Crispin | El canto del cisne | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 80, 280 Seiten

Reihe: Impedimenta

Crispin El canto del cisne

Un nuevo y extraño misterio para Gervase Fen
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15578-82-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Un nuevo y extraño misterio para Gervase Fen

E-Book, Spanisch, Band 80, 280 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-82-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Tras el éxito de 'La juguetería errante', vuelve el profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen, para resolver otro extraño crimen a puerta cerrada. Cuando una encopetada compañía de ópera recala en Oxford para poner en marcha la primera producción posbélica de 'Los maestros cantores de Núremberg', de Wagner, la felicidad que reina en el ambiente pronto quedará ensombrecida por la aparición del odioso y molesto tenor Edwin Shorthouse. Todo el mundo tiene un motivo personal para odiar con toda su alma a Shorthouse, pero ¿quién de los presentes será tan torpe como para acabar con él ahorcándole y apuñalándole en su propio camerino, cerrado por dentro? Como dice Edmund Crispin en la primera línea de esta perspicaz novela: 'Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante'. Una inteligente, chispeante y divertida comedia de misterio. Un clásico del género, que recupera a uno de los personajes más memorables de la novela inglesa del XX, el profesor Gervase Fen.

El verdadero nombre de Edmund Crispin era Bruce Montgomery. Nació en 1921 en Chesham Bois, Buckinghamshire y asistió al St. John's College en Oxford, donde se licenció en Lenguas Modernas y donde fue organista y maestro de coro durante dos años. Cuando se le preguntaba por sus aficiones, Crispin solía decir que lo que más le gustaba en el mundo era nadar, fumar, leer a Shakespeare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos. Por el contrario, sentía gran antipatía por los perros, las películas francesas, las películas inglesas modernas, el psicoanálisis, las novelas policíacas psicológicas y realistas, y el teatro contemporáneo. Publicó nueve novelas así como dos colecciones de cuentos, todas protagonizadas por el profesor de Oxford y detective aficionado, Gervase Fen, excéntrico docente afincado en el ficticio St. Christopher's College. Novelas que le hicieron ganarse un lugar de honor entre los más importantes autores ingleses de novela clásica de detectives. Impedimenta emprende con su obra maestra, La juguetería errante (1946), la publicación de la saga de Gervase Fen, a la que seguirán otros títulos, como Trabajos de amor ensangrentados, (1948), El misterio de la mosca dorada (1944), Holy Disorders (1945), Buried for Pleasure (1949) y El canto del cisne, (1947). Crispin dejó de escribir novelas en la década de los cincuenta, pero continuó redactando reseñas de novelas de detectives y de ciencia ficción para el Sunday Times. Murió de un ataque al corazón en 1978.

