Bible | Las horas antiguas | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 144 Seiten

Reihe: Gatopardo

Bible Las horas antiguas


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-128507-3-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 144 Seiten

Reihe: Gatopardo

ISBN: 978-84-128507-3-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Violencia, sectas y cristianismo evangélico. Una balada febril sobre las almas perdidas del sueño americano. Harmony es un pueblo como cualquier otro, un rincón del mundo en el que santos y pecadores matan las tardes en el centro comercial, sucumben al adulterio, juegan a fútbol americano, ven porno o leen a Faulkner en la biblioteca pública. Su historia es un reguero de violencia colonial, linchamientos y fanatismo religioso. Pero esos episodios son ya folklore local, ecos lejanos. La verdadera tragedia irrumpe en el año 2000, cuando Iggy, un chico solitario y misterioso, acude a misa armado de un bidón de gasolina y una caja de cerillas, dispuesto a inmolarse como un monje budista. En el incendio mueren veinticinco fieles. Las horas antiguas explora las secuelas de este día fatídico en las víctimas, los testigos y el culpable, que cuenta las horas en el corredor de la muerte. La vida sigue, pero los vecinos de Harmony no cesan de preguntarse qué mosca le picó a Iggy. ¿Fueron los analgésicos que esnifaba, el alcohol y la heroína? ¿Su amor «cósmico, salvaje y extraño» por Cleo? ¿Su dolor ante el absurdo de la existencia? Michael Bible ha escrito una inolvidable balada sureña, la historia de un puñado de almas perdidas que se empeñan en buscar la redención en el lugar más insospechado. La crítica ha dicho... «Un libro corto y bonito que te parte el corazón.» Marta Peirano, El País «La mayor parte de las novelas actuales me hacen preguntarme por qué la gente sigue escribiendo. Michael Bible me ayuda a recordar el motivo.» Blake Butler «Michael Bible posee la mano de oro de Carson McCullers y el espíritu bienhumorado y cósmico de Richard Brautigan.» William Boyle «Una cartografía brillante de las tribulaciones de un pueblo de Carolina del Norte a lo largo de los años. A través de un elenco de personajes complejos -anarquistas y criminales, familias rotas y bibliotecarios solitarios-, compone una historia conmovedora que interpela al presente.» Ryan Ridge

Michael Bible es oriundo de Carolina del Norte. Estudió escritura creativa en la Universidad de Misisipi bajo la dirección del escritor Barry Hannah. Trabajó como librero en Oxford, Misisipi, y ha colaborado con David Milch en la adaptación de Luz de agosto, de William Faulkner, para HBO. Ha escrito varias novelas, entre las que se cuentan Sophia (2015) y Empire of Light (2018). Actualmente vive en Manhattan, Nueva York.
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1


Éramos inocentes. Creíamos ser especiales. Nos emborrachábamos todos los fines de semana en el centro comercial. El mundo nos pertenecía. El tiempo no importaba. El amor, lo dábamos por sentado. La muerte nos temía. Ahora tenemos canas en la barba. Al cielo le salen moretones. El centro comercial ha muerto. Somos los viejos que prometimos que nunca seríamos. Nos pasamos el día en la mesa de la esquina de la cafetería Starlight, discutiendo sobre las vueltas que da la vida. Nuestro pueblo, Harmony, es un pueblo como cualquier otro. Igual que el vuestro. Lleno de santos y pecadores indistinguibles unos de otros.

Los domingos por la tarde de finales de verano, la luz se derrama sobre la vieja torre del reloj y proyecta en la plaza una sombra grande como una montaña. El florista, Floyd Williams, decora sus ventanas con gladiolos naranjas del tamaño de sables antiguos. Tiene una cicatriz de una vez que se peleó a puñetazos con su hijo pequeño, a cuenta de su alcoholismo. Ben White ayuda a Sue Meadows a salir del coche para que vaya a buscar sus pastillas para la espalda. Ben se acuesta con un hombre de Greensboro cuya mujer no sospecha nada. Están abriendo la tienda de instrumentos de cuerda. Doug Lightfoot ayuda a Mary Beth Taylor a afinar como es debido. El año pasado, Doug dejó embarazada a Mary Beth, aunque le dobla la edad. La llevó a Charlotte a solucionar el tema. Bud Rogers, el entrenador de fútbol americano, recoge el coche del taller mecánico. Charla un rato largo con Theo Knight sobre las posibilidades que tienen los Panthers esta temporada. Bud vende un poco de hierba para sacarse un dinero extra, casi toda a los chavales del Instituto Harmony. Theo se pasa las noches llorando a su mujer, que desapareció sin dejar rastro hace diez años.

