Gerhardie | Los políglotas | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 125, 384 Seiten

Reihe: Impedimenta

Gerhardie Los políglotas


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15979-86-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 125, 384 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15979-86-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



'Los políglotas', considerada una de las obras maestras subterráneas de la literatura inglesa y, para William Boyd, la novela más influyente del siglo XX en ese idioma, narra la historia de una excéntrica familia belga afincada en el Lejano Oriente durante los turbulentos años que siguieron a la Gran Guerra. Exiliados, empobrecidos tras el estallido de la Revolución Rusa, reciben la visita de un engreído primo inglés, el capitán Georges Hamlet Alexander Diabologh, que aparece en sus vidas durante una misión militar y se convierte en testigo de sus infortunios. La historia está plagada de personajes de una rareza arrolladora: maniacos depresivos, obsesivos e hipocondriacos. A medio camino entre 'Ada y el ardor', de Vladimir Nabokov y 'Trampa 22', de Joseph Heller, 'Los políglotas' retrata un mundo delirante y convulso, donde lo irracional aflora en los momentos menos pensados y la herencia de Babel amplifica el sonido inconfundible de lo humano. Brillante, inclasificable y atemporal, Gerhardie fue aclamado en su época por autores como Graham Greene, H. G. Wells o Evelyn Waugh, quien lo consideraba un auténtico genio.

William Alexander Gerhardie nació en San Petersburgo en 1895. Pasó una juventud propia de su tiempo, a la vera de los grandes cataclismos del siglo XX. Criado en la Rusia zarista, en el seno de una próspera familia inglesa, Gerhardie participó en la primera guerra mundial como agregado militar en Petrogrado y fue testigo de la Revolución Rusa en Siberia, como miembro de la Misión Militar Británica. Futilidad, su primera novela, que escribió mientras estudiaba en el Worcester College, en Oxford, narra sus experiencias como soldado antibolchevique en la Revolución Rusa. Su siguiente novela, Los políglotas (1925), fuertemente influenciada por el estilo tragicómico de Chéjov, se considera unánimemente su obra maestra. En 1928 publicó Doom, un trabajo casi a la altura de su antecesora, aunque tendría menos influencia en escritores de generaciones posteriores. En 1934 aparecería Resurrection, la última obra que, bajo su nombre, publicaría en vida. Tras la segunda guerra mundial la fama de Gerhardie se desvaneció, y su obra pasó de moda. Aunque siguió escribiendo, solamente fue objeto de varias publicaciones recopilatorias en los años setenta. A su muerte, en 1977, fue encontrada entre sus pertenencias una novela que recogía la historia del mundo entre 1890 y 1940, God's Fifth Column. Solo en los últimos años se ha reivindicado su figura y, así, William Boyd consideraría Los políglotas la novela inglesa más influyente de todo el siglo XX, recogiendo el testigo de Evelyn Waugh, que lo consideraba un auténtico genio, o de Graham Greene, que lo tenía por el escritor más brillante de su generación.

Gerhardie Los políglotas jetzt bestellen!