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Capítulo uno
Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante. Es como si el ajuste milimétrico de la laringe, la glotis y los senos bucofaríngeos que se precisa para la generación de sonidos hermosos tuviera que venir acompañado casi invariablemente —oh, cuán inexcrutables son los caminos de la Providencia— de la estulticia propia de un ave de corral. Sin embargo, tal vez la cosa no sea tanto innata cuanto el resultado de las circunstancias y el entrenamiento. Esa susceptibilidad e irritabilidad de los cantantes, y esos lapsus aterradores y esos vacíos intelectuales, se observan también en los actores… Y se ha advertido desde hace mucho tiempo que los cantantes que tienen relación con el teatro son más obtusos e insufribles que otros cualesquiera. Uno se sentiría inclinado, desde luego, a atribuir esas deficiencias exclusivamente a las consecuencias de la exposición pública a la que se ven continuamente sometidos, si no fuera por la existencia de los bailarines de ballet, que (con unas pocas y notables excepciones) son por lo general particularmente ingenuos y encantadores. Evidentemente no hay una respuesta inmediata y general a este complejo problema. En cualquier caso, el hecho en sí mismo es un dato cierto y admitido por todo el mundo. Elizabeth Harding desde luego era consciente de ello… Tal vez solo teóricamente al principio, pero tuvo una implacable confirmación práctica cuando comenzaron los ensayos de El Caballero de la Rosa.2 De modo que se sintió aliviada al descubrir que aquel Adam Langley era considerablemente más culto e inteligente, y también más esbelto y atractivo, que la mayoría de los tenores operísticos. Tenía la intención de casarse con él y, naturalmente, su capacidad intelectual era un factor que había que tener en consideración. Elizabeth no era en ningún caso una persona fría y calculadora, por supuesto. Pero la mayoría de las mujeres —a pesar de las ficciones románticas que enturbian todo el asunto matrimonial— son lo suficientemente realistas como para examinar con cuidado todos los méritos y deméritos de sus posibles maridos antes de comprometerse. Además, Elizabeth gozaba de una vida holgada e independiente gracias a su propio talento, y había decidido que no iba a abandonar imprudentemente todo aquello al albur de un simple afecto, por muy apasionado que fuera. De modo que examinó la situación con su característica meticulosidad y claridad mental. Y la situación era la siguiente: que se había enamorado explicable y bastante inesperadamente de un tenor de ópera. De hecho, en los momentos en los que las dudas la asaltaban, la palabra «encaprichamiento» le parecía incluso un término más ajustado que «amor». Los síntomas no dejaban la menor duda respecto a su dolencia. Incluso mostraban un parecido tan fuerte con los tropos y los tópicos de las historias de amor convencionales, que casi le resultaban vagamente desconcertantes: pensaba en Adam antes de irse a dormir por las noches; seguía pensando en él cuando se levantaba por la mañana; incluso, como una degradación definitiva, soñaba con él; y corría a la ópera para encontrarse con él con una pasión absolutamente inapropiada en una joven discreta y sofisticada de veintiséis años. En cierto sentido, aquello era humillante; por otra parte, desde luego era la forma más deliciosa y excitante de humillación que hubiera experimentado jamás… Y eso a pesar de haber tenido una experiencia abundante en cuestiones amorosas y haberse entregado a muchas lecturas teóricas sobre la materia. Nunca fue capaz de recordar con claridad cómo llegó a esa situación, pero parecía haber ocurrido de un modo bastante repentino, sin un período de gestación previo ni advertencias preliminares. Un día, Adam Langley no era más que un miembro agradable pero anónimo de una compañía operística; al día siguiente, brillaba en solitario con un esplendor cósmico, en medio de una barahúnda de satélites insignificantes que se tornaban espectrales e irreales a su lado. Ante semejante fenómeno, Elizabeth se sentía un poco como el temeroso cenobita que recibe la visita de un arcángel, y se asombraba al descubrir que aquella experiencia amorosa modificaba la opinión que tenía de la mayoría de las cosas que la rodeaban. «Esas cosas que perdemos por el camino, que se desvanecen…»3 Desde luego, habría rechazado de plano aquella interferencia gratuita en sus puntos de vista habituales de no haber sido por aquel sentimiento sin precedentes de paz y felicidad del que venía acompañada. —Mi Adam querido… —susurró aquella noche a su almohada caliente y taciturna—, mi querido y odioso Adam… —Era una forma de cariño que habría molestado enormemente