Barker | El silencio de las mujeres | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 428, 344 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Barker El silencio de las mujeres


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17860-41-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 428, 344 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17860-41-7
Verlag: Siruela
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LA GUERRA DE TROYA FUE SIEMPRE LA GUERRA DE LAS MUJERES «Las que restañaron la sangre de las heridas y embalsamaron a los muertos, las que dentro y fuera de los muros proveyeron de vestido y alimento a los combatientes, las mismas que fueron presa, botín y moneda de cambio, todas a quienes opacó el vacuo fulgor de los héroes y silenció la ciega y salvaje masculinidad de la batalla... La guerra de Troya fue siempre la guerra de las mujeres.» La ganadora del Man Booker Prize Pat Barker ahonda en la leyenda intemporal de la Ilíada y narra las últimas semanas de la guerra de Troya desde la perspectiva de las no combatientes; una novela poderosa y memorable sobre el más grande de los mitos griegos. La milenaria ciudad de Troya lleva una década soportando el sitio de los poderosos ejércitos aqueos, que continúan en guerra por una mujer raptada: Elena. En el campamento griego, otra mujer lo ve todo mientras espera a que la contienda se decante por uno u otro bando: Briseida. Aquiles, el guerrero más grande entre los griegos, saqueó su ciudad y mató a su marido y a sus hermanos, y la convirtió en su concubina. Botín de guerra, la joven deberá adaptarse para sobrevivir a una vida distinta a la que había llevado hasta entonces, la de las mujeres cautivas que sirven al ejército griego. Cuando Agamenón, el rey que aglutina el mando de las tropas griegas, exige que le den a Briseida, la joven se ve atrapada entre los dos aqueos más poderosos. A modo de protesta, Aquiles se niega a luchar y los griegos empiezan a perder terreno frente al enemigo troyano. Briseida no se arredra ante los horrores cotidianos de la guerra. Desde esa posición privilegiada que nadie ha tenido antes, observa a los dos hombres al frente de las tropas griegas en lo que será su enfrentamiento final, que decidirá el destino no solo de Briseida, sino de lo que acabará siendo el mundo antiguo. Pat Barker nos ofrece una obra maestra de dimensiones colosales, ambientada en el epicentro de la guerra más famosa de la literatura. El silencio de las mujeres se erige sobre su estudio de la guerra, al que ha dedicado décadas, y el impacto que tiene en la vida de las personas. «En la Ilíada, esa oda a la destrucción causada por la agresión masculina, las mujeres son el objeto a través del cual los hombres luchan entre sí para afirmar su estatus. Las diosas siempre tienen algo que decir, pero las mortales suelen permanecer en silencio y si hablan es solo para lamentarse: por la caída de Troya, por sus hijos, padres y esposos muertos, y por su propia libertad, tomada a la fuerza tanto por los vencedores como por los vencidos». The Guardian

Pat Barker (Thornaby-on-Tees, Inglaterra, 1943) se inició en la escritura en 1982 tras participar en un taller impartido por la distinguida novelista Angela Carter. Desde entonces ha publicado quince novelas -entre las que cabe destacar su famosa trilogía sobre la Primera Guerra Mundial- que la han convertido en uno de los referentes inexcusables de la narrativa británica contemporánea. Su obra, traducida a varios idiomas, ha sido merecedora de numerosos galardones, incluido el premio Booker en 1995.
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1

El gran Aquiles. El genial Aquiles, el deslumbrante Aquiles, el divino Aquiles... Cómo se amontonan los epítetos. Pero nosotras no lo llamábamos así; lo llamábamos el Carnicero.

Aquiles el de los pies ligeros: ese epíteto no deja de tener su interés. Porque, más que nada, más que la grandeza y la genialidad, lo definía lo rápido que era. Se cuenta que una vez perseguía al dios Apolo por la llanura troyana. Cuentan que, cuando se vio por fin acorralado, Apolo dijo: «A mí no me puedes matar; soy inmortal». «Sí, sí», respondió Aquiles. «Pero los dos sabemos que, si no lo fueras, te podrías dar por muerto».

Tenía siempre la última palabra, hasta cuando hablaba con un dios.

Antes de verlo, ya lo había oído; oí su grito de guerra, que retumbó contra el perímetro de las murallas de Lirneso.