Hemos encontrado una vieja foto de la vez que fuimos de excursión al ayuntamiento con la clase de octavo. Iggy está al margen del grupo. Es un luminoso día de octubre. Las hojas naranjas caen a nuestras espaldas. La señorita Maple lleva el pelo rojo recogido en un moño alto. Casi todos llevamos sudaderas del colegio con capucha, salvo Iggy. Hemos intentado comprender por qué llevaba un impermeable amarillo en un día soleado. ¿Era una señal? Hemos escudriñado su rostro en busca de algún indicio, el que fuera, que nos mostrara en qué iba a convertirse. Se suponía que aquella excursión al ayuntamiento era para que nos enseñaran la historia de Harmony. Aquella mañana fuimos al centro en autobús desde el colegio. Almorzamos bocadillos de jamón y manzanas verdes.

Harmony es más antiguo que Estados Unidos. Eso nos contó el alcalde Presley, un hombre gordo y calvo con la barba muy bien recortada. Solterón empedernido, su familia llevaba más de un siglo en Harmony. Era aficionado a la cría de perros pastores. Cuando pasabas con el coche por delante de su casa a altas horas de la noche, la luz azul del televisor siempre estaba encendida.

Mientras recorríamos el ayuntamiento, el alcalde Presley nos contaba la historia de los alemanes y los escoceses e irlandeses de Pensilvania que empezaron a instalarse en esta zona de Carolina del Norte a partir de 1753. Cultivaron las tierras fértiles con el agua dulce del río Bluebird. Tenían una cabaña hecha con troncos a la que acudían a rezar los domingos y que un día se convertiría en la sede de la Primera Iglesia Bautista de Harmony. En 1850 abrieron una fábrica de ladrillos fundada por J. C. Pearl que sigue funcionando hoy en día.

Al final del recorrido, nos sentamos formando un semicírculo alrededor del alcalde Presley en su despacho, con el escudo gigante de la ciudad sobre él. A sus pies yacían algunos de sus perros.

—A lo mejor podría hablarles a los alumnos de nuestra economía —dijo la señora Maple.

—Por supuesto —dijo él—. Harmony es uno de los mayores productores de tabaco de las estribaciones de estas montañas.

Recordamos con nitidez lo que pasó a continuación. El alcalde Presley rebuscó en su cajón, sacó una hoja seca de tabaco Carolina, la hizo circular y la olimos por turnos. Era de color marrón claro y frágil. Cuando le llegó a Iggy, sacó un encendedor Zippo y le prendió fuego. La señora Maple sopló para apagarla. Agarró a Iggy del brazo y se fueron al vestíbulo. El señor Presley miró la hoja medio quemada y abrió una ventana.

—Y ahora, niños y niñas —dijo—, quiero que uno a uno me prometáis que no fumaréis nunca.

Todos lo prometimos, excepto Amanda Armstrong, que se echó a llorar.

—No lo haré —dijo—. No voy a prometerlo.

—Fumar es malísimo para tu salud —dijo el señor Presley.

—Mi padre cultiva tabaco—dijo Amanda—. Si todo el mundo deja de fumar, acabaremos en quiebra.

Miramos al señor Presley para ver qué tenía que decir al respecto. Sonrió.

—Hay muchos fumadores en China —dijo.

—¿No les saldrá cáncer también a los chinos? —preguntó Amanda.

El señor Presley se rio.

—A mí solo me preocupan los chicos y las chicas de Harmony —dijo—. No soy el alcalde de China.

Justo entonces, la señora Maple volvió con Iggy.

—Siento haber quemado su hoja —dijo Iggy.

