Gustafsson | Imágenes de Suecia | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 176 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Gustafsson Imágenes de Suecia


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17281-64-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 176 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-17281-64-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En este libro esclarecedor, los autores, que casualmente son marido y mujer, presentan una visión personal de Suecia, un país del que la mayoría de nosotros sabemos muy poco. Lo hacen mediante la redacción de textos breves que se centran en diferentes aspectos de Suecia y la vida sueca. Comenzamos en el sur, visitando primero la ciudad de Lund antes de viajar al norte, con excursiones al este y al oeste, que terminan en la ciudad de Gallivare, en una región que es hogar de los sami: el país de los renos. Ciertamente, es significativo que la vida silvestre se destaque en el libro: renos, lobos, diferentes tipos de peces y, por supuesto, el alce, junto con los hábitats, los fiordos, los bosques y los humedales de los que dependen. La mejor forma de descubrir un país es leyendo antes de viajar. Gustaffson nos muestra los rincones favoritos de su país.

PREMIO GOETHE 2009 Lars Gustafsson (Västerås, 1936). Filósofo, novelista y poeta sueco. Está considerado como uno de los principales representantes de la literatura sueca contemporánea. Se licenció en Filosofía por la Universidad de Uppsala y ha sido profesor en la Universidad de Texas (Austin) hasta mayo de 2006, fecha en la que se ha jubilado. Como escritor con formación y dedicación a la filosofía, en sus novelas intenta poner orden en una realidad aparentemente caótica, que sus personajes afrontan con dificultad. Su obsesión por el tiempo y la identidad le han hecho ser considerado como 'el Borges sueco'.La más importante de sus obras es Muerte de un apicultor. Destacan también: La tarde de un solador, Música fúnebre para masones y Fiesta familiar.

