Moresco | Los comienzos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 656 Seiten

Reihe: Impedimenta

Moresco Los comienzos


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19581-16-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-19581-16-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
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Un clásico moderno que inaugura uno de los ciclos más brillantes e inclasificables de la literatura europea de las últimas décadas: la trilogía Giochi dell'eternità. Los comienzos es el big bang del universo narrativo de Antonio Moresco, un clásico moderno que lo consolidó como uno de los grandes escritores contemporáneos en lengua italiana y que le ha valido merecidas comparaciones con autores de la talla de Joyce, Proust o C?rt?rescu. En una vertiginosa sucesión de lugares y acontecimientos vislumbrados, en una metamorfosis que nunca acaba, el protagonista vive al mismo tiempo una y tres vidas: es, aunque nunca del todo, seminarista, revolucionario y escritor. En esta hipnótica obra maestra la poesía, la comedia y la tragedia se entremezclan en una vorágine que asimila el absurdo de la existencia para reivindicar su hermosura. Un acontecimiento literario: un viaje intelectual a los infiernos donde el protagonista se enfrenta sin brújula ni mapa a los tiempos que le tocan vivir. CRÍTICA «Antonio Moresco es un escritor-patrimonio, un escritor que, cuando lo lees, ya no te deja salir.» -Roberto Saviano «Antonio Moresco es el hombre detrás de una obra magnífica, extraordinariamente concentrado y totalmente atípico. Un escritor que no se parece a nada ni a nadie.» -Daniel Pennac «Moresco narra de forma maravillosa el límite entre la vida y la muerte.» -David Grossman «El escritor italiano nos embarca en una epopeya fascinante. Raros son los textos que permiten esta experiencia casi mística, este roce con la esencia misma de las cosas.» -Laëtitia Favro, Lire «La prosa habitada de Antonio Moresco, como alucinada bajo una luz tan fuerte que casi ciega, narra en Los comienzos un mundo turbio, impreciso y sin embargo, minuciosamente descrito.» -Jean-Bernard Vuillème, Le Temps «Antonio Moresco es un escritor atípico. O bien el mundo editorial es atípico, y él es uno de los pocos ''normales''.» -Gianmarco Aimi, Rolling Stone «Un autor que avanza con inquebrantable obstinación hacia un público seducido poco a poco por sus intrépidas metáforas del oscuro núcleo del alma humana.» -Leonetta Bentivoglio, La Repubblica «La narración en sus páginas se hace cósmica, totalizante. [ .. ] La prosa de Antonio Moresco es la antítetis del minimalismo.»-Valerio Evangelisti

Antonio Moresco (Mantua, 1947) fue rechazado durante años por varias editoriales, y hasta la década de los noventa compaginó la escritura con diversos oficios. A pesar de ello, desde 1993 ha publicado una veintena de obras narrativas, teatrales y de no ficción, y hoy en día la crítica lo considera precursor de una nueva línea de literatura italiana que trasciende la posmodernidad. Con su novela «La lucecita» (2013), Moresco quedó finalista del International Dublin Literary Award. Ahora en Impedimenta emprendemos la publicación del proyecto que marcó su carrera de forma definitiva: la monumental trilogía «Giochi dell'eternità», una hipnótica obra maestra con tintes autobiográficos.

