E-Book, Spanisch, Band 282, 260 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Cash Una tierra más amable que el hogar
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-74-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 282, 260 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16120-74-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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«Un debut conmovedor que se lee como si Cormac McCarthy decidiera reescribir Matar a un ruiseñor de Harper Lee». Richmond Times-Dispatch «Una historia intensamente sentida y hermosamente narrada». New York Times Book Review Los habitantes de la pequeña localidad de Marshall Nord, Carolina del Norte, viven amedrentados por Carson Chambliss, un predicador de oscuro pasado, fundador de la iglesia de River Road. Su gran obsesión es la de exterminar cualquier signo del demonio entre sus fieles siguiendo literalmente el mensaje de unos versículos del Evangelio de San Marcos. Serpientes, fuego... métodos que ya se han cobrado sus víctimas sin que el pastor se haya inquietado jamás. Pero el día que Christopher, un chico autista, fallece asfixiado tras una sesión de imposición de manos, toda la comunidad queda en estado de shock. ¿Accidente? ¿Asesinato? ¿Quién es el culpable de lo ocurrido? ¿Jess, su hermano pequeño, que tenía el deber de cuidar de él? El sheriff Clem Barefield, torturado por la trágica muerte de su hijo ocurrida veinte años atrás, dirige la investigación, en el transcurso de la cual reaparecen todos los secretos y las heridas del pasado. ¿Y si cada uno por sus carencias, su silencio y su ceguera, fuera culpable de la muerte de ese inocente?
Wiley Cash es licenciado en Literatura por la Universidad de Carolina del Norte, tiene un Master of Arts en Inglés por la Universidad de Carolina del Norte y un doctorado, también en Inglés, por la Universidad de Luisiana. Sus relatos han aparecido en la Crab Orchard Review, Roanoke Review y el Carolina Quarterly, y sus ensayos sobre literatura sureña lo han hecho en American Literary Realism, The South Carolina Review y otras publicaciones. Actualmente da clases en el Low-Residency MFA Program de Escritura de Ficción y de No Ficción de la Universidad de Southern New Hampshire.
Weitere Infos & Material
Adelaide Lyle
Uno
Sentada en el coche mientras el polvo de la grava revoloteaba por el aparcamiento, vi el lugar no como era en ese preciso instante bajo el sol abrasador, sino como había sido doce o tal vez quince años atrás: una tienda de las de siempre con gente reunida en torno a la barra, la cola delante de la fuente de soda, niños pidiendo helados de casi todos los sabores imaginables, caramelos a granel, tortas de malvavisco, palomitas dulces con cacahuete y otras cosas que llevaba años sin pensar en volver a probar. Y si hubiera cerrado los ojos, podría haber retrocedido cuarenta o cincuenta años más y habría visto el edificio tal cual era en mis tiempos mozos: una puerta mosquitera cerrándose de golpe, quinqués encendidos que escupían humo negro, caballos polvorientos enganchados a los postes de fuera, donde el vendedor de hielo descargaba cada miércoles por la tarde en la que era la última parada de su ruta antes de salir de la hondonada, la plataforma de su camioneta encharcada con dos dedos de agua fría. Mucho antes de que llegase Carson Chambliss y quitase los anuncios, arrancase los viejos postes de enganche y tapase las ventanas de la fachada con aquel periódico, ahora amarilleado, para impedir que la gente se asomase al interior. Muchísimo antes de que, junto con los diáconos, sacase los refrigeradores rotos en una carretilla y cubriese el suelo de linóleo con filas de sillas plegables y ventiladores eléctricos que te soplaban el calor a la cara. Si hubiese mantenido los ojos cerrados podría haber visto todo esto iluminado por la tenue luz de un recuerdo como una cerilla prendida en una cueva cerrada al