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E-Book

E-Book, Spanisch, Band 68, 452 Seiten

Reihe: Impedimenta

Spark Los solteros


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15578-74-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 68, 452 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-74-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Un abogado, un falso 'párroco', un detective, un profesor de instituto que trabaja en el British Council, un epiléptico experto en grafología, un irlandés enamoradizo que evita a toda costa el contacto con el sexo opuesto. Solteros londinenses. Personajes mordazmente británicos que pasan las tardes charlando en los bares o comprando en Fortnum & Mason, atenazados por horrores de todo tipo, como la escandalosa subida del precio de los guisantes. No obstante, su apacible existencia urbanita se verá amenazada con la irrupción de un misterioso personaje: el médium Patrick Seton, que conseguirá que todos ellos transformen sus vidas hasta verse inmersos en una sucesión de estafas, robos, chantajes y desaforadas sesiones de espiritismo, que acabarán desembocando en un juicio grotesco. 'Los solteros' es una novela tan ingeniosa como malvada, que nos trae a 'la novelista británica con más talento y capacidad de innovación' (The New York Times) en su momento de más perverso esplendor.

Muriel Sarah Camberg, quien sería conocida en el mundo literario como Muriel Spark, su apellido de casada, nació en Edimburgo en 1918. Su padre era judío y su madre presbiteriana. A los diecinueve años contrajo matrimonio con S. O. Spark y pronto se mudaron a Rodesia, la actual Zimbabue.

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Capítulo 1
La luz de la mañana caía sobre Londres, la gran ciudad de los solteros. Las botellas de leche empezaban a aparecer a las puertas de las casas de apartamentos, desde Hampstead Heath hasta Greenwich Park y desde Wanstead Flats hasta Putney Heath; pero sobre todo en Hampstead, sobre todo en Kensington. En Queen’s Gate, en Kensington, en Harrington Road, en The Boltons, en Holland Park, en King’s Road, en Chelsea y sus remansos, los solteros se revolvían entre las sábanas, buscaban a tientas el reloj y, en el amanecer de la consciencia, miraban la hora; luego, al recordar que era sábado, la mayoría volvía a hundirse en la almohada. Aun así, dado que era sábado, casi todos salían pronto a la calle para comprar huevos y beicon, las provisiones semanales para el desayuno y las cenas ocasionales. Los solteros procuraban salir temprano, hacia las diez y cuarto, para evitar encontrarse con las mujeres: las legítimas compradoras. A las diez y cuarto, Ronald Bridges, de treinta y siete años, que trabajaba durante la semana como adjunto en un pequeño museo de manuscritos en la City, se detuvo en medio de Old Brompton Road para charlar con su amigo Martin Bowles, un abogado de treinta y cinco años. Ronald alzó un par de veces su vieja bolsa de la compra para indicarle a Martin cuánto pesaba y cuán engorroso le resultaba todo aquello.


