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E-Book, Spanisch, Band 2, 576 Seiten

Reihe: Noviembre de 1918

Döblin El pueblo traicionado

Noviembre de 1918 (II-1)
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-350-4622-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Noviembre de 1918 (II-1)

E-Book, Spanisch, Band 2, 576 Seiten

Reihe: Noviembre de 1918

ISBN: 978-84-350-4622-0
Verlag: EDHASA
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El pueblo traicionado forma una estrecha unidad sobre todo con El regreso de las tropas del frente, y en él muestra un Berlín donde algunos habitantes viven en condiciones miserables, mientras otros saben sacar provecho de las oportunidades que la guerra ofrece a los comerciantes sin escrúpulos, a los pequeños y grandes estafadores, y también a los oportunistas políticos.Se trata de pequeñas historias personales que van conformando un espléndido mosaico en el que, en perspectiva, podemos ver también los enfrentamientos que se están produciendo como consecuencia de la negociación del Tratado de Versalles, que no tardará en cambiar por completo la situación en toda Europa. Amplísimo fresco del ambiente social y político de un episodio decisivo en la historia de Alemania, la Revolución de 1918, que precipitó el cambio desde la monarquía del Reich alemán a la República de Weimar. El ciclo completo se estructura del siguiente modo: Primera parte (Burgueses y soldados), Segunda parte (volumen I: El pueblo traicionado; volumen II: El regreso de las tropas del frente) y tercera parte (Karl y Rosa). Descrito por José; María Guelbenzu en El País como 'una obra maestra del realismo narrativo', en el ciclo Noviembre de 1918 confluyen la tradición de la gran novela clásica que podría encarnar Balzac con la narrativa impregnada de técnicas cinematográficas que encabeza John Dos Passos, combinación de técnicas y planteamientos que convierten a Döblin en un autor de gran modernidad y en uno de los clásicos alemanes de mayor universalidad y vigencia. Una de las novelas verdaderamente importantes de la literatura del siglo XX, que por primera vez se traduce a nuestra lengua.

Alfred Döblin (Szezecin, Polonia, 1878-Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor de Berlin Alexanderplatz.A raíz de la toma del poder por los nazis en en 1933, Döblin emigró a Francia y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, Noviembre 1918 (1950), antes de regresar a Francia en 1951. Noviembre de 1918, es una trilogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados (I) El pueblo traicionado (II-1) El regreso de las tropas del frente (II-2) Karl y Rosa (III)