sol, pero como tenía los ojos clavados en el parabrisas y a mi espalda se oía el paso fugaz de coches y camiones por la carretera, veía que no era más que un simple edificio de hormigón, y, salvo por el letrero que había al lado de la carretera, ni siquiera se notaba que era un templo. Y eso era exactamente lo que quería Carson Chambliss. Justo después de que el pastor Matthews enfermase de cáncer y muriese en 1975, Chambliss se trajo aquí la iglesia desde el tramo alto del río que discurre por Marshall, un pueblecito de poca monta situado más o menos a una hora al norte de Asheville. Fue entonces cuando Chambliss puso el letrero al borde del aparcamiento. Dijo que lo de mudarnos había sido buena idea porque el templo de Marshall era demasiado grande para que en su interior se pudiera sentir el espíritu, y pienso que hubo quien le creyó; sé que algunos quisimos creerle. Pero la verdad era que al morir el pastor Matthews la mitad de la congregación se había marchado y no entraba suficiente dinero para que nos quedásemos en aquel viejo edificio. El banco se lo quedó y lo vendió a un grupo de presbiterianos, casi todos de fuera del condado de Madison, algunos ni siquiera de Carolina del Norte. Llevan diez años en ese edificio, y creo que se sienten orgullosos de él. Deberían. Era un edificio precioso cuando era nuestro templo, y a pesar de que no lo he pisado desde que nos marchamos, me figuro que lo seguirá siendo. El nombre de nuestra congregación también cambió; de Iglesia de Cristo de French Broad pasó a llamarse Iglesia de Cristo de las Señales en la Carretera del Río. Bajo el nuevo letrero, justo al lado de la carretera, Chambliss rotuló las palabras «Marcos 16,17-18» con pintura negra; es más, le dio por predicar casi en exclusiva sobre ese pasaje, y por eso tuve que hacer lo que hice. Ya había visto bastante, demasiado, y había llegado la hora de marcharme. Había visto a gente que conocía de casi toda la vida coger serpientes y beber veneno, acercarse fuego a la cara solo para ver si no se quemaba. Gente bien devota, además. Personas temerosas de Dios que jamás en su vida habían hecho cosas así. Pero Chambliss les convenció de que no había ningún peligro en desafiar la voluntad de Dios. Les hizo pensar que, si creían, no pasaba nada por asumir el reto. Y casi todos dijeron: «Aquí estoy, Señor. Ven y tómame si es eso lo que quieres. Estoy preparado si Tú lo estás». Y debían de estar preparados; o al menos eso espero, porque fueron muchos a los que vi que se quemaban y se envenenaban, y ni uno hubo que acudiese al médico si caía enfermo o se lastimaba. Por eso las mordeduras de serpiente me preocupaban tanto. Las víboras cobrizas y las serpientes de cascabel aguantaban solo hasta cierto punto, sobre todo con la música a todo volumen y con tanta gente bailando, chillando y desplomándose en el suelo, volcando sillas e imponiéndose las manos los unos a los otros. En todo ese tiempo, hasta que ocurrió lo de Christopher, a la iglesia no se le murió más que una persona de resultas de aquellos tejemanejes, al menos solo una que yo sepa: la señorita Molly Jameson, hace casi once años. Tenía setenta y nueve años cuando ocurrió, dos menos que los que tengo yo ahora. Sospecho que pudo ser una víbora cobriza la que la liquidó. Ahí estaba, subida sobre el pequeño escenario, en el momento en que Chambliss sacó la serpiente de la caja, cerró los ojos y se puso a rezar sobre el animal. Por aquel entonces no tendría más de cuarenta y cinco años; tenía el pelo negro cortado a cepillo como si hubiese servido en el ejército, y por lo poco que sabía de él puede que así fuera. No creo que hubiese entre nosotros ni uno que supiese a ciencia cierta de dónde venía, y si alguno decía saberlo me malicio que probablemente le habían mentido. Nada más terminar de rezar sobre la serpiente, se la pasó a Molly. Aquella mujer que nunca había tenido hijos la cogió con tanta delicadeza como si le estuviesen