James | Gabrielle de Bergerac | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 64, 136 Seiten

Reihe: Impedimenta

James Gabrielle de Bergerac


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15578-09-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 64, 136 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-09-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
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La joven Gabrielle de Bergerac ha tenido la fortuna de nacer en una familia ilustre de la nobleza rural francesa previa a la Revolución. Pero también la desgracia de no contar con bienes propios, circunstancia que hará que cualquier indicio de curiosidad vital, de inquietud intelectual, quede ahogado ante la perspectiva de elegir entre dos opciones igualmente sombrías: o un matrimonio favorable o el claustro. Su carácter noble y su naturaleza indagadora quedarán al descubierto cuando en su cerrado círculo social aparece Coquelin, el preceptor de su sobrino, un hombre pobre pero capaz de demostrar que la audacia, el saber y la belleza son valores que nada tienen que ver con la clase social. Considerada la novela más romántica de James, con influencias tanto de Jane Austen como del propio Molière, 'Gabrielle de Bergerac' es un auténtico prodigio de elegancia formal y encanto, con uno de los personajes femeninos más carismáticos, íntegros y exquisitos de la narrativa jamesiana.

Henry James nació el 15 de abril de 1843 en Nueva York, en el seno de una familia de clase acomodada. Su padre fue uno de los más notables intelectuales norteamericanos del XIX, amigo personal de escritores como Thoreau, Emerson y Hawthorne.