al objeto de su amor si lo hubiera oído. Hubo más arrumacos de ese tipo, pero semejantes efusiones amorosas conforman un espectáculo tan lamentable que el editor ha decidido eliminarlas; además, el lector puede suponer cómo eran o se las podrá imaginar él solito. El epíteto «odioso» era de todo punto difamatorio. Adam Langley era una persona perfectamente presentable: tenía treinta y cinco años, y unos rasgos amables, agradables y normales, unos ojos castaños risueños, y unos modales corteses que le servían admirablemente para encubir su natural timidez. Su principal defecto residía en cierto aire distraído que en ocasiones adoptaba la apariencia de desidia. Era un hombre confiado, modesto, fácilmente impresionable, e inocente por completo de cualquier pecado salvo de faltas levísimas, y aunque de vez en cuando se había sentido conmovido por una pasión delicada y —a decir verdad— bastante torpe, las mujeres no habían desempeñado un papel muy importante en su pacífica y exitosa vida. Tal vez fuera por esa razón por lo que estuvo durante tanto tiempo sin darse cuenta de lo que Elizabeth sentía por él. Al principio, en todo caso, él la consideraba simplemente como una escritora que había conseguido que la admitieran en los ensayos de El Caballero de la Rosa, con el fin de estudiar el ambiente operístico, pues tenía la idea de utilizarlo en un episodio de su nueva novela. —Pero schön! —le susurró Karl Wolzogen a Adam durante un receso en uno de sus ensayos al piano—. Si al menos esa mujer cantara… ah, amigo mío, ¡menudo Octaviano sería!4 Y, más por cortesía que porque le impresionara el entusiasmo de Karl —que tendía, para ser sinceros, a ser indiscriminado—, Adam se fijó en Elizabeth detenidamente por vez primera. Comprobó que era una mujer pequeña, exquisitamente esbelta, con el pelo castaño claro, ojos azules, una nariz ligeramente respingona, y unas cejas combadas que le conferían un aire un tanto irónico a su semblante. Su voz —en aquel momento estaba hablando con Joan Davis— era grave, intensa y sosegada, con una leve aspereza no del todo desagradable. Se había aplicado el carmín con una notabilísima habilidad, y Adam se sintió gratamente sorprendido, pues en general tenía la impresión de que la mayoría de las mujeres debían de realizar esa operación delante de un espejo distorsionado y mientras sufrían un ataque del baile de San Vito. Iba vestida sobria y carísimamente, aunque con un excesivo toque de masculinidad, para el gusto de Adam. ¿Y respecto a su personalidad? En ese aspecto, se podría decir que Adam estaba un poco empantanado. De todos modos, le gustaba la vitalidad controlada de Elizabeth, y su aplomo, y tanto más cuanto que no había ni una pizca de arrogancia en él. Años después Adam solía bromear atribuyendo su matrimonio a una conspiración de los señores Strauss y Hofmannsthal. Los papeles principales de El Caballero de la Rosa eran para tres sopranos y un bajo. A Adam, siendo tenor, lo habían engatusado para que asumiera el pequeño y despreciable papel de Valzacchi,5 y esto le permitía estar la mayor parte del tiempo desocupado durante los ensayos. Era inevitable que Elizabeth y él acabaran juntos… Y hasta ese momento, todo fue bien. Pero entonces se presentó un obstáculo, que ni por un instante se le había pasado por la cabeza a Adam, y era que Elizabeth pudiera desear que su relación alcanzara un nivel superior al de una desinteresada amistad, que era como había comenzado. Y en ese plano se había mantenido obstinadamente, ciego a los encantos y a los afectos, sordo a las sugerencias y a las insinuaciones, en un estado de paradisíaca inocencia asexual que desesperaba por completo a Elizabeth, sobre todo porque parecía perfectamente natural e inconsciente. Durante algún tiempo se sintió desconcertada. Y comprendió que una declaración abierta de sus sentimientos, más que incitarlo a tomar una decisión, muy probablemente lo pondría en guardia… Aparte de que su propia y característica discreción acabaría adornando una declaración semejante con un perceptible tono de incongruencia y falsedad. Dice mucho del estado de semihipnosis en el que estaba sumida su mente que solo se le ocurriera la solución obvia después de transcurrido un tiempo considerable: sencillamente, lo único que había que hacer era encontrar a una tercera persona que mediara entre ellos. Fuera de la ópera no tenían amigos comunes, y dentro solo había una posible elección para una misión tan delicada. La persona indicada tenía que ser una mujer… Y una mujer, además, que tuviera cierta edad, una mujer de mundo, sensata, y con quien Adam tuviera confianza. Así que una tarde, después de los...



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