entregando a un recién nacido; a Molly, una viuda cuyo marido llevaba más de veinte años muerto debido a que se le hundió el pecho cuando su tractor volcó y lo empotró contra un árbol. Pero como venía diciendo, cogió la víbora aquella como a un bebé, se quitó las gafas y la miró de cerca como si realmente lo fuera mientras las lágrimas le rodaban por la cara y los labios se le abrían y cerraban como si estuviese rezando o hablando tan bajito que solo la serpiente pudiera oírla. A su alrededor todos estaban demasiado ensimismados para prestarle atención, bailando, armando barullo y gritando palabras que nadie más entendía. Pero Chambliss seguía clavado en el sitio mirando a Molly. Tenía agarrado el micrófono contra el corazón con aquella mano horrible que se le había quemado años atrás en el sótano de la tienda de piensos de Ponder. Me habían contado que él y unos cuantos hombres de la iglesia se habían reunido en el sótano para rezar, y que además estaban bebiendo queroseno y manipulando fuego cuando, no sé exactamente cómo, la manga de Chambliss se prendió y el fuego le devoró la camisa y le quemó el brazo de un modo espantoso. Más adelante contaron que incluso se le habían fundido los dedos, y que se los tuvo que separar y entablillar para que no se le pegasen mientras cicatrizaban. Nunca llegué a verle el brazo entero porque aquel hombre jamás se remangaba la manga derecha; la izquierda a veces, pero la derecha no. Y no me extraña. La mano derecha te ponía los pelos de punta, incluso una vez cicatrizada. Como ya he dicho, mientras Molly cogía la serpiente Chambliss se mantenía a cierta distancia observando cómo se derramaba sobre ella el Espíritu Santo, y cuando le pareció que estaba llena de él se le acercó y le puso la mano sana sobre la cabeza. Después cogió el micrófono y rezó. Recuerdo al dedillo lo que dijo porque fue la última vez que oí predicar a ese hombre. Fue la última vez que puse los pies en aquel templo hasta hoy. Dijo: «Jesús, oh, buen Jesús, toma a esta mujer y llénala de tu espíritu de la cabeza a los pies. Llénanos a todos, buen Jesús, de tu bondadoso Espíritu Santo. Elévanos en tu nombre, buen Señor». Y dicho esto, puso la mano sana debajo del codo de Molly y la ayudó a elevar la serpiente sobre su cabeza. Él se apartó muy muy despacio, y ella permaneció donde estaba sosteniéndola en alto como para asegurarse de que Dios la veía, los ojos bien cerrados, los pies corriendo sin moverse del sitio, su boca articulando una oración que probablemente no había rezado en toda su vida. Sucedió al bajarla. La primera vez que la atacó le mordió justo debajo del ojo izquierdo, en el pómulo. Y cuando fue a quitársela de la cara le agarró la mano derecha, justo entre el pulgar y el índice, y se resistía a soltar. Molly gritaba y chasqueaba a la serpiente como si fuera un látigo, pero la serpiente tenía demasiada fuerza. Chambliss dejó caer el micrófono, y entre él y dos de los diáconos la tumbaron allí mismo, delante de toda la congregación. La sujetaron y por fin lograron que los colmillos se desprendieran de su mano. Por el modo de manipular a la serpiente se notaba que no querían herirla, pero tampoco que les mordiese. Chambliss la cogió con todo el cuidado del mundo y después abrió la tapa de la caja con la puntera de la bota y dejó que la cosa aquella volviese a deslizarse en su interior. Todos interrumpieron sus bailes cuando oyeron gritar a Molly, y enseguida cesó también la música. Jamás había habido tanto silencio en el templo, hasta que Chambliss se arrodilló al lado de Molly y le acercó el micrófono a los labios como si esperase que dijese algo. «Venga», le dijo, pero lo único que se oía eran los jadeos de Molly, como si le faltase el aliento. Alguien le trajo un vaso de agua, y los dos diáconos la ayudaron a incorporarse y a echar un trago. Cuando la sentaron, se veía que la mejilla se le había empezado a poner azul, y tuvieron que inclinar el...