E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: Biblioteca de Filosofía
Moreno En torno a la inquietud
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-254-4406-7
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Aproximaciones fenomenológicas
E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: Biblioteca de Filosofía
ISBN: 978-84-254-4406-7
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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César Moreno Márquez es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Desde 1998 hasta 2006 fue presidente de la Sociedad Española de Fenomenología. Es autor de numerosos libros, artículos y capítulos en publicaciones nacionales y extranjeras. Responsable principal del Proyecto FFI2017-83770-P 'Dinámicas del cuidado y lo inquietante. Figuras de lo inquietante en el debate fenomenológico contemporáneo y las posibilidades de una orientación filosófica', ha desarrollado sus investigaciones sobre todo en el ámbito de una fenomenología inclusiva respecto a autores y tendencias, orientada por el deseo básico de leer de nuevo a Husserl y favorecer la unidad del movimiento fenomenológico, además de atenta a manifestaciones artísticas, culturales y literarias, con una especial dedicación al tema de la alteridad y el extrañamiento.
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Introducción
César Moreno Márquez (Universidad de Sevilla)
Cuando Novalis sostuvo, en uno de sus más conocidos fragmentos, que «la filosofía es en realidad nostalgia, un impulso de estar por doquier en casa» («die Philosophie ist eigentlich Heimweh, ein Trieb, überall zu Hause zu sein»), en verdad solo pudo pensarlo porque, ciertamente, nosotros, los humanos, no estamos por doquier en casa, de modo que el filósofo, como se lo figuraba Novalis, sería aquel que en todas partes, se diría que bajo cualquier circunstancia, quisiera estar como en casa, y que, por tanto, por esa nostalgia, todo pudiera ser como su casa, y echa de menos que así sea –cabe imaginarlo–, como si así hubiera sido alguna vez.
La pregunta decisiva para nosotros se refiere, sin embargo, a cómo habría de ser comprendido lo que el filósofo, tal como se lo figura Novalis (o quizá sería más prudente quedarnos, por el momento, con el modo en que nos lo figuramos nosotros), llamaría su «casa» o «estar en casa». No es descabellado suponer que, en todo caso, la casa estuviese íntimamente vinculada con la nostalgia o la añoranza de lo perdido entrañable, lo que facilitaría que pudiéramos asociar simbólicamente la casa con lo que en nuestro imaginario solemos comprender como el espacio benéfico y acogedor del hogar, que es tal por ofrecernos seguridad, sosiego, recogimiento, bienestar y confianza.
Y, sin embargo, por lo que se refiere a la casa del filósofo, ¿sería así?, ¿y siempre? En su fragmento, Novalis piensa en el filósofo, no en el hombre ordinario (si se me permite nombrarlo de este modo). En su pretensión (o, con Novalis, en su nostalgia), la casa del filósofo ya no podría ser, desde luego, la formada por cuatro paredes que acotasen y protegiesen aquí y ahora lo entrañable y familiar de un hogar. Y ¿entonces? En todo caso, si no hubiese esas cuatro paredes, ¿habría, al menos, esa confianza y ese bienestar del hogar, a los que antes nos referíamos? ¿No se trataría de pensar una casa que no fuese lo que entendemos arquitectónicamente por «casa», sino una casa sin límites que pudiera ser habitada por doquier, como si el filósofo pudiese estar en su elemento no solamente aquí o allí, sino ubicuamente y, por otra parte –ello sería más extraño, desde luego–, sin depender de que su casa fuese acogedora al modo en que el hombre ordinario aceptaría que debiera ser un hogar?
Ciertamente, la casa ubicua del filósofo no tendría por qué ser forzosamente acogedora, amable, grata, ni confortable..., al menos según como el hombre ordinario imagina y comprende lo que significa necesariamente un «hogar» propiamente dicho, quizá aunque solo fuese, de entrada, porque al filósofo le es esencial –¿cómo podríamos haberla olvidado?– la inquietud. Sin embargo, no la inquietud que se parece a aquella, respetabilísima, por lo demás, del hombre ordinario cuando dice estar preocupado por esto o aquello, sino la(s) inquietud(es) que se dejaría(n) pensar como inquietud(es) primordial(es), que el filósofo se exige a sí mismo demorarse en pensar, no rehusándolas.
Si, según la sabiduría popular, la filosofía busca y es capaz de brindar un cierto sosiego (lo que vendría a condensarse en el popular «tomarse las cosas con filosofía»), solo podría ser cierto porque antes el filósofo (es lo que suele olvidarse) se hubiera curtido en ese extraño hogar que podría estar en todas partes, y que al mismo tiempo que es casa también es, si desechamos las cuatro paredes y la techumbre, intemperie en-cualquier-parte, überall. La filosofía solo puede invitar a pensar en tomarse las cosas «con filosofía» porque ella es maestra de inquietud (antes incluso que de inquietudes) y por eso sabe que es preciso «tomar(se) las cosas con filosofía», y que ese saber no puede prescindir del dar la cara a lo inquietante. Por ello, si en todas partes anhelase el filósofo estar como en casa, ¿no habría de significar ello que en todas partes el filósofo pudiese edificar su casa con su inquietud?, ¿no estaría esta, entonces, junto a los cimientos o fundamento de su casa?
