificial, a aquel paraíso despejado de árboles y casas, a subir su cometa al viento, una vez y otra. Sin embargo, Joel necesita insistir; no puede dejarlo por imposible, como han hecho su madre y su hermana, como ha hecho su padre, aunque él de un modo distinto. Podría decirse que su padre, Leopold Baumann, el relojero, el judío, el hombre, ha dejado a la especie humana por imposible. O quizás, justamente al contrario, ha sido la especie humana la que, hace ya tiempo, ha dejado a Leopold Baumann, el relojero, el judío, el hombre, por imposible.
Joel mira al cielo. El sol se está ocultando. Es tarde. Hay que darse prisa o no llegarán a tiempo. Tienen que cruzar el Vístula, y ya en Kazimierz, en el barrio judío de Cracovia, recorrer un buen trecho hasta su casa. Es viernes y el Shabat no espera a nadie.
Joel agarra a su hermano, sujetando con firmeza una de sus manos, tan pequeña, delgada y distinta a la suya, enorme, fuerte, incluso algo tosca. Caminan muy rápido, casi a la carrera. Por momentos, los pies de Noah no tocan el suelo. La fuerza de su hermano le lleva como a una hoja una ráfaga de viento. Ya ven el puente sobre el Vístula y, al otro lado, Kazimierz, el barrio judío, donde se sienten seguros. Casi siempre.
Los tenderos y comerciantes echan el cierre con prisas. Todos miran el reloj, o al cielo, pues el Shabat no espera a nadie. Joel y Noah adelantan a todos: hombres, ancianos y jóvenes. Barbas largas y oscuras, pellos, sombreros de fieltro, negras levitas... Y el sonido de los zapatos, multitud de ellos que, anticipando el ritmo del kidush y la bendición del vino, se dirigen a las casas, a las mesas, al Shabat, que no espera a nadie.
Ya casi es la hora y no están lejos. Ante sus ojos aparece la animada esquina de las calles Jozefa y Jakuba, a tan solo unas decenas de metros de su casa, en la pequeña y tranquila calle Ciemna. Joel puede imaginar la escena, tantas veces vivida: el mantel de lino blanco cubriendo la mesa, el jalot, el pan trenzado ceremonial, oculto bajo el lienzo inmaculado, el vaso preparado para el kidush, las dos velas, las cerillas... Y ante la mesa engalanada para la fiesta, su padre, con la mirada clavada en la punta de sus negros zapatos, ensimismado. Su hermana Hannah, vestida con su mejor traje, radiante. Y su madre, esperando el momento de encender las velas para, tras taparse los ojos con las manos, comenzar la plegaria: «Baruj ata Adonai, elojenu melej ja-olam, asher kidshanu bemitzvotav...».
Su madre... Joel sabe lo que estará pensando su madre, nerviosa, al borde casi de la histeria: «No van a llegar... ya es casi la hora... Señor, mi Dios, bendito sea tu nombre, ¿por qué me has castigado así? ¿Acaso no he sido una buena hija, acaso no he sido una buena esposa? ¿No podías haberte quedado tú con él, en tu bendito seno, y dejarme a mí con Joel y Hannah?... No, no puede ser culpa mía... Ay, Dios mío, bendito sea tu nombre. ¿Es por Leopold? ¿Te ha ofendido en algo? Sí, tiene que ser por él. Tan reservado, tan callado, tan distante. Tiene que ser por él, no puede ser culpa mía... Al menos el pobre Noah ni grita ni alborota ni se lo hace todo encima. Al menos sabe bajarse solito los pantalones... Qué le vamos a hacer, si es la voluntad de Dios, bendito sea su nombre...».
Joel sabe lo que piensa su madre porque se lo ha oído decir mil veces, como repitiendo, casi inconscientemente, una plegaria lanzada al vacío en medio del desierto. Y no importa si esas palabras se pronuncian ante los oídos del padre. Leopold y Dora Baumann parecen convivir, de una manera extraña, en dos mundos paralelos que no pueden juntarse más que a través de lo físico, de lo cotidiano.
Por fin, han llegado. La tranquila y pequeña calle Ciemna, su portal, tan recoleto, tan tímido. El señor Rosemfeld, el juguetero, que vive en el segundo piso, sube los escalones de tres en tres, sin pararse antes a saludar, pues el Shabat no espera a nadie.
La poderosa mano de Joel golpea la débil puerta con pudor extremo. Quiere que se abra sola, para aparecer, como por arte de magia, ante la mesa, las velas y el jalot. No quiere oír los reproches de su madre ni quiere ver, justo detrás de ella, al calor de sus faldas protectoras, el asentimiento acusador de su hermana Hannah. No quiere, otra vez más, ser el defensor, el guardián de su...