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1 DEL SUEÑO AL SILENCIO, DEL SILENCIO AL SUEÑO En cambio, yo estaba cómodo en aquel silencio. Nos despertaba antes del amanecer una oración que flotaba en los dormitorios aún oscuros, y muchos se quedaban con los ojos muy abiertos y la cabeza un poco levantada de la almohada, en ese ligero mareo que se produce al pasar de golpe del sueño al silencio. Volvía a cerrar los ojos un instante, como si quisiera dar marcha atrás y pasar del silencio al sueño, antes de abrirlos otra vez en el dormitorio aún aturdido. Alguien había empezado a ponerse los pantalones debajo de las mantas, moviendo brazos y piernas como un molino, sin hacer ruido, arqueando con esfuerzo la espalda hasta formar un puente con la columna vertebral. Yo también me vestía debajo de las mantas, sin prisa; sacaba los pies de la cama, me ponía los calcetines, abría el cajón de la mesilla de chapa y, después de destapar la lata de betún, mojaba la punta del cepillo, metía una mano en el zapato y empezaba a untar la crema. Alargaba la operación infinitamente para captar el instante en que el betún se extendía hasta desaparecer, perdía consistencia y solo quedaba una luz reluciente, desprovista de cuerpo y color. Me entretenía con este y otros juegos de la eternidad. Luego me dirigía con la toalla al hombro a la enorme sala de los lavabos, alargados como abrevaderos. Era tan temprano que, al otro lado de los ventanales sin marco de esa ala del edificio, recién construida, el cielo seguía completamente oscuro. A poca distancia veía a un seminarista sordomudo; me resultaba imposible apartar la mirada de la extraña costra gelatinosa y transparente que coronaba su cabeza, y que el peine mojado atravesaba sin destrozar: la veía abrirse con suavidad para cerrarse al punto, intacta; y en la hora de recreo, cuando nos echábamos carreras, se apoderaba de ella un ligero temblor. Yo volvía bruscamente la cabeza para observarla cuando pasaba corriendo por su lado, intentando distinguir qué se escondía debajo de la transparencia absoluta de aquellas líneas. Volvía al dormitorio, hacía la cama, remetiendo bien las mantas, y colgaba la toalla en la cabecera de aluminio. Luego me ponía el alzacuellos de celuloide en la camisa sin cuello, procurando que me quedara un poco holgado por delante, para que no me cortase la nuez al tragar. Acto seguido metía la cabeza y los brazos en la sotana, que había dejado con varios botones desabrochados. Terminaba de abrocharla, un botón tras otro, hasta llegar a los zapatos relucientes. Para bajar a la iglesia teníamos que ir pegados a la pared de las escaleras, porque en su esqueleto de cemento aún no habían colocado las losas de mármol de los peldaños, y tampoco había barandilla. Entrábamos en silencio en la iglesia, una sala grande y sencilla con dos filas de reclinatorios y un pequeño bastidor colocado detrás del altar que, como en un teatro, habilitaba una zona que hacía las veces de sacristía. Mientras los demás ocupaban su lugar en los reclinatorios, yo entraba con la cabeza gacha en la sacristía, donde el padre prior llevaba un rato esperándome para que lo vistiese. Me enfundaba la sobrepelliz y empezaba a vestir al sacerdote, que ya se había puesto el amito y rezaba en silencio, moviendo los labios. Le ataba el cíngulo y el manípulo, procurando no apretarlos demasiado ni dejarlos demasiado flojos, para que no se soltaran y acabasen en el suelo durante las primeras oraciones a los pies del altar. El padre prior besaba todos y cada uno de los ornamentos justo antes de que yo se los colocara, moviéndome a su alrededor con la mirada gacha. Se recolocaba los dos extremos de la estola debajo del cíngulo, comprobaba la solidez de los nudos que mis dedos habían atado en su cuerpo. La casulla ya estaba abierta y desplegada sobre un mueble bajo. El padre prior aceleraba imperceptiblemente su oración musitada mientras introducía en ella la cabeza. Salíamos del pequeño bastidor, que daba una curva junto a los peldaños del altar. Muchos ojos nos seguían con la mirada atenta desde sus reclinatorios. Unos segundos después, lo único que veían de mí, a los pies del altar, eran mi cogote afeitado y mis orejas, muy despegadas de la cabeza, como las de una cría de animal. Yo, por mi parte, observaba la cabeza del padre prior, colocado a su espalda. Parecía cortada en dos por culpa de un viejo accidente que hundió una de las dos mitades en vertical, y reconstruida con negligencia. Era tan distinta según se mirase desde la derecha o la izquierda que yo hasta tenía un apodo para cada una de las dos cabezas que parecían conformarla: a una la llamaba «paleolítica» y a la otra «sincopada». Me levantaba e iba por el misal, situado en uno de los extremos del altar, junto a la cabeza paleolítica: bajaba los peldaños, me arrodillaba