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Recuerdo con claridad los incidentes de ese verano en Bergerac o, por lo menos, el ambiente y el tono general. El clima era cálido y seco; vivíamos con las puertas y las ventanas abiertas. El señor de Coquelin sufría mucho por el calor y a menudo, durante días enteros, mis lecciones quedaban interrumpidas. Entonces dejábamos de lado los libros y dábamos largos paseos por el campo. Mi tutor me seguía de modo totalmente incondicional, y no permitía que me alejara del alcance de su voz. A mí me encantaba pescar, y a menudo pasaba horas sentado, como un anciano, con las piernas colgando a la orilla de nuestro exiguo arroyo mientras aguardaba paciente un pequeño mordisco que rara vez llegaba. Muy cerca de mí, a la sombra, tendido cuan largo era sobre la hierba, Coquelin leía y releía a alguno de sus seis poetas griegos y latinos. Siempre que nos alejábamos de la casa, nos acercábamos a pedir comida a la cabaña de algún paisano vecino. A cambio de una moneda, obteníamos pan y queso, y unas frutas que nos calmaban el hambre hasta la cena. Los campesinos, por tontos o pobres que fueran, siempre nos daban una muy amable acogida, más que nada por consideración a Coquelin. Mi tutor sabía tratarlos con familiaridad, lo cual les hacía sentir, creo, que, aunque él no era en rigor uno de ellos, al menos estaba más cerca, por raigambre y simpatía, que el futuro barón de Bergerac. A lo largo de estos paseos, Coquelin me dio un montón de buenos consejos y, sin pervertir mis modales señoriales ni inculcarme idea alguna que pudiera traicionar mi rango o mi posición, encendió en mi pecho infantil una pequeña llama democrática que nunca se extinguió del todo. Me enseñó la belleza de la humanidad, de la justicia y la tolerancia, y cada vez que detectaba en mí la precoz tendencia a hacer valer mis derechos señoriales por encima de los derechos de los miserables campesinos con que nos topábamos, me propinaba una buena paliza moral. No había el menor rastro en él de la artera complacencia o la cínica indolencia del clásico tutor que aparece en las antiguas novelas y comedias. Años después lo juzgué muy riguroso y moralista, pero en aquellos tiempos lo apreciaba mucho, sobre todo cuando a menudo me ponía el freno. Eso me causaba un grato sentimiento de importancia y madurez. Era un homenaje a una potencial maldad que él entreveía. Por las tardes, cuando me aburría de pescar, mi tutor colocaba un dedo pulgar en su libro y, echándose sobre la hierba con los ojos semicerrados, me contaba cuentos de hadas hasta que los ojos de ambos se cerraban a un tiempo. ¿Se dignan los instructores de hoy a contar bellos y simples cuentos de hadas como él hacía? Las historias de Coquelin pertenecían al viejo, viejo mundo; no versaban sobre economía política, ni sobre física, ni sobre nada que pudiera aplicarse a la vida. ¿Recuerda usted los dibujos de Doré en los cuentos de Perrault? ¿Recuerda la imagen del castillo encantado que ilustra La bella durmiente? A lo lejos, en el seno de un viejo parque circundado por nobles árboles negros que oscurecen el horizonte, al borde de un remoto valle, se alzan la vasta fachada, las terrazas cubiertas de moho, las torres y los techos color púrpura de un castillo de los tiempos de Enrique IV. Los macizos cimientos se hunden en los abismos del bosque, y los fríos pináculos de pizarra apuntan al cielo, a las nubes otoñales. Anochece y el viento fresco de octubre acierta a arrancarle un aullido al bosque. En primer plano, en un cerro, bajo un magnífico roble, un par de ancianos leñadores apuntan con un dedo a lo lejos y responden a las preguntas del joven príncipe. Son los mismos encorvados leñadores de tez morena propios de la antigua Francia, los de las fábulas de La Fontaine y de Le médecin malgré lui. ¿Qué encierra el castillo? ¿Qué secreto esconde tras sus majestuosos muros? ¿Qué ceremonias se desarrollan en sus salones? ¿Qué extrañas siluetas se mantienen al margen de sus ventanas vacías? La respuesta a estas preguntas es un amplio ensueño. Nunca contemplo esa imagen sin pensar en aquellas tardes de verano en el bosque y en las generosas historias de Coquelin. Sus hadas eran las hadas del Grand Siècle, y sus princesas y pastores eran los nietos de Perrault y Madame d’Aulnay. Vivían en sus mismos palacios y cazaban en sus mismos bosques. Era bastante improbable, a todas luces, que la señorita de Bergerac rompiera la promesa hecha al señor de Treuil, tanto por falta de oportunidades como por falta de deseo. Aquellos luminosos días de verano debieron de ser muy largos para ella y me resulta imposible imaginar lo que hacía con su tiempo. Pero ella amaba la verde campiña, como le había asegurado al vizconde, y aunque en sus paseos no se alejaba mucho de la casa, pasaba muchas horas al aire libre. Ni allí ni bajo techo, sin embargo, abundaban las ocasiones de encontrar a un hombre dichoso del que el vizconde pudiese sentir celos. La señorita de Bergerac tenía una amiga, una sola amiga íntima, que en ocasiones venía a pasar con ella la jornada y a la cual retribuía a veces las visitas. Marie de Chalais, nieta del marqués del mismo nombre, que vivía con su abuelo a unos quince kilómetros de allí, encarnaba bajo todo punto de vista el reverso perfecto de mi tía. Era extraordinariamente anodina, aunque dueña de esa chispeante fealdad que tan a menudo agrada a los hombres. Menuda, endeble y morena, ágil y dotada de una inmensa boca, una diminuta nariz impertinente, pies imperceptibles, manos delicadas y una deliciosa voz, todo en ella hacía pensar, pese a su gran nombre y a su ropa fina, en la perfecta soubrette de una vieja obra teatral. Con harta frecuencia, en efecto, se la comparaba con dicho personaje por su modo de vestir y comportarse. Una gorra, una bata y una enagua le bastaban; esto y sus osados ojos negros eran suficientes para encarnar a ese modelo de impertinencia e intriga. Criatura sumamente frívola, llegó a hacerse famosa años más tarde, después de casarse, por su fealdad, sus ocurrencias y sus amoríos; pero tenía buen corazón, como lo muestra su sincero afecto por mi tía. Una y otra expresaban siempre opiniones contrarias y, sin embargo, eran excelentes amigas. Si mi tía quería pasear, la señorita de Chalais deseaba quedarse sentada; si la señorita de Chalais tenía ganas de reír, mi tía deseaba meditar; si mi tía deseaba hablar de religión, la señorita de Chalais prefería hablar de chismes y de escándalos. La señorita de Bergerac era, no obstante, quien solía imponerse y dar el tono. Y, aunque no existía en el mundo nada que Marie de Chalais despreciara más que la verde campiña, pudimos verla ese verano una docena de veces recorriendo los dominios de Bergerac con su corto vestido de muselina y su sombrero de paja, abrazada a la cintura de su corpulenta amiga. Frecuentemente nos cruzábamos con ellas y, apenas nos acercábamos, a la señorita de Chalais se le antojaba hacer un alto para darle un beso al chevalier. Mediante este pequeño ardid, por un rato Coquelin era sometido a sus inocentes agaceries pues, antes que no tener un hombre al que lanzarle los dardos de su coquetería, la muchacha habría ido a hacer ojitos al espantapájaros de los trigales. Coquelin no parecía avergonzarse con los inofensivos avances de ella; al dirigirse a mi tía era propenso a perder la voz o el aplomo, pero al responderle a la señorita de Chalais solía mostrarse ingenioso y locuaz. En cierta ocasión, ella pasó varios días en Bergerac y, durante la estancia, le rogó a mi tía que la acompañara de regreso a la casa de su abuelo, donde vivía, a falta de otros parientes, con su gobernanta. La señorita de Bergerac rechazó la invitación con la excusa de que no tenía un vestido adecuado para tal visita, tras lo cual la señorita de Chalais acudió a mi madre, suplicó que le obsequiara un antiguo vestido de seda azul y, con sus manos hacendosas, logró adaptarlo a la silueta de mi tía. Por la noche, la señorita de Bergerac fue a cenar con ese atuendo: el primer vestido de seda de su vida. La señorita de Chalais la había peinado también, y la había cubierto con una miríada de colgantes y baratijas; cuando ingresaron juntas en el salón, me hicieron pensar en la bonita duquesa del Quijote a la que escolta su sirvienta española de rostro enjuto y moreno. A la mañana siguiente, un día antes de que ella se marchara del castillo, Coquelin y yo salimos, como ya era costumbre, en búsqueda de aventuras. Si tuvimos o no alguna, no lo recuerdo; lo cierto es que la hora de la cena nos halló lejos de casa, y muy hambrientos después de un largo paseo, por lo que orientamos nuestros pasos hacia una pequeña casucha al costado del camino, donde ya habíamos comprado hospitalidad alguna que otra vez, y en la que entramos sin anunciarnos. Entonces fuimos sorprendidos por la escena que se ofrecía a nuestros ojos. En una espantosa cama, en el rincón más lejano del recinto, yacía el jefe de esa familia, un campesino joven al que apenas dos semanas antes habíamos visto sano y fuerte. Junto a la cabecera se hallaba la esposa, lamentándose, llorando y retorciéndose las manos. En torno a ella, colgados de su falda, sumando pequeñas lágrimas a sus lamentos, había cuatro niños sucios, mal alimentados y semidesnudos. Arrodillada en el suelo, de cara al pobre moribundo, estaba la anciana madre de él: una bruja horrible, tan arrugada y arqueada por los años y las labores que no quedaba en ella nada...



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