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E-Book, Spanisch, Band 55, 256 Seiten

Reihe: Las Tres Edades / Nos Gusta Saber

Kiel Historias de astronomía

Todo lo que el cielo puede contarnos

E-Book, Spanisch, Band 55, 256 Seiten

Reihe: Las Tres Edades / Nos Gusta Saber

ISBN: 978-84-18859-97-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Acompaña a William, un niño muy curioso, a descubrir qué ocurre en el universo, más allá de lo que alcanzamos a vislumbrar. Un libro emocionante y ameno que nos introduce en el mundo de la astronomía.
Historias de astronomía es un recorrido apasionante por los misterios que habitan el universo, mucho más allá del cielo estrellado que vemos cada noche. Conoce a Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Ole Rømer e Isaac Newton, entre otros científicos que, movidos por la curiosidad y las ganas de entender el comportamiento de los astros, inventaron instrumentos y máquinas fascinantes para lograr grandes descubrimientos.
Planetas y estrellas, telescopios, luces titilantes y manzanas que caen, así como anécdotas curiosas y divertidas de astrónomos e inventores, forman parte de este sensacional viaje.
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CAPÍTULO 1
 
La tía Gunvor la Gruñona — o de cómo comenzaron las peores vacaciones de la historia
GUNVOR, LA TÍA de William, no era precisamente de las que hacen tortitas. O dibujan. O te llevan de paseo y te preguntan el nombre de tus mejores amigos. O si te divierte jugar al fútbol y trepar a los árboles. No, de eso nada. A ella los niños no le hacían ni pizca de gracia; en realidad, William no estaba muy seguro de que alguien le hiciera gracia. Y a William, ¿qué más le daba?, te preguntarás tal vez. Pues le daba. Porque resulta que la tía Gunvor era su única familia. Aparte de sus padres, claro. Y es que, si tienes parientes a troche y moche —tías, tíos, abuelos, primos y primas—, una tía algo gruñona siempre es más llevadera, ¿no? Una. Pero cuando es la única que tienes, y de abuelos y esas cosas nada de nada..., si encima tu padre es médico y lo han destinado a Etiopía... y para colmo tu madre tiene que irse a hacer un curso de una semana entera... sí, una semana en-te-ri-ta, y para colmo en plenas vacaciones... y tu única familia es la tía Gunvor la Gruñona... Pues sí, entonces la cosa parece más peliaguda.   —Arreglado —había dicho su madre para animarle mientras colgaba el teléfono con una sonrisita bastante fastidiosa—. La tía puede cuidarte. Seguro que lo pasas fenomenal, ya verás. Eso último, desde luego, no era verdad. Hasta su madre se daba cuenta. William había escuchado toda la conversación y no le quedaba duda de que si iba a pasar una semana entera en casa de la tía Gunvor no era porque a ella le apeteciese, que se diga.     De manera que allí estaba, a la puerta del extraño adosado de su tía, agarrado a su madre con una mano y con una mochila en la otra, preguntándose cómo era posible tener las manos tan llenas y sentirse tan vacío. Su madre había llamado al timbre y ahora daba pataditas en el suelo, de pura impaciencia, mientras miraba el reloj. —Ojalá que no se le haya olvidado —murmuró, mientras William, con los ojos cerrados, pensaba: «Ojalá que sí». Pero no, claro; no se le había olvidado. Solo que tardó varios siglos en abrir. —Vaya, si ya estáis aquí —saludó Gunvor. Los observó disgustada a través de los gruesos cristales de sus gafas. Tenía el cabello gris, y, aunque había intentado recogérselo en un práctico moño en lo alto de la cabeza, un auténtico mar de rizos le salían disparados en todas direcciones. Llevaba un pantalón de cuadros que le quedaba ancho por la cintura y corto por los pies. Y la camisa mal abotonada. Sin decir más, se metió en la casa y ellos la siguieron. En realidad, la tía Gunvor no era tía de William, sino de su madre. Era hermana de su abuela, y, como él no había conocido a su abuela, a su madre le parecía muy importante que sí conociese a la tía. «¡Es tu única familia!», repetía a cada instante. Él le preguntaba entonces qué quería decir con eso. ¿De qué sirve la familia si siempre anda gruñendo y refunfuñando y no le haces gracia? «Pero», intentaba convencerlo ella, «si en realidad es muy maja cuando se la... Lo que pasa es que se ha vuelto un poco rara... con los años». Seguro.   Al entrar en aquella casa fue como si el verano desapareciera. A pesar de que era junio y por toda la ciudad brillaba el sol, el interior del adosado era lóbrego y sombrío. Las paredes de la entrada estaban forradas de paneles de madera oscura, y el suelo y las escaleras estaban cubiertos por una gruesa alfombra de un color indefinido. William tuvo que esforzarse para ver. —El equipaje podéis subirlo al cuartito. Dejó a su madre en la cocina hablando con su tía y desapareció escaleras arriba con la mochila. El piso superior también estaba en penumbra. Aquella alfombra peluda continuaba y en las paredes había un papel pintado con dibujos verdes. Era la primera vez que subía, así que no estaba muy seguro de cuál de las tres puertas era la del cuartito. La primera que abrió conducía al baño. Bueno era saberlo. La segunda llevaba a una habitación muy grande atiborrada de estantes y cajas de arriba abajo. No podía ser ahí. Tenía que ser la tercera. William abrió y echó un vistazo. La verdad es que «cuartito» no era quizá