antes de volver a subirlos y nunca dejaba de sorprenderme un poco encontrar, al cabo de unos segundos, una cabeza completamente distinta en el otro extremo del altar. Luego, en absoluto silencio, se producía la transustanciación. La enorme hostia recién partida acababa en la boca del padre prior, abierta en una mueca antinatural para obviar la asimetría de sus partes. Yo lo seguía, patena en mano, mientras los presentes se iban levantando para formar una fila, con la boca muy abierta, delante del primer reclinatorio. Entonces yo cogía las vinajeras tintineantes, vertía el agua en el cáliz de interior dorado, deslumbrante, y de inmediato el pulgar y el índice del padre prior, que se habían quedado pegados desde que sostuvieran la enorme hostia consagrada, como por una repentina quemadura, se separaban. Lo seguía con la mirada mientras él secaba enérgicamente el interior del cáliz con el purificador, y echaba un último vistazo al sagrario, aún abierto de par en par a pocos metros de mí, con sus paredes acolchadas, como el interior de esas polveras que recuerdan a un manicomio. Salíamos en silencio de la iglesia y del refectorio y nos desperdigábamos por las zonas más recónditas del parque o del edificio nuevo para meditar con mayor recogimiento, escogiendo el lugar con suma discreción, pues, de lo contrario, alguien podría descubrir nuestro rincón predilecto —con un atractivo insuperable, situado ante los ojos de todos pero aún no descubierto por nadie más— y querer ocuparlo, por lo que desde la salida misma del refectorio apretaría el paso con disimulo, para llegar antes que nosotros con su pequeño breviario, ya abierto, con marcapáginas de tela de colores ondeando al viento. Iba a sentarme un rato en el pequeño terraplén junto a los cimientos del ala nueva, aún en construcción, donde los albañiles habían sacado a la luz piedras redondas que te palpitaban en el puño si, cuando las apretabas, la intensidad de la meditación te absorbía hasta tal punto que te olvidabas de ellas durante un período de tiempo incalculable. La comida y la cena transcurrían en silencio; las horas pasaban en silencio en la iglesia. Volvía a oscurecer. Antes de subir a los dormitorios deambulábamos un rato más junto a la balaustrada de mármol, con la inmensa ciudad de fondo, en la llanura, o paseábamos debajo de los tilos para la meditación de la noche, cuando la búsqueda de un sitio en la oscuridad era aún más arriesgada: siempre podías optar por acomodarte en un lugar ya ocupado por otro e intentar pasar inadvertido; pero también podías buscarte un rincón que creías desconocido por los demás, y recorrerlo con los ojos cerrados sin percatarte de que estabas desde el primer momento en compañía de alguien, absolutamente invisible en la oscuridad. O podías dar grandes rodeos para llegar por una ruta insospechada, distrayendo a todo el mundo, a la vieja piscina drenada, justo donde acababan los tilos; pero entonces, en el último segundo, veías surgir en la densa penumbra la cabeza del delegado principal de los seminaristas, que rezaba en silencio en el fondo de gresite. También podía darse el caso de que ciertos lugares íntimamente anhelados quedaran vacíos durante una hora irrepetible, por el mero hecho de que uno o varios seminaristas confundían una pila de ladrillos perforados, que habían dejado ahí los albañiles, con una silueta erguida e inmóvil en la oscuridad, tan concentrada que permitía al viento atravesar silbando todo su cuerpo. Al otro lado de la balaustrada de mármol la ciudad resplandecía al fondo de la llanura: sus luces parecían provenir de profundidades submarinas. Volvíamos a subir al dormitorio, previa parada en la iglesia para el Noctem quietam. Me desabrochaba con un solo gesto medido un buen número de botones de la sotana y me dirigía a los abrevaderos. Mientras me lavaba las manos con la pastilla de jabón, pasaba un rato contemplando a través de los ventanales sin marco el cielo luminoso y desierto, como si las estrellas se hubieran disuelto en un inmenso espacio ácido. Luego volvía a la gran habitación, donde muchos compañeros ya estaban metidos en la cama, afanándose para quitarse los pantalones y ponerse el pijama debajo de las mantas. Ya habían apagado la luz central, pero aún adivinaba la cabeza del seminarista sordomudo en la fila de camas de enfrente, gracias a las lucecitas que parecían seguir encendidas bajo su costra blanda, como la maqueta de una ciudad futurista repleta de puntiagudos rascacielos de cristal y de aeropuertos. Extendía la sotana a los pies de la cama y, como mis compañeros, me cambiaba debajo de las mantas. También las luces del otro dormitorio iban apagándose, y las del pasillo. Paraba a mitad de camino entre el silencio y el sueño, cerraba los ojos, volvía a...



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