Weitere Infos & Material


5
Los Vanderflint y los Vanderphant

Bajamos en Tokio como si fuera Clapham Junction y nos fuimos directos al Hotel Imperial. También Tokio parecía una ciudad de lo más extraña. Las casas eran extrañas; los hombres, las mujeres y los niños iban de un lado a otro subidos a extraños pedazos de madera, como muñecos mecánicos. El sol ardía en medio del cielo cuando subimos a unos rickshaws y salimos en busca de la casa de mi tía. En cuanto doblamos la esquina de su calle, nos topamos con una visión de rizos morenos y labios rojos, que llevaba falda corta y se movía sobre unas seductoras piernas. Tenía una suave mirada risueña, y los ojos le chispeaban bajo el sol con un centelleo violeta. Con la cabeza algo gacha —y los cordones de los zapatos desatados—, pasó en un abrir y cerrar de ojos, para desaparecer a la vuelta de la esquina. Adiviné que era Sylvia, quizá de camino a alguna tienda. Yo solo había visto dos o tres fotos de ella, y no muy buenas, la verdad, pero su boca tenía cierta dulzura que me hizo reconocerla de inmediato. ¡Cómo había crecido! ¡Qué «hallazgo», sin duda! Uno leía sobre muchachas como esas en las novelas de la señorita Dell, pero rara vez se las cruzaba en la vida real. Aunque lo que más me había cautivado de ella desde siempre, desde mucho antes de ver su retrato, era su precioso nombre: Sylvia-Ninon. A nuestra llegada nos recibió una esbelta mujer de mediana edad, a cuyos talones entró una versión un poco más rellena. «¡Berthe!», dijo la gordita a viva voz, y la más delgada se volvió y nos miró de arriba abajo. Cuando pasamos al salón, entró una niña e hizo una reverencia a la manera latina, seguida por una segunda niña (révérence), obviamente de la misma camada. Aquello era una familia, saltaba a la vista: la madre, la hermana y las dos hijas. —Su tía bajará en un momento —dijo la mayor de las damas, que se llamaba Berthe. Y mientras conversamos en francés («monsieur», «madame», con los habituales cumplidos alusivos), oí un frufrú, se abrió la puerta y una mujer alta, delgada y de cabello cano entró encorvada en la habitación. —Vaya, vaya, aquí estás por fin, George. Hablaba arrastrando las palabras, en una voz de barítono profundo que me recordó a la de mi padre. La besé y ella me besó a su vez. Noté que me hacía cosquillas en la mejilla con su bigotito. —Tía, le presento a mi amigo —dije—, el mayor Beastly. —¿Mayor qué? —preguntó mi tía. —Beastly. Para no reírse echó una rápida mirada a su alrededor. —Este es mi sobrino George —dijo con vaguedad—. Madame Vanderplant y mademoiselle Berthe. Madeleine y Marie. Todas vinimos juntas de Dixmude. De eso hace, ¿cuánto hace ya?, cuatro años. —Sí, los Vanderphant y los Vanderflint nos hemos llevado muy bien siempre, como si fuéramos una sola familia, n’est-ce pas, madame? —dijo madame Vanderphant, con una agradable sonrisa. De inmediato la tía Teresa asumió una actitud presidencial ante la concurrencia. Al hablar me recordaba a mi padre, pero en casi todos los demás detalles difería de él por completo. Los ojos de la tía Teresa eran grandes, luminosos, tristes y fieles, como los de un perro San Bernardo. Tras ella llegó un hombrecito de bigote laqueado, vestido con un traje marrón: a todas luces, el tío Emmanuel. Se me acercó con cierta timidez y, tras tocar los tres galones que llevaba yo en el hombro, me dio una palmada de aprobación en la espalda: —¡Ya eres capitán! Ah, mon brave! —Mi reciente ascenso —dije— se debe a que le palmeé la espalda a cierto coronel del Ministerio de Defensa en cierto momento psicológico: justo cuando su ego coronaba la cima del entusiasmo. Si se la hubiera palmeado un segundo antes o uno después, mi carrera militar habría tomado otro rumbo bien diferente. Estoy seguro. El tío Emmanuel no comprendió nada, pero, convirtiendo el caso en una máxima humana, murmuró: —Que voulez-vous? —Sí, de no ser por eso no estaría aquí. —Después de una gran guerra siempre hay montones de guerras pequeñas; para hacer la limpieza —dijo el tío Emmanuel, encogiéndose de hombros. —Zarpamos tres días antes del armisticio. —Estábamos en medio del Atlántico —dijo Beastly— cuando se declaró el armisticio. ¡Vaya borrachera nos agarramos! —À Berlin, à Berlin! —dijo mi tío. Es fatigoso retratar gente real en una novela. Si ustedes estuvieran aquí conmigo —o pudiéramos darnos cita de algún modo— les transmitiría en un abrir y cerrar de ojos la personalidad del mayor Beastly, por medio de una representación visual. Por desgracia, hacer algo así no es