E-Book, Spanisch, Band 119, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
Bowen El fragor del día
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15979-40-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 119, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-15979-40-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Elizabeth Bowen está considerada una de las mejores escritoras en lengua inglesa del siglo XX y la figura clave que pone en contacto la literatura de Virginia Woolf con la generación de escritoras de ideas de los sesenta y setenta (Murdoch, Spark o Byatt). El fragor del día (1948), inédita en castellano, es quizá una de las más vibrantes novelas sobre el Londres asediado por las bombas y la pobreza durante el Blitz. Novela de personajes, de atmósferas, tremendamente vívida, narra la historia de Stella Rodney, que ha decidido no abandonar Londres cuando todos los demás se han marchado huyendo de una muerte posible. Para Stella, la sensación imperante de catástrofe se vuelve personal cuando descubre que el hombre a quien ama, Robert Kelway, es sospechoso de vender secretos a los alemanes y que el hombre que lo persigue, Harrison, quiere que sea ella quien pague el precio por su silencio. Atrapada entre dos corrientes, Stella ve su mundo derrumbarse. Una novela sobre el tiempo, la identidad y la libertad, que explora los lazos de unión entre lo personal y lo político. Un noir que podría haber firmado Graham Greene pero también Virginia Woolf.
Elizabeth Bowen nació en Dublín el 7 de junio de 1899. Cuando su padre empezó a padecer problemas mentales, en 1907, Elizabeth y su madre se mudaron a Inglaterra. Tras la muerte de su madre en 1912, se trasladó a Londres, a casa de sus tíos. Cursó estudios de arte, pero pronto se percató de que su talento residía en la escritura. Se unió entonces al círculo de Bloomsbury, donde hizo amistad con Rose Macaulay, quien la ayudó a encontrar editorial para su primer libro: Encounters (1923), una colección de relatos breves. A pesar de estar casada desde 1923 con Alan Cameron (con quien apenas tuvo trato físico), Bowen mantuvo varias relaciones extramatrimoniales, incluyendo una con el escritor irlandés Seán Ó Faoláin y otra con la poeta estadounidense May Sarton. Tras la publicación de su novela Al norte (1932), el matrimonio se mudó al número 2 de Clarence Terrace, cerca de Regent's Park, donde Bowen escribiría Una casa en París (1935) y la que está considerada su obra maestra, La muerte del corazón (1938). En 1937 pasó a ser miembro de la Irish Academy of Letters. Durante la guerra y en los años inmediatamente posteriores, Bowen escribió varias novelas que retrataban el Londres asediado por las bombas y la pobreza, entre las que destaca El calor del día (1949, próximamente en Impedimenta). En 1948 fue nombrada Comandante de la Orden del Imperio Británico. Tras la jubilación de su marido en 1952, el matrimonio se mudó a la propiedad familiar de Bowen's Court, en el condado irlandés de Cork. Allí fueron anfitriones de escritores de la talla de Eudora Welty, Virginia Woolf, Carson McCullers o Iris Murdoch. El matrimonio, sin embargo, pasaba por estrecheces económicas, y Bowen se vio obligada a sobrevivir dando conferencias en Estados Unidos. En 1959 tuvo que vender su casa, que sería demolida en 1960. En 1969, ganó el James Tait Black Memorial Prize por su novela Eva Trout, obra que fue seleccionada en 1970 para el Booker Prize. Elizabeth Bowen murió de cáncer de pulmón en 1973, en un hospital de Londres. Tenía 73 años. La enterraron junto a su marido, a las puertas de la iglesia de St. Colman, en Farahy, condado de Cork. Está considerada una de las más importantes narradoras en lengua inglesa del siglo XX.
