Cervantes | El Quijote | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 208 Seiten

Reihe: Clásicos

Cervantes El Quijote


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-675-9139-2
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 208 Seiten

Reihe: Clásicos

ISBN: 978-84-675-9139-2
Verlag: Ediciones SM España
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Un loco bastante cuerdo. Una aventura desternillante. Un amigo con los pies casi siempre en la tierra. Cervantes escribió El Quijote en 1605... ¿Sigues pensando que los clásicos son cosa del pasado?

Se cree que Miguel de Cervantes Saavedra nació el 29 de septiembre, día de la festividad del arcángel San Miguel, de 1547 en Alcalá de Henares. No obstante, la fecha exacta no se tiene registrada, aunque sí la de su bautismo, que tuvo lugar el 9 de octubre de ese año en la parroquia de Santa María la Mayor de la ciudad complutense.   Su padre, Rodrigo de Cervantes, fue un cirujano-barbero de la época, en tanto que su madre se llamaba Leonor de Cortinas. Miguel creció en el seno de una familia numerosa, rodeado por sus otros seis hermanos, tres chicos y tres chicas. En 1551, la familia Cervantes se trasladó a Valladolid, donde se encontraba la Corte de entonces. Su padre fue encarcelado por deudas durante algunos meses y sus bienes embargados.   Se sabe que en 1556 el cabeza de familia se trasladó a Córdoba y, posteriormente, a Sevilla en busca de una mejora económica, aunque se desconoce si su considerable prole lo acompañó o no. No hay datos con respecto a la educación que pudo recibir Miguel en su infancia, aunque algunos estudiosos creen que pudo formarse en un colegio jesuita, al que alude en una de sus obras.   Los Cervantes se instalaron en Madrid en 1566, donde el joven Miguel asistió al Estudio de la Villa, regentado por el humanista y catedrático de gramática Juan López de Hoyos. Gracias a él, tres años después aparecerían los primeros poemas firmados por Miguel en la Relación oficial con motivo de la muerte de la reina Isabel de Valois, al que alude como 'caro y amado discípulo'. Ese mismo año, el joven Miguel es enviado a Roma al servicio del cardenal Acquaviva (se cree que huyó allí, aconsejado por un pariente, al hallarse en busca y captura por una provisión del rey a causa de un duelo en el que hirió a un maestro de armas), con el que visitó Milán, Florencia, Venecia, Ferrara, Parma y Palermo. En 1571 inició su carrera militar, alistándose en la compañía de Diego de Urbina junto a uno de sus hermanos. Esta decisión lo llevaría a embarcarse en un navío camino de la Batalla de Lepanto contra los turcos, ocurrida el 7 de octubre de ese año. En la refriega fue herido en el pecho y en el brazo izquierdo, de donde procede el apelativo 'el manco de Lepanto' por el que se le conoce.   Meses después se recuperó de sus heridas en Mesina y continuó su carrera militar, tomando parte en las expediciones de Navarino (1572), Corfú, Bizerta y Túnez (1573). Viajó por media Italia y permaneció dos años en Nápoles, hasta 1575. Cuando regresaba de allí hacia España su barco fue apresado el 26 de septiembre y llevado prisionero a Argel, donde estuvo privado de libertad durante cinco años. Trató de escapar en cuatro ocasiones, aunque siempre fue sorprendido. Finalmente, los trinitarios fray Juan Gil y fray Antón de la Bella pagaron su rescate en 1580 y Miguel pudo regresar a España, a donde llegó el 27 de octubre del mismo año.   Asentado de nuevo en Madrid, tuvo varios amoríos antes de contraer matrimonio con Catalina de Salazar a finales de 1584. Al parecer, Cervantes había escrito durante los años de cautiverio y siguió haciéndolo en casa, publicando en 1585 su primera novela, La Galatea. La proliferación de los corrales de comedias en la capital le animaron a escribir varias piezas de teatro, aunque no obtuvo éxito alguno. Se separó de su esposa sin hijos y comenzó a viajar a Andalucía como comisario de provisiones de la Armada Invencible. No volvería a encontrarse con ella hasta años después. Se instaló en Sevilla, primero como proveedor de las galeras reales, y luego como recaudador de impuestos, pero en 1597 fue de nuevo encarcelado al quebrar el banco donde ingresaba la recaudación y al ser acusado por las autoridades de apropiarse del dinero público.
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7.

Lo que les sucedió a don Quijote y a Sancho en una venta


Quiso la suerte que a menos de una legua de allí encontraran una venta. Como en la anterior ocasión, don Quijote se empeñó en que era un castillo. Sancho intentó convencerle de lo contrario, pero fue imposible.