Nos habían dicho a las mujeres y, cómo no, a los niños, que buscáramos refugio en la ciudadela, con una muda y toda la comida y la bebida que pudiéramos acarrear. Como cualquier mujer casada que se preciase, yo casi nunca salía de casa —aunque es cierto que, en mi caso, la casa era un palacio—, así que, verme en la calle a plena luz del día era como estar de fiesta. O casi. Porque, entre las risas y los vítores y los chistes a voz en cuello, creo que todas teníamos miedo. Yo, por lo menos, sí que lo tenía. Todas sabíamos que los hombres estaban perdiendo la posición: el combate, que empezó en la playa y en las proximidades del puerto, se dirimía ahora a las mismas puertas de la ciudad. Nos llegaban los gritos y alaridos, el choque de las espadas contra los escudos. Y sabíamos qué nos esperaba si la ciudad caía. Aun así, el peligro no parecía real. Al menos, yo no lo sentía como tal, y no creo que las demás tuvieran una idea más aproximada de ello que yo. ¿Cómo iban a caer aquellas murallas tan altas que nos habían protegido toda la vida?

Pequeños grupos de mujeres venían por las estrechas calles de la ciudad, con sus hijos en brazos, o de la mano, hasta confluir en la plaza principal. El sol daba de pleno, el viento pulía las aristas de los edificios y la sombra de la ciudadela extendía sus negros brazos para acogernos. La claridad me cegó un instante y trastabillé al pasar de la luz intensa a la sombra. Las plebeyas y las esclavas quedaron hacinadas en el sótano, y las que pertenecíamos a la realeza y a familias aristocráticas ocupamos la última planta. Subimos por la escalera que serpenteaba torre arriba, casi sin sitio donde apoyar el pie en los angostos escalones, dando vueltas y más vueltas, hasta que, al fin, salimos, sin transición alguna, a una sala grande que no tenía muebles. Las aspilleras arrojaban haces de luz sobre el suelo, a intervalos regulares, y dejaban los rincones en penumbra. Echamos un vistazo en torno, despacio, en busca de un sitio para extender nuestras pertenencias y crear algo que se pareciera, por poco que fuera, a un hogar.

Hacía fresco al principio, pero, según fue subiendo el sol, empezó el calor, y la atmósfera se cargó mucho. Nos quedábamos sin aire. A las pocas horas, casi no había quien aguantara con el olor a cuerpos sudorosos, a leche, a caca de niño y sangre menstrual. El calor alteraba a los bebés y a los niños pequeños. Sus madres los echaban en una sábana en el suelo y los abanicaban, mientras sus hermanos mayores correteaban de un lado para otro, incontrolables, sin entender muy bien qué pasaba. Había un par de niños, de unos diez u once años, que no estaban todavía en edad de luchar, asomados al hueco de la escalera, haciendo como que repelían a los invasores. Las mujeres no paraban de mirarse unas a otras; tenían la boca seca, no decían gran cosa. Fuera, los gritos y alaridos se hicieron más audibles, y empezaron a aporrear las puertas con gran estruendo. Era un grito de guerra que resonaba una y otra vez; no parecía humano, como el aullido de un lobo. Por un momento, las mujeres que tenían hijos envidiaron a las que tenían hijas, porque a estas les perdonarían la vida. A los chicos, tenían por costumbre matarlos, por poco que se acercaran a la edad de empuñar un arma. A veces mataban hasta a las mujeres embarazadas, les clavaban una lanza en el vientre, por si llevaban dentro un hijo varón. Me fijé en Ismene, a la que mi marido había dejado embarazada; estaba de cuatro meses y se apretaba fuerte el vientre con las manos, como si quisiera convencerse de que no se le notaba la gestación.

Últimamente, la había sorprendido varias veces mirándome —la misma Ismene que puso siempre tanto cuidado en evitarme—, y le había leído la expresión de la cara, mejor que si me lo hubiera dicho con palabras: «Ahora te toca mover ficha a ti. A ver cómo te sienta esto». Era una mirada que me hacía daño, fija y descarada. Yo venía de una familia en la que se trataba bien a los esclavos, y, cuando mi padre me entregó en matrimonio al rey Mines, seguí esa misma tradición en mi propio hogar. Había sido amable con Ismene, o eso creía yo, aunque, ¿quizá no es posible que exista la amabilidad entre ama y esclava, y haya solo distintos grados de brutalidad? Miré a Ismene, que estaba enfrente de mí, y pensé: «Sí que es verdad que ahora me toca a mí».

