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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Uden El rey de Taoro

Novela histórica de la conquista de Tenerife
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-948381-4-9
Verlag: Zech Verlag
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Novela histórica de la conquista de Tenerife

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-948381-4-9
Verlag: Zech Verlag
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Cuando llegan los castellanos a la isla de Tenerife en el año 1494, para someterla a los Reyes Católicos, clavan una cruz de madera en la tierra, y así fundan la ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Su jefe, Alonso Fernández de Lugo quiere avanzar hacia el fructífero valle de Arautapala, a Taoro, donde reside el Mencey Bencomo, el más poderoso y valiente de los menceyes guanches: El rey de Taoro. Bencomo y sus aliados se preparan para enfrentarse a los invasores. En un lugar, que desde entonces se llama La Matanza de Acentejo, los guanches les tienden una emboscada…

Lea la apasionante historia de las guerras y la cultura de las Islas Canarias. Los guanches, cómo vivían y cómo eran sus fiestas y sus duelos. Los conquistadores españoles y sus soldados, lo que les llevó a cruzar los océanos así como las bonitas leyendas que se cuentan en las "Islas Afortunadas".

"Es una obra ante la que nadie pasará sin fijarse en ella." — Francisco P. Montes de Oca García (+), Cronista Oficial de Canarias

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Weitere Infos & Material


Índice "El rey de Taoro"

Prólogo de Manuel Hernández González
Prólogo de Francisco P. Montes de Oca García (+)

I. LA ISLA AFORTUNADA

Los guanches
Beñesmén
El santuario de Taganana
El enemigo
El legado de Tehinerfe
El ratón y el gato
El barranco de la muerte
El 8 de junio de 1494

II. LA LUCHA POR LA LIBERTAD

Preparativos
Intermezzo
La batalla de La Laguna
Guayote, el furibundo
La Cruz Blanca
Los Doce Inseparables
Hambre

III. EL SOMETIMIENTO DE LOS GUANCHES

Victoria
Traficantes y héroes
Las alturas del Tigaiga
La sentencia de las magades
El nuevo Dios
¡Vae Victis!
Piras funerarias

EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS de Francisco Javier León Álvarez


