Díaz | A lo lejos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 207, 344 Seiten

Reihe: Impedimenta

Díaz A lo lejos


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-61-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 207, 344 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-61-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Håkan Söderström, conocido como 'el Halcón', un joven inmigrante sueco que llega a California en plena Fiebre del Oro, emprende una peregrinación imposible en dirección a Nueva York, sin hablar el idioma, en busca de su hermano Linus, a quien perdió cuando embarcaron en Europa. En su extraño viaje, Håkan se topará con un buscador de oro irlandés demente y con una mujer sin dientes que lo viste con un abrigo de terciopelo y zapatos con hebilla. Conocerá a un naturalista visionario y se hará con un caballo llamado Pingo. Será perseguido por un sheriff sádico y por un par de soldados depredadores de la guerra civil. Atrapará animales y buscará comida en el desierto, y finalmente se convertirá en un proscrito. Acabará retirándose a las montañas para subsistir durante años como trampero, en medio de la naturaleza indómita, sin ver a nadie ni hablar, en una suerte de destrucción planeada que es, al mismo tiempo, un renacimiento. Pero su mito crecerá y sus supuestas hazañas lo convertirán en una leyenda. Una novela llamada a reinventar un género. Un western atmosférico en el que cantinas, vagones mineros, indios y buscadores de oro conviven en místicos espacios silenciosos que nos traen a la memoria a Cormac McCarthy y las aventuras del trampero Jeremiah Johnson.

Hernán Díaz nació en Buenos Aires en 1973 y, en la actualidad, trabaja en la Universidad de Columbia. Es el autor del estudio de teoría literaria Borges, entre la historia y la eternidad (2012) y es el editor de una revista académica dentro del Hispanic Institute de la propia universidad. Sus cuentos y ensayos han aparecido en medios como The New York Times, Playboy, Granta o The Paris Review. Su primera novela, A lo lejos (2018; Impedimenta, 2020) fue galardonada con el Saroyan International Prize, el Cabell Award, el Prix Page America y el New American Voices Award, entre otros, además de ser incluida entre los mejores diez libros del año según el Publishers Weekly. La obra también resultó finalista del Premio PEN/Faulkner a la mejor ficción y del Premio Pulitzer de 2018 por 'su rechazo de las convenciones del género de la novela histórica, su análisis de los estereotipos que pueblan nuestro pasado y su retrato de la alteridad extrema'. Vive en Nueva York.