posible. Al oír el comentario de mi tío, igual que ante todos los comentarios, Beastly entrecerró un ojo, asintió y soltó una risotada, como si todo aquel asunto —los alemanes, los aliados, mi tío Emmanuel— confirmara sus peores sospechas. Luego se abrió la puerta y Sylvia se acercó a hurtadillas, con la vista clavada en el suelo. La miré de cerca y noté que sus labios eran deliciosos y no pedían otra cosa que un beso. Tenía los mismos ojos de San Bernardo que su madre, aunque quizá los de un San Bernardo más joven, uno que moviera el rabo. Tras saludarme, fue hasta el sofá y se puso a jugar a las muñecas consigo misma, con poca convicción, según me pareció, quizá por pura timidez. Luego dijo: —¿Dónde está el Daily Mail? Y se levantó a buscarlo, lo abrió sobre el sofá y se puso a leer. El tío Emmanuel se quedó de pie con aire pensativo, como si estuviera meditando antes de lanzarse a dar voz a sus pensamientos. —Sí —dijo—, sí… —Hoy, tras haber concluido la Gran Guerra, el mundo se encuentra en un estado de ánimo tan infantil como antes de que se declarase —continué—. Ni siquiera respondo por mí mismo. Si mañana mismo volvieran a sonar los clarines, convocando a los hombres de Gran Bretaña a las armas, invitándonos a marchar contra cualquier enemigo imaginable, y una legión de muchachas adorables dijeran: «No queremos perderos, pero sentimos que tenéis que ir», y nos amaran y nos besaran y nos infundieran coraje, me resultaría difícil sobreponerme a la fascinación de ponerme de nuevo el uniforme de oficial. Así soy yo. Un héroe por naturaleza. Me di cuenta de que la ironía no era el fuerte de mis parientes. Una vez más, el tío Emmanuel no comprendió nada, pero murmuró «Que voulez-vous?», a lo que acompañó con un gesto acorde. Mientras hablaba, era consciente en todo momento de mi prima Sylvia —con su falda corta y sus piernas largas, enfundadas en medias de seda blanca—, que jugaba a las muñecas en el sofá. Por mi parte, no sé de nada que sea tan secretamente estimulante como el primer encuentro con una prima guapa. El éxtasis de reconocer a nuestros parientes comunes, de remontar hasta su origen el lazo de sangre que nos une. Al mirarla me pareció asombroso que aquella muchacha, con sus dieciséis primaveras y sus lustrosos ojos vivos color avellana, aunque de mirada un poco asustadiza, fuera mi prima, me tuteara y tuviera en cierto modo un conocimiento íntimo de los detalles de mi infancia. Sentí el deseo de bailar con ella en un salón atestado de gente que pusiera de manifiesto la intimidad de nuestros movimientos, de nuestros gestos, de nuestros murmullos, de nuestras miradas; de deslizarme con ella río abajo en una casa flotante china o, mejor aún, de volar hasta una isla encantada y beber de ella hasta saciarme. Sobre lo que haríamos en última instancia en dicha isla desierta, por supuesto, no se me ocurría ninguna idea. La tía Teresa, según explicó, acababa de levantarse de la cama para recibirme. ¡Qué gran esfuerzo! Y el tío Emmanuel le preguntaba de cuando en cuando si estaba bien, si la conversación no la estaba cansando demasiado. No, se quedaría con nosotros un poco más. De hecho, saldríamos a sentarnos a la terraza. Hacía demasiado calor para moverse, de manera que, durante todo el día y hasta que cayó la noche, nos quedamos sentados en unos blandos sillones de cuero en la galería abierta, con una expresión atontada, impotentes tras dar cuenta de un almuerzo especialmente pesado, incapaces de hacer otra cosa que soñar despiertos. Y así nos pasamos la tarde, mirando el jardín y, más allá, la calle, mientras a nuestro alrededor todo parecía extraño e irreal. Una extrañeza, cargada de encanto, que hechizaba el lugar. Y en mi ensoñación yo imaginaba que las estatuillas en movimiento y el paisaje de colores extraños eran una mera escena de ballet o bien una mampara japonesa: tan irreales parecían. Hasta los árboles y las flores parecían árboles y flores artificiales. Pájaros o insectos extraños hacían un extraño sonido continuo. No corría nada de brisa, e incluso las hojas de los árboles estaban inmóviles, encantadoramente lánguidas, perdidas en lo irreal. —Hoy el aire es suave y tibio como en primavera, y nos envuelve como en primavera; pero ya no es época de flores de cerezo. Al hablar, la tía Teresa me miró larga, triste y reposadamente. Permítanme decir que soy bastante apuesto. Pelo lacio negro peinado hacia atrás, bonitos labios, y algo en la boca, en los ojos, algo, un algo...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.