—¿Dónde has encontrado los guisantes congelados? —dijo Ronald, señalando un paquete que sobresalía en la bolsa repleta de Martin. —En Clayton’s. —¿Cuánto te han costado? —Una libra con seis. Eso vale el paquete pequeño, que alcanza para dos raciones. El grande cuesta dos con seis, para seis raciones. —Un precio justo —dijo Ronald satisfecho. —Tú siempre cuidando el bolsillo, ¿eh? —dijo Martin. —¿Qué más tienes por ahí? —dijo Ronald. —Bacalao. Lo pones al horno con yogur y un poquito de mejorana y sabe a mero. Mi madre estará fuera durante dos semanas con la vieja ama de llaves. —¿Mejorana? ¿Y dónde consigues mejorana? —Ah, en Fortnum. Allí se encuentran todas las especias. Me hago con una bolsa de especias cada mes. Desde la operación de mi madre me encargo de casi todas las compras y de la cocina. Además, la vieja Carrie ya no está para esos trotes. Aunque nunca fue muy buena cocinera que se diga. —Debes de llevarlo en la sangre —dijo Ronald—. Mira que ir hasta Picadilly a por especias… —Casi siempre consigo arreglármelas —dijo Martin—. A mamá y a mí nos gustan las hierbas. Ven, entremos aquí. Se refería a un café. Se sentaron junto a sus bolsas y sorbieron sus espressos con satisfecha languidez. —Me olvidé del detergente —dijo Ronald—. Tengo que comprar detergente. —¿No haces una lista? —preguntó Martin. —No. Compro de memoria. —Yo hago una lista —dijo Martin—, cuando mi madre no está. Siempre hago la compra los fines de semana. Cuando mamá está en casa la lista la hace ella. Aunque no hay manera de leerla. —Una pérdida de tiempo —dijo Ronald— si tienes buena memoria. —¿Le importa? —dijo una chica que acababa de entrar al café. Se refería a la bolsa de la compra de Ronald, que ocupaba la silla junto a la pared. —Oh, lo siento —dijo Ronald, quitando la bolsa antes de dejarla en el suelo. La chica se sentó, y cuando la camarera se acercaba para atenderla ella dijo: —Estoy esperando a alguien. La chica tenía el pelo negro recogido con gran estilo, ojos oscuros y un rostro ovalado, como de bailarina. Le devolvió a los dos solteros una mirada adormilada y rutinaria, luego encendió un cigarrillo y miró hacia la puerta. —Hay patatas frescas en el mercado —dijo Ronald. —Ahora siempre las hay —dijo Martin—. Sea o no temporada. Lo mismo pasa con todo: se consiguen patatas frescas y zanahorias frescas todo el año, y guisantes y espinacas en cualquier época del año, y hasta tomates en primavera. —Un poco caro —dijo Ronald. —Un poco —dijo Martin—. ¿Y qué clase de beicon compras? —Me las arreglo con algo de panceta. El desayuno suele tenerme sin cuidado —dijo Ronald. —Igual que a mí. —Tú siempre cuidando el bolsillo —dijo Ronald antes de que Martin pudiera decirlo. Un señor bajito, de complexión enjuta, entró por la puerta y se acercó a la chica, sonriendo con una expresión dulce y espiritual. Se sentó junto a ella en el asiento de la pared. Luego ocultó el rostro detrás de la carta y se puso a mascullarle algo a la chica con voz inaudible. —Por todos los demonios… —murmuró Martin. Ronald miró al hombre, cuyo cuerpo estaba casi oculto por el de la chica. Observó su cabeza, incapaz de distinguir en un principio si el pelo era rubio o plateado, aunque pronto descubrió que se trataba de una mezcla de ambos colores. Era un hombre delgado, de aspecto ansioso, de cara angulosa y nariz puntiaguda, la piel arrugada, lívida. Debía de tener unos cincuenta y cinco años, y vestía un traje azul oscuro. —No mires —dijo Martin—. A ese tipo lo están procesando y yo soy el abogado de la acusación. La semana que viene tendrá que presentarse ante el magistrado. Y tiene que firmar en la comisaría todos los días. —¿Y qué ha hecho? —Oh, nada. Fraude, quizás alguna cosilla más. Alguien del bufete defendió a este Seton antes, pero fue hace mucho tiempo. Tampoco es que le haya servido de mucho… Venga, vámonos. Ronald dejó el periódico sobre la mesa. —Detergente —dijo Ronald cuando ya estaban en la calle—. No se me puede olvidar el detergente… —¿En qué dirección vas? —Al otro lado de Clayton’s. —Yo también. Me faltan un montón de cosas que tenía anotadas en la lista. Ceno fuera cuatro veces a la semana. Y tú, ¿dónde cenas los domingos? —Oh, por ahí, ya sabes —dijo Ronald—, siempre hay alguien que te invita. —Yo suelo ir a Leighton Buzzard, siempre que venga alguien a hacerle compañía a mamá —dijo Martin—. Leighton Buzzard es divertido. Para variar. Eso sí, cuando Isobel se queda en Londres voy a cenar a su casa. Cruzaron la calle. —Oh, vaya, me he dejado el periódico en el café —dijo Ronald dubitativo—. Será mejor que vuelva a buscarlo. Nos vemos pronto. —¿Estás bien? —dijo Martin, mientras Ronald se disponía a darse la vuelta. —Sí, oh, sí, solo que se me ha olvidado el periódico… —¿Seguro? —dijo Martin, que vivía pendiente de la epilepsia de Ronald. —Sí, adiós. Ronald volvió a cruzar la calle. Encontró el periódico en el mostrador. Se sentó en una silla frente a la que había ocupado poco antes. Quería ver mejor al tipo del pelo plateado-amarillento, que ahora le hablaba a la chica del pelo negro en un tono muy bajo, esforzadamente persuasivo. Pidió un café y un pastel de nata. Abrió el periódico, desde cuyos bordes espiaba de vez en cuando al hombre que se alargaba en sus explicaciones ante la chica. Ronald no era capaz de recordar dónde lo había visto antes; ni siquiera estaba seguro de haberlo visto jamás. «Me estoy convirtiendo en una vieja criada cotilla», se dijo a sí mismo para justificar su regreso a la cafetería, pues había preferido describirse con esa imagen antes que reconocer por completo sus verdaderas motivaciones: que simplemente quería poner a prueba su memoria. Y es que Ronald no perdía ocasión para averiguar si su epilepsia había llegado a afectar sus facultades mentales o no.


—No —le había dicho ya el especialista americano al que había consultado, molesto por verse obligado a expresar un asunto tan técnico en el lenguaje ordinario—, no hay razón para creer que su intelecto se vea afectado, a menos, claro está, que no lo ejercite, por ejemplo, cursando y terminando una carrera normal. Sin embargo, usted conserva, y de hecho, debería estar en posición de mejorarla, su capacidad mental. Los ataques serán intermitentes. Si me permite decirlo así, los ataques afectan a su cerebro pero no a su mente. Se preparará físicamente para afrontarlos hasta cierto grado, pero no para controlarlos. Los ataques no dejarán ninguna secuela en su mente, salvo las posibles perturbaciones emocionales y psicológicas. Un área que se escapa a mis competencias… Ronald había guardado todas y cada una de esas palabras en un lugar privilegiado de su memoria durante los últimos catorce años, consciente de que el propio especialista a duras penas recordaría los datos más generales, y eso con ayuda de las anotaciones. Ronald, por tanto, se aferraba a esas palabras y de vez en cuando las sometía a toda clase de interpretaciones. «Si se me permite decirlo así, los ataques afectan al cerebro pero no a su mente.» Pero él cree, discutía Ronald consigo mismo alguna que otra vez,...



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