Cuando el ventero y su mujer vieron el estado en que se encontraba don Quijote, lo llevaron a un establo y le prepararon una cama con unas tablas atravesadas sobre dos bancos de madera. Luego, la ventera y su hija, una muchacha muy bonita, le pusieron a don Quijote unas cataplasmas sobre los moratones que tenía repartidos por todo el cuerpo.

–Creedme, hermosas señoras –les dijo el hidalgo, tomándolas de la mano–, tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habéis hecho para agradecéroslo mientras mi vida dure.

Las mujeres se admiraron al oírle hablar así, pues no estaban acostumbradas a semejantes palabras. Mientras tanto, una moza que trabajaba en la venta se ocupó de Sancho. Se llamaba Maritornes, y era ancha de cara, tuerta de un ojo, de nariz chata y tan cargada de espaldas que siempre estaba mirando al suelo. Después de curar al escudero, le preparó una cama junto a la de su señor. Luego, las tres mujeres salieron para que los huéspedes descansaran. Pero ni don Quijote ni Sancho eran capaces de dormir, de tanto como les dolían las costillas.

En el establo se alojaba también un arriero. Él tampoco dormía. Permanecía tendido en su cama, al fondo del cobertizo, esperando a que Maritornes fuera a visitarlo aquella misma noche, como la muchacha le había prometido. Y en efecto, una hora después, se abrió la puerta y entró la joven, descalza y en camisón. Pasó junto al lecho de don Quijote para dirigirse al fondo del establo. Aunque intentaba no hacer ruido, don Quijote la oyó, y al instante se imaginó que aquella joven era la hija del señor del castillo, que se había enamorado de él y venía a declararle su amor.

El hidalgo se incorporó, agarró a Maritornes por la muñeca y la hizo sentarse en su cama. Aunque le olía el aliento a cebolla, don Quijote se figuró que lo que su nariz percibía era un suave y exótico perfume.

–Hermosa señora –le dijo a Maritornes–, quisiera poder corresponder al gran honor que me hacéis entregándome vuestro amor, pero es cosa imposible. Debéis saber que mi corazón ya tiene dueña, pues pertenece a la sin par Dulcinea del Toboso.

La moza, horrorizada por el equívoco y sin atreverse a abrir la boca para que no la descubrieran, intentó en vano desasirse de las manos del hidalgo. El arriero, que se había dado cuenta de lo que sucedía, se levantó de su cama y se acercó a la de don Quijote. Al ver que este no soltaba a Maritornes, descargó un tremendo puñetazo sobre su mandíbula y, no contento con eso, se le subió encima de las costillas y empezó a pateárselas. Como la cama era muy endeble, no pudo soportar tanto peso y se vino abajo con gran estrépito.

El ruido despertó al ventero y le hizo acudir al establo con un candil para ver qué ocurría. Temerosa de que su amo la castigara, Maritornes aprovechó la confusión para zafarse de don Quijote y esconderse en la cama de Sancho Panza, haciéndose un ovillo a su lado. El escudero, que por fin había logrado quedarse dormido, se despertó sobresaltado y, al sentir aquel bulto a su lado, pensó que se trataba de una pesadilla. Para librarse de ella, no se le ocurrió otra cosa que emprenderla a puñetazos. Al verlo el arriero, dejó a don Quijote y saltó a la cama vecina para ayudar a la moza, que se estaba defendiendo por sí misma. El ventero se metió también en la pelea y dejó caer el candil. Quedaron todos a oscuras, atizándose a bulto unos y otros.

En esto entró en el establo un cuadrillero de la Santa Hermandad1, que dormía aquella noche en la venta con sus compañeros después de detener a unos malhechores. Tropezó con el derribado lecho sobre el que yacía don Quijote, palpó a tientas hasta que su mano asió las barbas del hidalgo y tiró de ellas. Al ver que aquel hombre no se movía, pensó que estaba muerto.

–¡Alto a la autoridad! –gritó–. ¡Aquí han matado a un hombre!

Sus voces sobresaltaron a los que peleaban. El ventero y Maritornes se escabulleron por la puerta del establo, el arriero se metió en su cama y Sancho quedó sentado en la suya. El cuadrillero recogió del suelo el candil, pero como este se había apagado, fue a buscar un fuego con el que encenderlo.

En ese momento, don Quijote volvió en sí.

–Sancho, amigo, ¿duermes? –preguntó con un hilo de voz–. Creo que este castillo está encantado.