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EL NOCKEBYTORG DE MI INFANCIA
El viejo tranvía doce sigue traqueteando entre Nockeby y Alvik, aunque ya no tanto como antes. Los vagones se han ido sustituyendo por otros más modernos, y los nuevos son más o menos iguales a los que se ven en el resto de Europa: prácticos, aerodinámicos, pero carentes de encanto. También el viejo doce estuvo a punto a desaparecer en algún momento de los ochenta, pero «se salvó» gracias a una protesta masiva movilizada por los actuales habitantes de la zona, acomodados e influyentes. Y ahora, en Estocolmo, donde en su día se suprimieron las antiguas vías de tranvía, surgen otras nuevas. Por fin se ha entendido que, desde una perspectiva ambiental, el tranvía es preferible al tráfico de automóviles y autobuses. ¿Quién determina si un lugar es auténtico? Crecen nuevas generaciones de niños y reclaman como propio su entorno, aquel donde se desarrolla su infancia. Sí, vivimos en un mundo determinado por el sujeto y las experiencias que este vive. Por eso, huelga decir que el Nockebytorg de mi infancia es el que cuenta. El universo de mis primeros años se ceñía a los alrededores de las vías del doce, entre la plaza de Nockebytorg y Olovslund, donde se abría un mundo desconocido, y acababa justo al pasar Brålunden, una calle un tanto peligrosa, con sus casas blancas y bajas de alquiler, donde se hacinaban familias numerosas y donde uno, en su condición de niño que vivía en una villa, se podía ver «asaltado», u ofendido de algún otro modo, y al otro lado estaba la silenciosa y un tanto anónima Nockebyvägen, con sus grandes villas pintadas de blanco. A Brålunden iba los domingos a catequesis. Había que bajar unas escaleras hasta un sótano, donde nos daban unas pegatinas con motivos de la vida de Jesús que teníamos que pegar en un libro: aquella era la mejor parte. Pero nunca me apetecía ir porque por el camino podía pasar de todo, como que esa gamberra, Gun Britt, apareciera de pronto por alguna esquina y me asustara. Vivíamos en una gran villa de madera en Thaliavägen, justo donde había una colina empinada, o al menos antes lo era, que conducía hasta la plaza. También se podía llegar hasta ella cruzando el «parque» que había al lado de nuestra casa, pero en invierno colocaban una señal amarilla encima de las escaleras que decía: «No pasar» y, justo ahí, los niños mayores habían construido un tobogán de hielo en la calle que terminaba en un elegante y curvo montículo de nieve, para que quien se tirara por el tobogán no se estampara directamente contra algún pino. Pero esto a veces sí pasaba, y a menudo había restos rojos de sangre en el montículo de nieve, además del asqueroso pis amarillo de algún perro. Alguien tenía por costumbre tapar la s de la señal con una bola de nieve, para que en sueco se leyera: «No respirar» y mi hermano pequeño, que justo acababa de aprender a leer, se tronchaba. El «parque» no era un parque como tal, sino un camino de arena que atravesaba un trocito de naturaleza que había entre la parte trasera de los jardines de las villas y las vías del tranvía. Toda la zona tendría una superficie de unos ochocientos metros cuadrados, pero a nosotros nos valía más que de sobra como tierra de aventuras. Levantábamos cabañas, incluso esquiábamos por allí, con esos esquíes cortos y anchos con la punta redondeada a los que uno ata sus botas con una pequeña correa de cuero. Esos desniveles ahora insignificantes se nos antojaban por entonces grandes pendientes. En un rinconcito que yo velaba cuidadosamente había chantarelas. Desde mi infancia más temprana, la zanja que se abría junto al recorrido del tranvía entre Nockebytorg y Olovslund pasó a ser mi escondrijo, naturalmente prohibido. Hay una singular contradicción en la arbitraria forma en que nuestros padres nos criaron a mi hermano pequeño y a mí: en muchos sentidos eran muy estrictos, pero al mismo tiempo pasábamos gran parte del día sin vigilancia alguna y a nuestro libre albedrío. Obviamente, nuestros padres no tenían ni idea de lo que hacíamos en realidad mientras papá estaba en la junta de misioneros y mamá permanecía recluida en nuestra gran casa. Hoy parece que a los niños pequeños se los vigila a tiempo completo; las maestras de guardería y los monitores de tiempo libre parecen estar ahí constantemente, como ansiosos ángeles de la guarda. Pero volvamos a la zanja que nos ocupa. Ahí recogía, a principios de primavera, los primeros tusilagos, hepáticas o las tempranas violetas silvestres, que desprendían un olor tan delicioso como el de los caramelos de violeta que mamá llevaba siempre en el bolso; o, a veces, metía la mano tanto como podía entre los barrotes de los jardines de las villas para arrancar las flores, ¡parece mentira que mi madre nunca se preguntara de dónde procedían los ramos que le traía! Ni siquiera una vez que le llevé tulipanes de los parterres que había en la plaza (donde ahora hay un aparcamiento) se le ocurrió preguntarme. En otoño robábamos bayas que crecían de las ramas que sobresalían de entre los barrotes del vallado. ¡Y qué dulces eran las uvas espinas del señor Levedal, grandes y rojas, y qué divertido era arrastrarse por la zanja hasta su jardín! El cuerpo entero me temblaba ante el riesgo de que el doce me pitara a modo de advertencia, o de que el señor Levedal, que estaba jubilado y, por lo tanto, era un vejestorio, saliera corriendo de su villa y gritara su clásico: «¡Eh, tú, joven, te voy a dar yo a ti!». Había que estar pendiente de los intervalos de doce minutos con que circulaba el doce: no era poca la vergüenza que pasaba cuando no me daba tiempo a agacharme y el conductor hacía sonar la campana de advertencia o, ¡pobre de mí!, cuando el doce se detenía por completo y el conductor se bajaba enfurecido de la cabina de mando, echando chispas. Sin embargo, tenía mis escondrijos seguros: uno estaba detrás de un frambueso, un retoño de una zona donde abundaban las frambuesas, detrás del cual uno se volvía totalmente invisible frente a las vigilantes ventanas del doce; el otro estaba frente a la valla destartalada de una casa donde vivía una señora muy mayor, menuda y desmemoriada. Esta zanja no tenía más de un metro de ancho pero era, de principio a fin, mi territorio. Thaliavägen era una calle por la que entonces apenas circulaban coches y en mitad de la cual los niños podíamos jugar sin estorbos. En invierno quedaba rodeada de altos montículos de nieve, de los que se ocupaban Birre —con una nariz roja que parecía una fresa—, un caballo de tiro humeante que llevaba siempre el hocico metido en un saco de avena, y una quitanieves de madera con tres cantos. Estos montículos se cavaban y con la nieve se acababan levantando fuertes en los que estallaba una guerra que se libraba con una munición de duras bolas de nieve. Y en Nochebuena siempre nevaba, y papá y yo, después de abrir los regalos y haber terminado de comer, salíamos los dos de la mano hacia esa blancura grande y silenciosa. El mundo conocido comprendía por entonces tres villas bajando por nuestro lado de la carretera, cinco del otro lado, y otras cuantas enfrente, donde empezaba Författarvägen. Eran como castillos fortificados y el olor de cada vestíbulo era totalmente singular, hasta tal punto que aún hoy, guiándome solo por el olfato, podría determinar en cuál de ellas estoy, y cada una de ellas estaba regida por un ama de casa (aunque la palabra por entonces no existía, ¿no?), salvo por dos excepciones: la señora Levedal, que todas las mañanas iba hasta el doce para dirigirse a la oficina de telégrafos, y la señora Bodecker, que también trabajaba fuera de casa. Esa plaza a pequeña escala, con todas sus tiendecitas, sigue aún ahí, aunque por supuesto ha cambiado. Han pasado muchas cosas en los últimos sesenta años. La prosperidad es mayor y, con ella, los precios de las villas también han aumentado; Nockeby, un ensanche de la ciudad de Estocolmo, es ahora una zona residencial muy popular, tal vez porque conserva ese ambiente provinciano. La zona se construyó a principios de los años treinta y los apartamentos son ahora condominios en los que se pagan unas 60.000 coronas por metro cuadrado. En mi época vivían en torno a la plaza personas de todo tipo, y casi todo lo que uno necesitaba comprar lo encontraba ahí. Me pregunto si el dueño de esa sofisticada boutique sabe que su local lo ocupaban antes el señor y la señora Suhr y su tienda de pinturas. La señora Suhr, siempre algo estirada y seria, con la tez pálida y unas gafas marrones, iba siempre vestida con su sempiterna bata blanca; mientras que el señor Suhr, que solía estar al fondo, se pasó toda mi infancia ataviado con una bata verde y un lápiz detrás de la oreja. De los estantes que había en los misteriosos y recónditos lugares de la tienda uno podía coger todo lo que necesitara: antes no era tan difícil elegir como lo es ahora. También tenían un hijo que a veces echaba una mano, el joven Suhr, que me hace pensar en ese juego de cartas llamado Familias de los siete países, pero que yo sepa no había ninguna señorita Suhr. Junto a él estaba el señor Sam Larsson (al que, por supuesto, acabamos por llamar Samlarsson), a quien por algún motivo no comprábamos —los adultos a veces se enemistan por razones incomprensibles con gente por la que antes sentían simpatía—, y mucho menos desde que me llevé una gran caja de bombones. Samlarsson escribía lo que uno compraba en un recibo y, si uno lo tiraba, entonces no tenía que pagar, o eso me había dicho la hija del dentista. Así que con este regalo tan maravilloso me presenté en la fiesta de cumpleaños...



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