la palabra indicada para describir el espacio donde iba a dormir. «Trastero» habría sido mucho más acertado. O «desván» o algo similar. También estaba lleno de estantes de arriba abajo atestados de papeles viejos y amarillos, libros y pilas de cajas. La única señal de que aquel era el sitio donde iba a dormir era un viejo camastro colocado junto a una estantería. Encima del camastro había una sábana, una almohada y una manta escocesa. Del techo colgaba una bombilla con una pantalla rota que tal vez en otros tiempos fuera roja. Dejó caer la mochila en la cama y descorrió unas cortinas de un verde descolorido. Los rayos de sol que entraron parecían torpes y extraños en aquel cuartito que no estaban habituados a iluminar. Observó la hilera de jardincillos que se veían por la ventana. Era casi otro universo, un universo fuera de su alcance. Algunos vecinos tomaban el sol, otros preparaban una barbacoa. Y había niños saltando en camas elásticas. En el jardín más cercano había una niña dando volteretas, bailando un hula hoop y pasándolo en grande. Tan cerca y, sin embargo, tan infinitamente lejos del sombrío cuartito de William. La niña daba vueltas y más vueltas por los aires con la melena oscura alrededor de la cabeza, como una nube. De pronto se cayó al suelo, se echó a reír y enseguida volvió a ponerse en movimiento. Ver aquello era casi insoportable. William respiró hondo. Y empezó a toser. Había polvo por todas partes. Se dio la vuelta y buscó con la mirada hasta que encontró un enchufe. —Por lo menos hay corriente para el iPad —murmuró. No tenía por costumbre hablar solo, pero pensó que tal vez fuese buena idea ir practicando, ahora que no tenía con quién charlar. —¡William! —gritó su madre desde la entrada—. Me marcho. ¿Bajas a decirme adiós? Él bajó por las escaleras dando zancadas y se fundió en un abrazo con su madre. —Arriba ese ánimo —le susurró ella—. Una semana pasa volando. Yo también te voy a echar de menos. Luego le abrazó más fuerte y, por un momentito, a William le escocieron un poco los ojos. —Hasta pronto.     —¿Te apetece almorzar? —preguntó la tía Gunvor. —Sí. —Veamos. —Frunció el ceño—. Hay pan en ese cajón y mantequilla y arenques en la nevera. —Es que... —empezó a explicar él, pero su tía ya había salido de la cocina—. Tengo intolerancia al gluten —le dijo. ¿A quién? A la nada. Igual acababa haciéndose su propio mejor amigo. Echó un vistazo a su alrededor. La cocina no era tan tenebrosa como la entrada y el piso de arriba. Los armarios y los cajones eran también de madera oscura, sí, pero por el cristal de una puerta que había al fondo y daba al jardín entraba la luz. Se volvió de espaldas a la puerta del jardín. No le apetecía que le recordaran todas las diversiones veraniegas que se estaba perdiendo. De pronto, sobre la mesa gris, descubrió la bolsa de comida que había preparado su madre. Había un frasco de tahín, un tarro de hummus, un poco de crema de higos... y ahí estaba el pan sin gluten. Sacó este último y abrió la nevera. Uf, arenques en salmuera. A saber si llevaban gluten. Dio la vuelta al tarro, como solía hacer su madre, y buscó los ingredientes. Fue leyendo letra a letra las complicadas palabras. Cero harina. O sea, los arenques, bien. Nada más desenroscar la tapa del tarro, se le metió en la nariz un olor agrio y asfixiante. Encontró también un vaso, pero la única bebida que había era agua. Luego se sentó junto a la mesita forrada de hule de la cocina a comer canapés de arenque sin gluten. El resto del día estuvo jugando con el iPad. Había visto hacía no mucho un vídeo que explicaba cómo hacer islas flotantes en el Minecraft y le pareció un buen momento para entrenarse. Por la noche, la tía Gunvor frio unas huevas de bacalao y coció unas patatas. Después de cenar, clavó en él de repente una mirada escrutadora, como si acabase de verle por primera vez. —Tú vas al colegio. No acababa de estar muy seguro de si aquello era una pregunta. Por si acaso, asintió con la cabeza. —¿A qué curso vas? —preguntó su tía. —Después de las vacaciones empiezo tercero —contestó él. —¿Ya dais física? —Mmm, no; ¿qué es eso? —Donde se estudia... la electricidad, la fuerza de gravedad. Las leyes científicas. El sistema solar. ¿Y química? Él movió la cabeza de un lado a otro. —¿Eso es como las ciencias naturales y la tecnología? Yo creo que física solo la dan en los cursos de los mayores. —¡Pero si es elemental! Le habría gustado explicarle que habían visto en clase una unidad sobre el sistema solar y el espacio, pero no era fácil decirle algo semejante a la tía Gunvor. Con los demás mayores resultaba más sencillo. Al padre de su amigo...


Rasmussen, Gunvor
Gunvor Rasmussen, ilustradora noruega especializada en acuarela y tinta. Además de publicarse en libros, sus ilustraciones se han utilizado en mapas, en escenografías de teatro y en televisión.

Kiel, Gertrude
Gertrude Kiel, autora danesa que a menudo se inspira en las cosas que suceden cuando la ciencia se encuentra con la ficción, pero le interesa que sepamos distinguirlas bien. Es autora de la novela The Time Chase.

Gertrude Kiel, autora danesa que a menudo se inspira en las cosas que suceden cuando la ciencia se encuentra con la ficción, pero le interesa que sepamos distinguirlas bien. Es autora de la novela The Time Chase.


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