E-Book, Spanisch, 688 Seiten
Reihe: Ensayo
Mann 1491
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-125538-0-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 688 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-125538-0-2
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Periodista y autor estadounidense especializado en temas científicos. Coautor de cuatro libros, es también editor colaborador de Science, The Atlantic Monthly y Wired. En el área de ciencia, tecnología y comercio, ha escrito para Boston Globe, Fortune, The New York Times, Smithsonian, Technology Review, Vanity Fair y el Washington Post, así como para HBO y la serie Ley y orden. En 2005 escribió 1491. Una historia de las Américas antes de Colón, seguido en 2011 por 1493. Una nueva historia del mundo después de Colón. Formó parte del jurado para el PEN / E.O. Wilson Literary Science Writing Award en 2012. Ha sido tres veces finalista del National Magazine Award y ha recibido premios de la American Bar Association, el American Institute of Physics, la Alfred P. Sloan Foundation y la Lannan Foundation. Su escritura fue seleccionada para The Best American Science Writing y The Best American Science and Nature Writing en 2003. En 2018, Mann publicó The Wizard and the Prophet, que detalla dos teorías en competencia sobre el futuro de la agricultura, la población y el medio ambiente. El «mago» al que se refiere Mann es Norman Borlaug, el ganador del Premio Nobel de la Paz a quien se le atribuye el desarrollo de la Revolución Verde y haber salvado a mil millones de personas del hambre. Por otra parte, Mann se refiere a William Vogt, uno de los primeros defensores del control de la población, como el «profeta».
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Prefacio
Las semillas de este libro se remontan, al menos en parte, a 1983, año en que escribí un artículo para Science sobre un programa de la NASA cuyo objetivo era medir los niveles de ozono en la atmósfera.
En el tiempo que dediqué a informarme acerca de ese programa, hice un vuelo con un equipo de investigación de la NASA en un avión equipado para tomar muestras y realizar análisis de la atmósfera a treinta mil pies de altura. En un momento determinado, el grupo aterrizó en Mérida, península de Yucatán. Por la razón que fuera, los científicos disponían de un día libre, y entre todos alquilamos una desvencijada furgoneta para ir a ver las ruinas mayas de Chichén Itzá. Yo no sabía absolutamente nada de la cultura mesoamericana; es posible que ni siquiera estuviera familiarizado con el término «Mesoamérica», que abarca la región comprendida entre el centro de México y Panamá, incluyendo Guatemala y Belice, así como parte de El Salvador, Honduras, Costa Rica y Nicaragua, tierra natal de los mayas, los olmecas e innumerables grupos indígenas. Momentos después de subirnos en la furgoneta, el entusiasmo se había apoderado ya de mí.
Por mi cuenta, unas veces de vacaciones, otras haciendo algún trabajo por encargo, volví después a Yucatán unas cinco o seis veces, tres de ellas en compañía de mi amigo Peter Menzel, reportero fotográfico. Por encargo de una revista alemana, Peter y yo hicimos un viaje de doce horas en coche por un camino intransitable (lleno de baches de una profundidad indescriptible y sembrado de barricadas a causa de los troncos caídos) hasta la metrópoli maya de Calakmul, por entonces todavía sin excavar. Nos acompañó Juan de la Cruz Briceño, también maya, encargado de cuidar otra ruina de menor tamaño. Juan había dedicado veinte años de su vida a ejercer de chiclero, es decir, a recorrer la jungla durante semanas interminables en busca de los árboles del chicle, cuya resina gomosa, que los indios han secado y han masticado durante milenios, se convirtió en el siglo XIX en el punto de partida de la industria de la goma de mascar. Una noche, en torno a una fogata de campamento, nos estuvo hablando de las antiguas ciudades con las que había tropezado en sus recorridos por la selva, envueltas por las enredaderas y ocultas por la vegetación, y nos refirió su asombro al enterarse por algunos científicos de que aquellas ciudades las habían construido sus antepasados. Aquella noche dormimos en unas hamacas, entre lápidas talladas a mano, cuyas inscripciones no había leído nadie desde hacía más de mil años.
Mi interés por los pueblos que habitaron las Américas antes de la llegada de Colón solo comenzó a cobrar verdadero sentido y definición en el otoño de 1992. Por azar, un domingo por la tarde me encontré ante un expositor en la biblioteca universitaria de Columbia y allí vi un ejemplar del número dedicado al quinto centenario de los Annals of the Association of American Geographers. Tomé la revista con curiosidad, me acomodé en un sillón y me dispuse a leer un artículo de William Denevan, un geógrafo de la Universidad de Wisconsin. El artículo arrancaba con un interrogante: «¿Cómo era el Nuevo Mundo en tiempos de Colón?». Eso es, me pregunté: ¿cómo era de verdad?
¿Quiénes vivían aquí, qué se les pasó por la cabeza cuando las velas de los primeros barcos europeos asomaron por el horizonte? Terminé de leer el artículo de Denevan y pasé a otros, y no dejé de leer hasta que el bibliotecario apagó las luces para indicarme que era hora de cerrar. Yo no lo sabía entonces, pero Denevan y otros muchos colegas suyos de investigación habían dedicado toda su carrera al intento de dar respuesta a estas y otras preguntas semejantes. La imagen que han conseguido forjar es muy distinta de la que la mayoría de los americanos y los europeos tienen por segura, y aún se sabe poca cosa a este respecto fuera de los círculos de los especialistas.