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El agujero, una estrella abierta a golpes en el hielo, era la única alteración visible en la blanca planicie fundida con el blanco cielo. Ni asomo de viento ni de vida ni de sonido. Dos manos salieron del agua y tantearon los bordes del anguloso agujero. Los dedos, evaluadores, tardaron unos segundos en escalar las altas paredes de la abertura, que recordaban a los riscos de un cañón en miniatura, y alcanzar la superficie. Una vez sobre el borde, se clavaron en la nieve y tiraron hacia arriba. Apareció una cabeza. El nadador abrió los ojos y miró al frente, hacia la extensión sin horizonte. Tanto su largo cabello blanco como su barba estaban entreverados de mechones pajizos. Ninguno de sus gestos revelaba agitación alguna. Si le faltaba el aliento, el vapor de su respiración resultaba invisible sobre el fondo incoloro. Apoyó los codos y el pecho en la nieve aplastada, y volvió la cabeza. Alrededor de una docena de hombres impacientes y barbudos, abrigados con pieles y lonas, lo miraban desde la cubierta de la goleta atrapada en el hielo, a unos escasos treinta metros de distancia. Uno de ellos gritó algo que llegó hasta él como un murmullo ininteligible. Risas. El nadador resopló para librarse de una gota que le colgaba de la punta de la nariz. Frente a la rica y detallada realidad de esa exhalación (y de la nieve que crujía bajo sus codos y del agua que chapoteaba contra el borde del agujero), los débiles sonidos provenientes del barco parecían filtrarse desde un sueño. Ignorando los gritos amortiguados de la tripulación y sujeto aún al borde, apartó la vista del barco y miró, de nuevo, el blanco vacío. Sus manos constituían las únicas señales de vida que alcanzaba a ver. Salió del agujero, tomó la hachuela que había usado para romper el hielo y de pronto se detuvo, desnudo, entrecerrando los ojos ante el cielo brillante y carente de sol. Parecía un Cristo anciano y fuerte. Tras enjugarse la frente con el dorso de la mano, se inclinó y tomó el rifle del suelo. Solo entonces pudieron apreciarse sus colosales dimensiones, pues no resultaba fácil estimar su tamaño en aquella vacía inmensidad. El rifle no parecía más grande que una carabina de juguete en su mano y, aunque lo sujetaba por el cañón, la culata no alcanzaba el suelo. Con el rifle como referencia, la hachuela apoyada en el hombro resultó ser un hacha. Aquel hombre desnudo era todo lo grande que se puede llegar a ser sin dejar de ser humano. Observó las huellas que había dejado de camino a su baño helado y las siguió de regreso al barco. Una semana antes, desoyendo el consejo de la mayoría de su tripulación y de algunos pasajeros francos, el joven e inexperto capitán del Impeccable había puesto proa al estrecho, donde los témpanos de hielo, cementados por una tormenta de nieve a la que siguió una severa racha de frío, terminaron por aprisionar el barco. Dado que estaban a principios de abril y la tormenta solo había interrumpido fugazmente el deshielo iniciado unas semanas atrás, las consecuencias no fueron más allá de un racionamiento estricto de las provisiones, una tripulación aburrida y molesta, unos pocos mineros contrariados, un funcionario muy preocupado de la Compañía de Refrigeración de San Francisco y la destrucción de la reputación del capitán Whistler. La primavera liberaría el barco, pero también comprometería su misión: la goleta debía cargar salmón y pieles en Alaska, y, a continuación, al haber sido fletada por la Compañía de Refrigeración, debía hacerse con un buen cargamento de hielo para San Francisco, las islas Sándwich y puede que incluso China y Japón. Al margen de la tripulación, la mayoría de los hombres a bordo eran mineros que habían pagado el pasaje con su trabajo; arrancaban a fuerza de explosivos y mazas los grandes bloques de los glaciares, que acto seguido eran transportados al barco y almacenados en la bodega sobre un lecho de heno, bajo una pobre cobertura de pellejos y lonas. Navegar de regreso al sur, surcando aguas cada vez más cálidas, mermaría el cargamento. Alguien había mencionado lo curioso de que un barco de hielo quedara atrapado precisamente en el hielo. Nadie se rio, y el comentario no volvió a repetirse. El nadador desnudo habría sido incluso más alto si no fuera tan estevado. Pisando nada más que con la parte exterior de las plantas de los pies, como si caminara sobre piedras afiladas, inclinado hacia delante y meciendo los hombros para conservar el equilibrio, se acercó despacio al barco, con el rifle cruzado a la espalda y el hacha en la mano izquierda, y, con tres ágiles movimientos, trepó por el casco, alcanzó la borda y saltó a cubierta. Los hombres, ahora callados, fingieron apartar la vista, pero no