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Capítulo 1
Aquel domingo, desde las seis de la tarde, había estado tocando una orquesta vienesa. Ya no era tiempo para conciertos al aire libre; las hojas caídas de los árboles revoloteaban sobre el escenario tapizado de hierba: aquí y allá se revolvía alguna, crujiendo como cuando se están secando, y mientras estuvo sonando la música cayeron varias más. El teatro al aire libre, que se encontraba por debajo del nivel de los jardines aledaños, estaba rodeado por un seto de arbustos y algunos árboles pequeños; en la parte superior también había una valla con setos y una cancela. En aquel momento las hojas de la cancela estaban abiertas. Poco a poco se fueron llenando las filas de sillas situadas en la pendiente herbosa, frente a la orquesta. Desde allí, desde la hondonada en la que estaba tocando, la música apenas se oía en el resto del parque; pero las pocas notas que escapaban de aquel lugar resultaban inquietantes: la gente que se encontraba en la colina, en las rosaledas, en los senderos de alrededor de los lagos se dejaba arrastrar sin sentir hacia el teatro, debido a la extraña sensación de que se estaban perdiendo algo. Muchos se detenían, vacilantes, delante de la cancela de entrada: venían de lugares donde resplandecía el sol, mientras que aquella hondonada de donde procedía la música no era más que un lugar lleno de sombras. La guerra había conseguido que adoraran el día y el verano; la noche y el otoño eran el enemigo. Y, al principio del concierto, aquel deslucido teatro boscoso, en el que no se había representado obra alguna desde hacía tiempo, transmitía una impresión de aislamiento y de vacío que la música aún no había podido llenar. El lugar no se encontraba por completo envuelto en sombras; aquí y allá lo cruzaban los rayos de sol del atardecer, que encendían las ramas al atravesarlas y luego iluminaban las hileras de sillas, rostros y manos. Los mosquitos zumbaban inquietos y el humo de los cigarrillos se disipaba en el aire. Pero la luz era tan escasa, tan dramática y dorada que resultaba evidente que no tardaría en desaparecer. La noche iba avanzando como la marea. Una oscuridad transparente y cristalina, en la que se recortaba la silueta de cada hoja, se iba formando en los setos situados tras la orquesta y constituía un elemento más de la escena. Había sido un domingo radiante, sin una nube siquiera. Pero en ese momento, el turquesa abrasador del cielo vespertino se disolvía en transparencias conforme iba perdiendo intensidad su color: por encima de los árboles, en torno al teatro no solo huía el color, sino el tiempo. La música —valses, marchas, alegres oberturas— se adueñaba de aquel espacio detenido en el tiempo. La gente perdió entonces su aire dubitativo. Las marchas heroicas consiguieron que el público estirara el cuello; el reconocimiento de algunos fragmentos operísticos despertaron sonrisas inconscientes, y, durante los valses, sin que hubiera razón ninguna, los ojos de las mujeres brillaron con encantadoras lágrimas. Primero nota a nota, como un goteo, y luego de manera sostenida, la música impregnó los sentidos, las emociones y las fantasías hasta entonces dormidos. Lo que al principio solo fue un espejismo se convirtió en todo un universo real para aquellos pobres londinenses y los extranjeros que se encontraban sentados en aquella turbia oscuridad en medio de Regent’s Park. El atardecer de aquel domingo era el atardecer del primer domingo de septiembre de 1942. Parejas de amantes, cansadas tras pasar todo el día solos, el uno con el otro, se alegraban al entrar en un lugar distinto en el que no estaban únicamente ellos; cuando sus miradas volvían a encontrarse, lo hacían con renovado amor. Las madres, agotadas por la maternidad, se olvidaban de sus hijos igual que sus hijos se olvidaban de ellas: una sostenía a su bebé como si fuera una muñeca. Los esposos que se habían sentado con apatía uno cerca del otro se apartaban levemente, mientras cada uno se sumía en algún tipo de ensoñación íntima y virginal. La gente mayor a la que el atardecer no había conducido a casa de inmediato ofrecía intrépidamente sus años al ocaso, con una tranquilidad impensable en cualquier otra circunstancia. Eso, en lo que se refería a los ingleses. En cuanto a los extranjeros, algunos conocían tan bien la música que estaba sonando que cualquiera diría que se anticipaban a cada nota: otros permanecían sentados con los ojos cerrados; y otros, como impelidos por un movimiento irresistible, lanzaban furtivas miradas por encima del hombro o alzaban de repente la vista al cielo. Una cierta incredulidad, como si se hubieran despertado de un sueño profundo, se dibujó un par de veces en algunos rostros. Pero