II.
LA LUCHA POR LA LIBERTAD
«Chucar Guayoc Mencey Reste Bencomo
Sanec Vander Relac Nazet Zahañe …»
(La batalla de La Laguna) Preparativos
Ardientes caen los rayos del sol sobre la vistosa reina de Andalucía, el Guadalquivir lleva en amplio arco sus aguas rojizas y cenagosas al encuentro del mar, no lejano, y erguida en el azul profundo de un cielo sin nubes, se destaca la esbelta torre de la Giralda: el símbolo de Sevilla. En los sombreados paseos de los jardines mágicos del Alcázar, en su día palacio de los sarracenos, pasean ociosos en esta hora los arrogantes grandes de Castilla, recreándose en los tapices abigarrados de narcisos, jacintos, anémonas y violetas, que se extienden entre azaleas y rosales de intenso perfume. Elevados camelios, cuyas flores blancas y rojas sólo aquí y allá dejan ver las barnizadas hojas, semejan ramilletes confeccionados por una mano de gigante. Palomas blancas como la nieve corren sobre los cuidados paseos de guijarros, orgullosos pavos reales, cuyo plumaje verde y azul luce al sol, se pasean ufanos de aquí para allá. Andaluzas de hermosos ojos, con alta peineta y costosa mantilla, flirtean con los oficiales del ejército español, que descansan por breve período de innumerables luchas victoriosas, para dar pronto que hablar al mundo de nuevos hechos de armas. En la pequeña capilla que se levanta en el ala este del Alcázar, aparece arrodillado ante la imagen de la Virgen de los Conquistadores, un noble, sumido en fervorosa plegaria, mientras desliza por sus dedos las cuentas de un rosario hecho de rica madera de ébano. Sobre la casaca de seda negra bordada en oro lleva el jubón de pieles de armiño, que le llega al cinturón. De su importancia dan muestra el estrecho pantalón cerrado en las rodillas, las medias blancas, los zapatos de cuero negro con hebillas de plata, adornadas con esmeraldas y el pequeño puñal dorado, cuya empuñadura cuajada de piedras preciosas aparece bajo el blanco armiño. Junto a él hay una gorra negra de terciopelo, con alto mechón de blancas plumas de garza, que mantiene unidas un broche de oro y brillantes. Levanta ahora la noble cabeza y se hace perceptible un perfil acusado, cuya virilidad subraya aún más el pequeño y cuidado bigote. Sus ojos están fijos de lleno en el hermoso cuadro del joven artista Alejo Fernández, orgullo de Sevilla. De la cabeza de la Santísima Virgen cae el largo manto, que parece moverse en la media luz de la pequeña capilla, mientras a los pies de la imagen se deslizan carabelas con las velas hinchadas sobre el mar agitado por el viento, cuyo viaje feliz protege la Madona. Se levanta y pasa por el pórtico al patio de naranjos floridos, de los que se desprende una suave fragancia, donde un mozo sujeta al noble caballo andaluz. Con agilidad sube a la montura. Atraviesa el amplio portal, cuyos robustos batientes le son abiertos de par en par, mientras que la curiosa multitud que lo contempla abre calle y se inclina respetuosa. Con una ligera inclinación, apenas perceptible, de su cabeza, corresponde él. Después se dirige al galope a lo largo del río hacia su cercano palacio. La gente mira con admiración al arrogante jinete: es el Conde de Medina Sidonia. También corría la ardiente sangre de los conquistadores por las venas del Conde de Medina Sidonia. ¡Él mismo había arrancado de manos de los moros la ciudad de Melilla y plantado la bandera de Castilla sobre sus almenas! Donde quiera que hubiese que prestar un servicio a la Corona de España, aparecía su nombre en letras de oro, en el libro de la historia. Con su apoyo Colón había emprendido el segundo viaje a las Indias Occidentales, del que no había regresado aún. Sus inmensas riquezas, que mediante una administración adecuada y nuevos negocios, aumentaban constantemente, le permitían satisfacer todos los caprichos de la vida. En su palacio alternaban junto a los más distinguidos aristócratas, artistas, sabios y poetas. Numerosos volúmenes llenaban las salas de su biblioteca, que era muy visitada. Esculturas antiguas, griegas y romanas, adornaban las avenidas del amplio parque, junto al río. Pensativo paseaba el conde por el fresco patio. El agua de los surtidores plateados producía un suave murmullo al caer en los pilones de mármol. Altas palmeras en abanico dibujaban las esbeltas lanzas de sus hojas sobre los azulejos polícromos del piso. Había recibido un extenso escrito, procedente del Real de las Palmas y remitido por Gonzalo Xuárez de Manqueda, el hombre de confianza de los grandes comerciantes genoveses Nicolás Angelotti, Guillermo Bianco, Francisco Palomares y Mateo de Viña, cuya respuesta había que considerar. Una acentuada arruga se dibujaba