Aunque nadie mencionase la derrota, todas la esperábamos. Bueno, había una mujer mayor, la tía abuela de mi marido, que no paraba de decir que el repliegue contra las puertas era solo una estratagema; que Mines estaba jugando con ellos al gato y al ratón. Eso dijo: que iban de cabeza a la ratonera, que íbamos a ganar, a arrojar al mar a los griegos y sus ansias de saqueo; y creo que algunas de las mujeres jóvenes la creían. Pero se oyó otra vez el grito de guerra, y otra vez aun, cada vez más cerca, y todas sabíamos quién era, aunque ninguna dijo su nombre.

Sabíamos de antemano a qué nos tendríamos que enfrentar, y pesaba en el aire aquel presentimiento. Las madres abrazaban a las hijas que, pese a estar bastante crecidas, no estaban listas todavía para el matrimonio. No se salvarían ni las niñas de nueve o diez años. Ritsa se acercó y me dijo: «Bueno, por lo menos, nosotras no somos vírgenes». Lo dijo con una sonrisa irónica, y se le vieron los huecos de los dientes que le faltaban, por los muchos embarazos que había tenido, aunque todos los niños se le habían muerto. Asentí e hice un esfuerzo por sonreír, pero no dije nada.

Estaba preocupada por mi suegra, que no quiso que la trajeran en litera a la ciudadela y prefirió quedarse en el palacio. Y esa misma preocupación me sacaba de quicio, porque, de haber sido al revés, ella nunca se habría ocupado de mí. Llevaba un año en cama, aquejada de una enfermedad que le hinchaba el vientre y le arrancaba la carne de los huesos. Al final, decidí que tenía que ir a verla, asegurarme, al menos, de que no le faltaba agua ni comida. Ritsa me habría acompañado, incluso ya se había puesto en pie, pero negué con la cabeza. «No tardaré ni un minuto», dije.

Respiré hondo nada más salir. Aunque fuera en un instante como aquel, cuando el mundo estaba a punto de estallar y caérseme encima, sentí el alivio de respirar aire no viciado. Lo notaba caliente y lleno de polvo, me quemaba en la garganta, pero, aun así, olía a limpio, después de la atmósfera fétida que se respiraba en aquel recinto en lo alto de la ciudadela. Lo más rápido era atravesar la plaza principal para ir al palacio, pero había flechas desparramadas por el suelo, y, en aquel preciso instante, una sorteó las murallas y se clavó con un temblor en un montón de tierra. «No, mejor no me arriesgo», pensé. Bajé a la carrera por una calle tan estrecha que las casas cernidas sobre ella no dejaban pasar casi nada de luz. Llegué al palacio y entré por una puerta lateral que debió de quedar abierta cuando huyeron los criados. A mi derecha, oí relinchos de caballos en los establos. Crucé el patio de armas y eché a correr rápidamente por un pasillo que llevaba a la sala principal.

Me pareció ajeno a mí aquel espacio imponente que albergaba, al fondo, el trono de Mines. La primera vez que entré allí fue el día de mi boda. Me llevaron en litera desde casa de mi padre, al caer la noche, escoltada por hombres que portaban antorchas. En aquel salón, me esperaba Mines, con su madre al lado, la reina Maire. Como el rey había muerto hacía un año y no tenía más hijos, era fundamental engendrar un heredero. Así que casaron a Mines, a una edad mucho más temprana que a la que suelen casarse los hombres, aunque no cabía duda de que ya había causado estragos entre las mujeres de palacio, sin hacerle ascos, de paso, a algún mozo de las caballerizas. Menuda decepción se tuvo que llevar cuando, por fin, salí de la litera, me puse delante de él, temblando, y las doncellas me quitaron el manto y los velos: una cosita esmirriada que era todo pelo y ojos y no tenía casi ni una sola curva que saltara a la vista. Pobre Mines. Su ideal de belleza femenina era una mujer tan gorda que, si le dieras un azote en el culo por la mañana, cuando llegaras a cenar, todavía estaría vibrando. Hizo lo que pudo, una noche detrás de otra, meses y meses, esforzándose entre mis más bien poco voluptuosos muslos, con la voluntad de un caballo enganchado al tiro. Pero cuando vio que no me quedaba embarazada, enseguida se cansó de mí y volvió con su primer amor, una mujer que trabajaba en las cocinas y que, con esa mezcla sutil de agresividad y cariño que tienen las esclavas, lo metió en su cama cuando él tenía doce años.

Ya desde aquel primer día, nada más mirar a la reina Maire, supe que habría pelea. Aunque no fue solo pelea, sino encarnizada guerra. Y, al cumplir los dieciocho, ya tenía a...



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