Tal vez fuese cierto que la casa del filósofo es su inquietud... a todas horas y por doquier. No esta o aquella inquietud, decíamos, respecto a tal o cual cosa inquietante, sino la inquietud como tal, esa que nos permitiría (suena ahora cada vez más inquietante) estar en cualquier lugar como en casa. Heidegger lo dijo a su manera: esa casa del filósofo la forman mundo-y-finitud.1 Y ¿acaso esta, la finitud, no se nos muestra ante todo en nuestra inquietud en cualquier parte y en todo posible momento, tal como somos nosotros –y en esto se vinculan también el filósofo y el hombre ordinario–, mortales? No: verdaderamente el filósofo no podría desear construir su casa en el fondo con nada que no fuese su inquietud. Ni siquiera podría encontrar descanso (ni habría de desear encontrarlo) en certidumbres, como suele decirse –nunca mejor–, «de andar por casa», y, si lo hiciera, sería para, al momento siguiente, ir al asalto de esas certidumbres y volverlas a conmover o inquietar... ¿No es acaso el filósofo más bien un perturbador, un agitador, precisamente porque lo suyo –por lo que ante todo se lo distingue– es conmover e inquietar y, si se me apurase, inquietar todo lo que parece aposentarnos? Pero, insistamos: no conmover o inquietar como cuando somos zarandeados, traídos y llevados de aquí para allá por esto o aquello, sino conmover e inquietar como justamente ante todo el filósofo sabría, en cualquier parte, a cualquier hora, hacerlo de acuerdo con las inquietudes primordiales, repartidas en lo profundo por doquier. Esas inquietudes no excluyen, desde luego, a las otras (las de los hombres ordinarios), sino que las profundizan, siendo de ellas –se lo habría de rastrear– su quintaesencia.
La nostalgia filosófica en que nos invita a pensar Novalis –insisto en que tal como quisiéramos imaginarla– nos recuerda la inquietud que atraviesa, hiere y enaltece a la filosofía y la torna extrañamente atractiva. Su fuerza no es ninguna quietud de esas en las que uno confía que se podría permanecer aposentado, recogido, protegido, asegurado en lo consistente, estable y firme, pero también, quién sabe, superficial y aburrido, ni es meramente (dicha fuerza) una simple preocupación o un problema que pudiera ser simplemente solventado tarde o temprano (y que quizá muchos podrían resolver más eficazmente que el filósofo), sino una inquietud que se eleva o se hunde como una interrogación infinita, en el sentido de siempre renovable, e irreductible –iba a decir que también, en el fondo, irresoluble–, en torno a lo que nos la jugamos cuando, en efecto, se trata de la inquietud existencial en el seno de la inquietud filosófica. Extraña, rarísima vocación la del filósofo que piensa el «al mismo tiempo» o «a la vez» de fondo/cimiento/fundamento e inquietud y se pregunta cómo pudiera ser posible experimentar la singular nostalgia de la unidad de hogar-y-desasosiego, como si alguna vez hubiésemos vivido esa difícil unidad (antes, pues, de declarar cualquier guerra -ya prehistórica- al desasosiego)2 o quizá como si fuese la nostalgia de, quién sabe, algo soñado. Y difícil vocación para todos nosotros, a quienes en un texto de los aquí reunidos llamo, en lugar de «los mortales», «los inquietables» –mejor tal vez que simplemente «los inquietos», pues, si bien al reconocerlos de este modo ya afirmamos que están de hecho inquietos, cuando los reconocemos como «los inquietables» conseguimos captar mejor, más de cerca, la esencia de la inquietud justamente en el sentido de la posibilidad que ya de suyo la atraviesa.
Si la filosofía pudiera pensar mundo-y-finitud en el horizonte de la inquietud, como si esta fuese nuestra casa –y tuviésemos nostalgia de cuando aún no habíamos rechazado la inquietud como cimiento de nuestro hogar–, sería porque ella, más que mil y un saberes ocupados, distraídos o entretenidos que lo olvidan con facilidad –y que no tienen el deber de evitar este olvido–, sabe que estamos expuestos y que esta vulnerabilidad nos recorre de pies a cabeza, veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días del año, en el non-stop de nuestra fragilidad, a sabiendas de que estamos entregados a y en la inquietud de lo que somos y nos sentimos, y nos sabemos ser, en cuanto existentes... Y ello porque quizá el filósofo haya vivido a su modo –o tal vez pensado, pero pensado a fondo– la angustia que acrecienta y hace profunda toda inquietud, en muchos casos apartándola de las sendas usuales por las que el hombre ordinario (no son otros: también nosotros mismos lo somos, qué duda cabe) aspira a encauzar con previsión y cordura su vida.
Atenta a la posibilidad de...