–Eso mismo pienso yo –respondió el escudero–. Parece como si todos los diablos la hubieran tomado conmigo esta noche.

–A mí me ha sucedido una de las aventuras más extrañas que imaginar se pueda. Has de saber que esta noche ha venido a visitarme la hija del señor de este castillo, que es la más hermosa doncella que he visto, después de mi señora Dulcinea del Toboso. Pues bien, mientras yo me hallaba en dulcísimo coloquio con ella, una mano pegada al brazo de algún descomunal gigante me asestó un terrible puñetazo en las quijadas, y después me molió a palos, de tal modo que me ha dejado peor que los caballeros que agraviaron a Rocinante. Por eso pienso que este castillo debe de estar embrujado, y estoy seguro de que a la doncella la guarda algún moro encantado. [Nota]

–Así debe de ser, mi señor, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado a mí, y jamás pensé que en toda mi vida pudiera llevarme tantos golpes.

–Así que a ti también te han sacudido. Pero no tengas pesar, Sancho, que ahora mismo prepararé el bálsamo precioso con el que ambos sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

En ese momento, el cuadrillero acabó de encender el candil y se acercó a ver al que pensaba que estaba muerto. Cuando Sancho lo vio acercarse con el candil, en camisón y con un gorro de dormir en la cabeza, saltó de la cama.

–¡Es el moro, mi señor –gritó–, que vuelve para castigarnos otra vez!

–No puede ser el moro –respondió don Quijote–, porque los encantados nunca se muestran a los ojos de los demás.

El cuadrillero se quedó muy sorprendido al hallar al que creía muerto hablando tranquilamente.

–¿Cómo le va, buen hombre? –le preguntó a don Quijote.

–Se nota que os han criado mal –respondió el hidalgo–. ¿Acaso pensáis que esa es forma de hablar a un caballero andante, majadero?

El insulto enfureció al cuadrillero. Levantó el candil y le dio con él a don Quijote en toda la cabeza. El establo volvió a quedar a oscuras, y el cuadrillero salió y se fue a dormir.

–Levántate, Sancho –dijo don Quijote–, si es que tú puedes, y ve a pedirle al señor de este castillo encantado un poco de aceite, vino, sal y romero para que yo pueda hacer el bálsamo de Fierabrás, porque se me va mucha sangre por la herida que este fantasma me ha hecho.

Aunque también a él le dolía todo el cuerpo, Sancho se levantó y fue a buscar aquellas cosas. Ya empezaba a amanecer, y encontró al ventero a la puerta de la venta. Este le dio lo que le pedía. Cuando volvió al establo, Sancho descubrió con alivio que su señor no sangraba, aunque tenía un enorme chichón en la cabeza.

Don Quijote mezcló aquellos ingredientes en una olla y los coció durante un buen rato. Luego echó la mezcla en una aceitera de hojalata y rezó sobre ella más de ochenta padrenuestros y otros tantos avemarías. A continuación se bebió casi todo el contenido de la aceitera. Apenas acabó de beber, empezó a vomitar hasta que no le quedó nada en el estómago. Le pidió a Sancho que le arropase con una manta y le dejase dormir. Se despertó a las tres horas sintiéndose como nuevo, y creyó que había sido aquel bálsamo de su invención, y no el descanso que su cuerpo necesitaba, lo que le había hecho recuperar las fuerzas.

Sancho Panza le pidió entonces que le permitiera beberse lo que había quedado en la olla, que no era poca cantidad. Don Quijote se lo concedió. Levantó el escudero la olla con las dos manos y se bebió hasta la última gota del brebaje. Como su estómago no era tan delicado como el de su amo, de primeras no vomitó, pero empezó a sudar y a encontrarse tan mal que temió que le hubiera llegado su última hora.

–Creo, Sancho –le dijo su señor–, que el bálsamo solo es provechoso para los que han sido armados caballeros.

–Si vuestra merced sabía tal cosa –replicó Sancho–, ¿por qué permitió que yo lo bebiera?

En ese momento, el brebaje surtió todo su efecto, y Sancho corrió a toda prisa a buscar un lugar donde desaguarse, maldiciendo el bálsamo y a quien se lo había dado.

Don Quijote se sentía ya completamente recuperado, y le pareció que estaba retrasando demasiado el momento de salir de nuevo en busca de aventuras. Ensilló él mismo a Rocinante, y ayudó a Sancho, que no se tenía en pie, a montar en el rucio.

–Muchas son las mercedes, señor castellano –le dijo al ventero a la puerta de la venta–, que he...



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