en la frente del Conde: Alonso Fernández de Lugo, el Capitán General de los Reyes Católicos, había sido batido por paganos medio salvajes, y destrozado su orgulloso ejército castellano. Con los escasos restos del mismo se había dirigido a Gran Canaria y solicitado allí el auxilio de los genoveses. Por mediación de su amigo Lope Hernández, gravemente herido, pero que gracias a Dios estaba en camino de curarse, había conseguido rápidamente ponerse en contacto con los comerciantes. El 13 de junio había suscrito un contrato en el que se estipulaba equipar seiscientos infantes y cincuenta jinetes. Pero, como Manqueda escribía, no era esto suficiente. Se habían perdido todos los cañones y era indispensable doble número de soldados, para someter a la última de las siete Islas Canarias. El Conde dió una palmada, y apareció un criado: «¡Que venga Esteban!» Pronto apareció ante él el escribano con un tintero y la pluma de ave cuidadosamente afilada. Sólo precisó mojarla una vez. El Conde contestó con cuatro palabras, como correspondía a la dignidad del orgulloso linaje de Medina Sidonia: «Me encargo del resto.» Cuando rubricó el pergamino de color marfil, sabía que su nombre en lo sucesivo estaría ligado permanentemente al del futuro conquistador de Tenerife. Lope Hernández andaba cojeando, apoyado en un fuerte bastón, ayudando al Capitán General en la formación del nuevo ejército. De todos sitios acudían mercenarios. Aventureros de muchos países se embarcaban en los panzudos galeones anclados en el Real de las Palmas. Se veían allí canarios de piel tostada procedentes de Lanzarote y La Gomera, portugueses, penados evadidos de galeras francesas, levantinos de ojos negros con pelo rizado e italianos desterrados, que habían combatido a las órdenes de muchos condotieros. Todos husmeaban, además de los sonoros doblones de oro, un rico botín en ganado, tierras y esclavos. Con cuidado procedió Lugo a la selección. Rechazó a la mayoría de los extranjeros. Conocía lo bastante a la chusma, que siempre se ofrecía cuando barruntaba una victoria fácil. La batalla de Acentejo le había demostrado, que no debía despreciarse a los guanches. A los canarios los aceptaba de buen grado, porque sabía que habían nacido guerreros, fieles y valientes. Pero el núcleo del ejército lo formaron como siempre españoles, que ya se habían distinguido en muchos combates en la Península. Confiaba sobre todo en los «Doce Inseparables» que en Acentejo habían cubierto su retirada y desde entonces ocupaban un puesto distinguido en su ejército, en realidad una unidad de combate dentro de aquél. Adoraban a su Capitán General y él tenía en cuenta su modo de pensar. Si a uno de los Doce desagradaba cualquiera de los nuevos soldados, no era admitido. Pronto arribó la primera carabela, enviada por el Conde de Medina Sidonia. Llevaba gruesos y relucientes cañones y esbeltos falconetes. Se efectuaron ejercicios de tiro en las afueras de la ciudad, dirigiendo Lope Hernández, con su habital maestría, las maniobras de la nueva artillería. El joven capitán Gonzalo de Castillo ejercitaba a los jinetes. Para ello salía desde un bosque un grupo de canarios, dando gritos y agudos silbidos, realizando un simulacro de ataque, blandiendo sus lanzas, para acostumbrar a los caballos al tumulto del combate. Entre el fragor de los cañones, a través del humo de la pólvora, se lanzaba a los caballos hasta que ningún animal diese señales de espanto. Tampoco se libraron de ejercicios diarios con sus armas los mosqueteros y arcabuceros. En ellos se daba más importancia a la carga rápida, que a un disparo que diese en el blanco. Los ballesteros fueron adiestrados para disparar sobre blancos móviles y se asignó a cada uno, un canario como ayudante; mientras el ballestero disparaba su ballesta, aquél se encargaba de prepararle para el disparo una segunda ballesta. Lugo cabalgaba ahora en un caballo castaño al que había dado el nombre de...


Horst Uden (seud. de Eugen Kuthe) nació en 1898 en Silesia, Alemania y murió 1973 en Málaga. Después de la primera guerra mundial, con 23 años hizo un viaje que le llevó a la ciudad de Málaga, la sería su patria adoptiva. Aquí fundó su familia y siempre volvía después de sus viajes a más de 20 países en tres continentes; la última vez en 1960 desde Venezuela y Colombia, donde había trabajado como director de hotel. Horst Uden ha reflejado sus impresiones en numerosas descripciones de viajes, poemas, dramas y novelas. En 1941, después de viajar en Canarias, publicó la novela histórica Der König von Taoro (Salzburgo) y en 1946 Unter dem Drachenbaum (Viena, Leipzig).



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