Uno o dos años después de leer el artículo de Denevan, participé en una mesa redonda con motivo de la reunión anual de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia. En la sesión, titulada algo así como «Nuevas perspectivas sobre el Amazonas», participó William Balée, de la Universidad de Tulane. La charla de Balée giró en torno a las junglas «antropogénicas», es decir, junglas «creadas» por los indios siglos o milenios atrás, concepto del que yo nunca había oído hablar. Balée comentó algo que Denevan ya había tratado: son muchos los investigadores que hoy creen que sus predecesores subestimaron el total de la población de las Américas en el momento de la llegada de Colón. «Los indios eran mucho más numerosos de lo que se pensaba», afirmó Balée, «mucho más numerosos». «Caramba —me dije—, alguien tendría que poner todo esto en limpio. Se podría hacer un libro fascinante con estos datos».
Seguí a la espera de que ese libro viera la luz. La espera fue siendo cada vez más frustrante, y más aún cuando mi hijo empezó a ir al instituto y allí le enseñaron las mismas cosas que a mí, convicciones que yo sabía que estaban puestas en tela de juicio desde mucho tiempo atrás. Como parecía que nadie había acometido la escritura de ese libro, al final decidí probar suerte. Al mismo tiempo, había aumentado mi curiosidad, y deseaba saber más. El libro que ahora tiene el lector en las manos es el resultado de ese deseo.
Pero quizá convenga aclarar lo que no es este libro. De entrada, no pretendo proponer una relación sistemática y cronológica del desarrollo cultural y social del hemisferio occidental antes de 1492. Semejante ensayo, de una gran ambición espacial y cronológica, sería imposible de redactar, pues cuando el autor llegase al final del lapso previsto, se habrían realizado nuevos hallazgos, y el comienzo de su empresa estaría ya anticuado. Entre las personas que me aseguraron que así sería, figuran los propios investigadores que han dedicado buena parte de las últimas décadas a luchar contra la pasmosa diversidad de las sociedades precolombinas.
Tampoco es una historia intelectual de los recientes cambios de perspectiva entre los antropólogos, ecólogos, geógrafos e historiadores que estudian las primitivas poblaciones del continente americano. Eso también resultaría una pretensión vana, pues las ramificaciones de las nuevas ideas todavía se extienden en múltiples direcciones, de modo que es sumamente difícil que un solo autor las contenga en una única obra.
En cambio, con este libro sí pretendo explorar lo que considero los tres ejes principales de los nuevos hallazgos: la demografía de los indios (primera parte), los orígenes de los indios (segunda parte) y la ecología de los indios (tercera parte). Por ser tantas las sociedades que ilustran cada uno de estos apartados, no podía ni de lejos aspirar a ser exhaustivo. Por el contrario, he escogido mis ejemplos entre aquellas culturas que están mejor documentadas, o que han recibido mayor atención, o que me resultaban a mí, como a otros, más sugerentes.
A lo largo del libro, como el lector ya se habrá dado cuenta, empleo el término «indio» para hacer referencia a los primeros pobladores de las Américas. Sin ningún género de dudas, «indio» es un término que propicia la confusión y que históricamente resulta poco apropiado. Es probable que la designación más exacta de los habitantes originarios de las Américas sea el término «americanos». Utilizarlo, en cambio, sería arriesgarse a crear confusiones mucho peores. En este libro trato de referirme a cada pueblo mediante el nombre que se daban ellos a sí mismos. La inmensa mayoría de los pueblos indígenas que he encontrado tanto en el norte como en el sur de América se describen como indios. (Para mayor abundancia en la nomenclatura, véase el apéndice A, «Palabras lastradas»).
A mediados de la década de 1980 viajé a la localidad de Hazelton, en el tramo más alto del río Skeena, en la Columbia Británica. Muchos de sus habitantes pertenecen a la nación gitksan (o gitxsan). En la época en que les hice aquella visita, los gitksanes acababan de entablar un pleito contra los Gobiernos tanto de la Columbia Británica como de Canadá. Deseaban que tanto el Gobierno autónomo como el Gobierno de la nación reconocieran que los gitksanes habían sido habitantes de aquellas tierras desde hacía muchísimo tiempo, que nunca habían emigrado de aquellas tierras, que nunca habían accedido a entregárselas a nadie y que, por tanto, habían conservado su derecho legal a ser dueños de unas once mil millas cuadradas de la provincia. Estaban muy dispuestos a negociar, según afirmaban, pero no lo estaban, en cambio, a que se negociara con ellos.
Al sobrevolar la zona, me di perfecta cuenta de por qué los gitksanes tenían tan intenso apego por ella. El avión pasó por las laderas nevadas de los montes que circundaban el Rocher de Boule y llegó a la confluencia de dos boscosos valles fluviales. La niebla parecía emanar de la misma tierra. La gente pescaba en los ríos tanto truchas plateadas como salmones, aun cuando se hallaban a doscientos cincuenta kilómetros de la costa. La tribu gitanmaax de la etnia gitksan tiene su centro de operaciones en Hazelton, aunque la mayoría de sus miembros viven en una reserva fuera de la localidad. Fui en coche a la reserva, donde Neil Sterritt, jefe del consejo de los gitanmaax, me explicó la causa en litigio. Era un hombre franco, directo, de voz contundente, que había empezado por ser ingeniero de minas y que luego había regresado a su tierra...