en la mayoría de ellos, a medida que permanecían allí sentados, escuchando, solo se hizo cada vez más evidente un gesto de estoicismo. Algunos espectadores estaban solos; y, de estos espectadores solitarios, se distinguían perfectamente los que acudían allí todos los domingos, por costumbre, y los que habían ido aquel domingo al concierto por casualidad. La sorpresa al descubrir aquella música se reflejaba en las caras de los primerizos. Para muchos, el concierto era sobre todo una solución al problema de adónde ir: uno se siente más tranquilo siempre en los lugares donde ocurre algo. Estar rodeado de gente era preferible a vagar solo de un lado para otro, sin nada que hacer. A última hora, aquello le daba algún sentido al día. Porque había momentos, cada vez más intensos conforme caía la tarde, en que la belleza del domingo —para quienes no abrigaban ambiciones, ni podían recurrir a amigos, ni esperaban amar— carecía de cualquier sentido. También estaban los que se habían limitado a seguir sin pensarlo a los grupos de gente que entraba en el teatro, y, una vez sentados, no esperaban nada. No era difícil encontrar, entre los espectadores, a individuos encerrados en algún tipo de obsesión secreta… Por ejemplo, un inglés vestido de paisano que se encontraba casi en el extremo de una fila, en mitad de la ladera que se elevaba desde el lugar donde estaba tocando la orquesta. A su izquierda había un soldado checo; a su derecha, una mujer sin sombrero envuelta en su abrigo: los tres habían dejado un asiento libre de por medio. La excesiva inmovilidad de aquel hombre no sugería abandono, sino una conducta misteriosa. Estaba inclinado hacia delante, con los pies separados y clavados en la hierba, con los codos apoyados en las rodillas, presionando insistentemente con el puño de su mano derecha en la palma abierta de la izquierda. Llevaba el sombrero inclinado sobre los ojos. Se miraba las manos con tal concentración que resultaba evidente que la música no era más que un acompañamiento para su idea fija. Sin lugar a dudas, esperaba algo: no cambiaría de posición ni se marcharía hasta que aquello se resolviera. Sin embargo, para aquel hombre el sonido se había convertido en una circunstancia necesaria: al haber empezado a pensar rodeado de música, no podía pensar sin aquella música, y cada vez que concluía una pieza con una oleada de aplausos, levantaba de inmediato la vista, con aire de indignación y desconcierto, como si el césped se hubiese movido bajo sus pies. Clavaba entonces una mirada furiosa en el director —que en ese momento se giraba hacia el auditorio, hacía una reverencia y bajaba lentamente la batuta—, como para decirle: «Pero ¿qué hace? Continúe». Luego, durante los primeros instantes de cada pausa, lanzaba a sus vecinos miradas furiosas, como si culpara a los presentes de la lentitud del proceso. Al principio aquellas continuas miradas no se cruzaron con ninguna otra. No obstante, empezaba a hacerse notar, y la gente comenzó a preguntarse qué significaría y qué era lo que esperaba: al final empezó a llamar la atención. La vecina de su derecha abrió ostensiblemente la boca. —Acaban de tocar la número siete. El hombre, con desagrado, apartó la vista de inmediato. —¿Quiere echarle un vistazo a mi programa? —preguntó la mujer. —No, gracias —respondió él. Al ser interrogado de aquel modo se espabiló lo suficiente como para percatarse de que se había olvidado de fumar. Se tanteó los bolsillos en busca del paquete de tabaco, encendió un cigarrillo, dejó caer la cerilla entre las piernas y la apagó con el pie. Todo sin volverse a mirar a la mujer. En un tono vivo y ofendido, la mujer añadió: —Bueno, bueno…, solo pensé que tal vez querría saberlo. Él contestó dándole una calada a su cigarrillo y mirando más allá del soldado checo. Detrás de los setos, en el extremo de la fila, vibró el último chispazo sordo del atardecer. —No le estaba hablando a usted: a ver qué se pensaba. —¿Ah, no? —¡Ah, lo pensaba! Ojalá no hubiese dicho nada. —Bueno, supongo que entonces es mejor dejarlo ahí. Ella vio cómo aquel hombre miraba su reloj y presintió que dudaba si cambiarse de sitio. Pero la orquesta, que ya estaba de nuevo preparada, había empezado a pasar las páginas de las partituras, parecía que iba a comenzar a tocar de nuevo: la esperanza de que la mujer no volviera a molestarlo permitió que pudiera volverse a mirar por primera vez a la mujer que se había dirigido a él. Y no solo la miró: se quedó mirándola, la observó detenidamente, y con tanta ferocidad y con un deseo ferviente de que efectivamente fuera cierto. Sus costumbres mentales se habían vuelto tan firmes que no imaginaba conducta alguna que no tuviera alguna razón, y no creía que ninguna razón fuera...