—No pasa nada —repuso el señor Presley—. Te perdono si me prometes que nunca empezarás a fumar.

Iggy miró al suelo y asintió.

—Tengo pensado dejarlo pronto —dijo Iggy.

La señorita Rivers sigue trabajando en el Starlight como hacía entonces, cuando fumábamos paquetes de Camel Light después de los partidos de fútbol americano del instituto. Algunos estábamos enamoriscados de ella, solo nos llevaba unos cuantos años. Pero ahora es igual de vieja que nosotros. Sigue aquí. Atrapada en este pueblo. Mientras nos rellena la taza de café, la conversación regresa a Iggy, como suele pasar en tardes como esta. Alguien vuelve a contar la historia del incidente que tuvo lugar cuando éramos niños, en la década de los noventa. El verano anterior a nuestro primer año de instituto. Iggy, hasta entonces, siempre había formado parte de nuestra pandilla. Todos practicábamos algún deporte de equipo o tocábamos en una banda, pero Iggy seguía jugando solo al ajedrez y yendo a clases de piano. A uno de nosotros, no recordamos a quién, se le ocurrió apodarlo Paté. Decidimos que Iggy era patético y que el nombre le pegaba. Cuando íbamos a buscarlo a su casa, su madre siempre nos decía que no estaba. Nos imaginábamos que estaría escondido en su habitación. A finales de ese verano, accedimos a la colección de whisky del padre de alguno de nosotros y a medianoche salimos por el barrio a gastar bromas. Asaltamos la casa de los Spencer y tiramos todos los muebles del jardín en la piscina del doctor Johnson. Saqueamos el huerto de los Mumford y llevamos unos pimientos morrones enormes a casa de Iggy. Se los dejamos en el porche con una nota. Al volver la vista atrás, no recordamos por qué nos pareció que sería divertido hacer eso, salvo que éramos adolescentes y estábamos borrachos. La nota decía que habíamos secuestrado a Iggy y que si no nos daban mil dólares, no volverían a verlo nunca más. A lo largo de la tarde siguiente, con resaca todavía, fuimos de uno en uno a llamar a la puerta de los padres de Iggy. Su madre no llevaba maquillaje, como si viniera de llorar toda la mañana, y su padre iba vestido como para trabajar en el jardín. Nos dijeron que Iggy había pasado todo el verano ahorrando el dinero que se sacaba cortando el césped. Había ido al centro a comprar un videojuego, pero lo asaltaron por el camino. Le robaron el dinero y lo dejaron tirado en un callejón, dándolo por muerto. Estuvo en el hospital una semana y llevaba meses recuperándose en casa. Lo que no sabíamos y no podíamos saber era que aquella mañana, cuando sus padres encontraron la nota, Iggy había salido por primera vez desde que le habían dado la paliza. Pensaron que los asaltantes lo habían secuestrado. Para su alivio, horas más tarde Iggy entró al fin por la puerta. Les dijo que creía saber quién lo había hecho. Cuando sus padres nos interrogaron en nuestras cocinas y salas de estar, reconocimos que habíamos sido nosotros. Les dijimos que solo habíamos querido gastarle una broma. No teníamos ni idea de la agresión. Nuestros padres nos hicieron escribirle cartas de disculpa a Iggy, pero quién sabe si las leyó o no. Después de eso, intentamos llamarlo un par de veces para que pasara el rato con nosotros, olvidarnos de aquel asunto, pero nunca más volvió a hablarnos. Mayormente, nos lo quitamos de la cabeza después de aquello. Se convirtió en un personaje de nuestras historias de juventud, aunque a veces seguíamos viéndolo por el instituto. Oíamos rumores sobre él y sus amigos Paul y Cleo. Llevábamos vidas separadas y creíamos, como ingenuos, que él también estaba viviendo la experiencia normal del instituto, llena de fiestas regadas en cerveza y fines de semana en el lago. Quizá fuera así, pero no volvimos a pensar en él hasta después de la graduación y de aquella mañana en la Primera Iglesia Bautista.

El incendio ya había sido apagado cuando llegaron los periodistas. El gobernador llegó poco después. Luego los senadores y los...



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