podían evitar mirarlo de reojo. Aunque su manta seguía donde la había dejado, tan solo a unos pasos de él, el nadador se quedó donde estaba, mirando más allá de la borda, por encima de las cabezas de los demás, como si se encontrara solo y el agua de su cuerpo no se estuviera helando lentamente. Era el único hombre de pelo blanco en el barco. Su constitución, castigada y no obstante musculosa, exhibía una delgadez extrañamente robusta. Por fin, se tapó con su manta de retales, que le cubrió la cabeza de un modo monacal, para después encaminarse a la escotilla y desaparecer bajo cubierta. —¿Y decís que ese pato mojado es el Halcón? —preguntó uno de los mineros, y a continuación escupió sobre la borda y se rio. Así como la primera carcajada, cuando el alto nadador estaba todavía lejos en el hielo, había sido un rugido colectivo, esta no fue más que un manso murmullo. Solo unos pocos soltaron unas risitas tímidas, mientras que la mayoría simuló no haber oído el comentario del minero ni haberlo visto escupir. —Vamos, Munro —suplicó uno de sus compañeros, tirándole suavemente del brazo. —Pero si hasta camina como un pato —insistió Munro, librándose de la mano de su amigo—. ¡Cuac, cuac, patito! ¡Cuac, cuac, patito! —entonó al tiempo que anadeaba imitando los peculiares andares del nadador. Esta vez solo dos de sus compañeros se rieron, con cierto disimulo. Los demás se alejaron lo máximo posible del bromista. Unos pocos mineros se reunieron alrededor de la agonizante hoguera que algunos de los tripulantes trataban de mantener encendida en la popa; al principio, el capitán Whistler había prohibido hacer fuego a bordo, pero, en cuanto resultó evidente que permanecerían atrapados en el hielo bastante tiempo, al humillado capitán no le quedó suficiente autoridad para sostener la prohibición. Los hombres de mayor edad formaban parte de un grupo que se había visto forzado a abandonar sus minas en septiembre, cuando el barro comenzó a transformarse en piedra, y ahora estaban tratando de volver a su hogar. El más joven, el único pasajero sin barba, no debía de tener más de quince años. Planeaba unirse a otro grupo de mineros, con la esperanza de hacer fortuna más al norte. Alaska era toda una novedad, y los rumores sobre ella corrían como la pólvora. De pronto, llegaron gritos agitados desde el extremo opuesto del barco. Munro sujetaba por el cuello a un hombre escuálido, con una botella en la otra mano. —El señor Bartlett ha tenido la amabilidad de invitarnos a todos a una ronda —anunció Munro. Bartlett hacía muecas de dolor—. De su bodega privada. Munro tomó un trago, soltó a su víctima e hizo circular la botella. —¿Es cierto? —preguntó el chico, volviéndose hacia sus compañeros—. Lo que se dice del Halcón. Las historias. ¿Son ciertas? —¿Cuáles? —replicó un minero—. ¿La de aquellos hermanos a los que mató a mazazos? ¿O la del oso negro de la Sierra? —Querrás decir el león de montaña —intervino un hombre desdentado—. Era un león. Lo mató con sus propias manos. A unos pasos, un hombre con un andrajoso abrigo cruzado, que había estado escuchando con disimulo, dijo: —Una vez fue jefe. En las Naciones Indias. Fue allí donde se ganó su nombre. Poco a poco, la conversación fue captando la atención de aquellos que se encontraban en cubierta hasta que la mayoría acabaron reunidos en la popa, alrededor del grupo original. Todos tenían una historia que contar. —La Unión le ofreció su propio territorio, como un estado, con sus propias leyes y todo. Solo para mantenerlo alejado. —Camina de esa manera tan extraña porque le marcaron los pies con un hierro candente. —Tiene todo un ejército escondido en la tierra de los cañones, esperando su regreso. —Su banda lo traicionó, y los mató a todos. Los relatos se multiplicaron y no tardaron en surgir varias conversaciones simultáneas, que iban aumentando de volumen a medida que los hechos narrados ganaban en audacia y rareza. —¡Mentiras! —gritó Munro, acercándose al grupo. Estaba borracho—. ¡Todo mentiras! ¡No hay más que mirarlo! ¿Es que no lo habéis visto? Solo es un viejo cobarde. Yo mismo podría acabar con una bandada de halcones en cualquier momento. Como si fueran palomas, ¡acabaría con ellos! ¡Bang, bang, bang! —Disparó al cielo con un rifle invisible—. En cualquier momento. Que venga ese, ese, ese líder bandolero, ese, ese, ese, ese jefe indio. ¡En cualquier momento! Es todo mentira. La escotilla que conducía al sollado se abrió con un crujido. Todo el mundo calló de golpe. Trabajosamente, el nadador salió a cubierta e, igual que un coloso debilitado, avanzó hacia el grupo como si le costara caminar. Vestía unos pantalones de cuero, una camisa raída y varias capas indefinidas de lana,...



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