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Las autoridades En Berlín, las autoridades no tienen muchos motivos para reír en estos tiempos. Pero se quitan de en medio hábilmente. Un hombre pequeño se ha hecho con el poder y engaña a quienes le rodean. Es el 23 de noviembre de 1918. Retirada del ejército Como las raíces de un árbol se aferran al suelo, profundas y ramificadas, así el poderoso ejército alemán tuvo que sacar, tras el armisticio del 11 de noviembre, sus tropas de las trincheras, galerías y pueblos. Antes del 17 de noviembre, tenían que haber dejado atrás Amberes y Termonde, y por el sur rebasar la línea Longwy-Briey-Metz-Zabern-Schlettstadt-Basilea. No hubo descanso para ellos; tuvieron que marchar para alcanzar antes del 21 del mismo mes Turnhout y el canal de Hasselt, Diest y la frontera norte de Luxemburgo. Bélgica tenía que quedar despejada antes del 27 de noviembre. El 1 de diciembre, según ordenaba el armisticio, la vanguardia y retaguardia de los conquistadores alemanes tenía que haber abandonado todos los territorios al oeste de Neuss y Düsseldorf, y no superar por el oeste la línea Düren-Salm-Bernkastel-Rin-frontera suiza. Luego debían retirarse de Renania, y dejar libre antes del 9 de diciembre el resto de la región situada a la orilla izquierda del Rin. Los vencedores aliados les seguirían hasta la orilla oriental del Rin, para ocupar las cabezas de puente de Colonia, Coblenza y Maguncia, en una profundidad de treinta kilómetros, y allí se detendrían. Y marcharon a pie, a caballo, en aviones y otros vehículos. Eran los soldados de la gran potencia militar alemana, bajo cuyas botas reinos enteros se habían desplomado como castillos de naipes... la infantería y la caballería, la artillería pesada, la artillería de campaña, la artillería ligera, los cazadores y el batallón ciclista, las secciones de zapadores y minadores, las de ametralladoras e información, los pilotos de bombardero, los pilotos de caza. Se movieron de un sitio a otro con la precisión de un reloj. Porque la misma fuerza férrea, el mismo gélido cerebro que había ideado los desplomados planes de conquista, seguía dirigiéndolos, el mismo cuartel general, ahora con sede en Kassel, los mismos generales y oficiales que habían prestado juramento de lealtad al emperador. Los caminos estaban reblandecidos, había llanuras y montañas. El gusano salpicado de negro, blanco y rojo1 culebreaba por entre ciudades, pueblos y carreteras. La tierra alemana no había tenido la guerra dentro de sus fronteras, ahora empezaba a ver su sombra. En todas partes resplandecía el pasquín del viejo mariscal de campo: «Hasta el día de hoy, hemos llevado con honor nuestras armas. El ejército ha hecho grandes cosas, con leal entrega y en cumplimiento de su deber. Venimos de la lucha orgullosos y erguidos». El gusano negro, blanco y rojo culebrea por el país. Los generales quieren llevarlo a Berlín, y allí decidir su destino y el de la ciudad. Reunión del gabinete Las calles y plazas de Berlín permanecen inmóviles la mañana del 22 de noviembre de 1918, pacíficas, como corresponde a su naturaleza, y el gris cielo de noviembre las mira sin interés. Se podría calificar de letárgicas a estas calles y plazas cuando uno se las encuentra todos los días y noches en el mismo sitio, siempre con igual número de ventanas, igual altura de pisos y tan sólo escasos cambios en las ventanas, en los postigos, cambios que no emanan de ellas mismas, sino de otros, de las personas que en ellas viven. Pero entonces uno recuerda que están hechas de elementos dificultosamente cambiantes, lentos, dudosos, de piedra, mortero, adobe y hormigón, que disponen de un tiempo mayor que nosotros. Uno se siente agradecido de que no participen en la general aceleración de la época y, sin crisis nerviosa alguna, muestren en toda hora el mismo rostro. Como todos los días, también hoy circulan coches que van de calle en calle. Vemos, de Treptow a Berlín, un coche que rueda por la Kopenicker Strasse, por el Inselbrücke, el Mühlendamm. Gira hacia la Breitestrasse. Vemos cómo avanza con bravura, toma la Schlossplatz y entra en Unter den Linden. Allí le saludan edificios históricos y estatuas. Pero el taxi no se da por enterado. Su necesidad de circular aún no se ha agotado, el conductor no vacila ni cede, porque es un hombre que tiene ante sus ojos el nombre determinado de una calle y el número de una casa. Se lo han dicho en Treptow, y su cerebro lo retiene con fuerza. Ahora ha llegado a la Wilhelmstrasse, y por fin se detiene. Se detiene ante un edificio cerrado con rejas, en cuya explanada se mezclan soldados y marineros. Del coche bajan dos hombres jóvenes con sombreros rígidos, que se quitan al salir del coche para no abollarlos. Cada uno de ellos aprieta, con fuerza pero sin amor, un grueso portafolios, y uno de ellos paga al conductor tras echar un vistazo al taxímetro. Incluso a esta hora, el viaje desde Treptow ha sido lento. El taxímetro no ha hecho más que mirar fijamente el suelo y contar cuántos metros pasaban por debajo de él. La pura longitud del camino ocupaba sus días, su interés se concentraba en una cosa así de abstracta, trabajaba con visión filosófica. Después de echar una mirada a ese filósofo, el conductor se embolsó el dinero, añadió la propina, y para él y el coche llegó la hora de volver a emprender el camino, rodeando las casas silenciosas. Detrás de los dos jóvenes, bajó del coche un tercer hombre que respondía al principio de «lo más gordo viene al final». Era de hecho un caballero bajito, regordete, rechoncho, que se movió detrás de los dos primeros en línea recta hacia la verja, verja que se abrió prontamente ante él: ¡Ábrete, Sésamo! Iba envuelto en un abrigo marrón de invierno que no hacía sino aumentar su volumen corporal, con el cuello frioleramente subido, y en la cabeza también él llevaba un sombrero rígido y redondo. Subió entre sus acompañantes los escalones del edificio, sin prestar atención a las evoluciones militares de los soldados y marineros, que al parecer le rendían honores. Aquellos hombres que habían sido transportados hasta allí por el coche y que ahora entraban en el edificio eran personas vigorosas y bien desarrolladas. Tenían una noche tranquila a sus espaldas, y aunque estaban en medio de una revolución, se disponían a hacer su trabajo. En el curso de los acontecimientos, la guerra y la revolución, les había correspondido aquella casa como lugar de trabajo. Por eso se movían con entera seguridad por ella. Para que nadie ignore dónde nos encontramos, llamaremos la atención acerca de que se trata de la llamada Cancillería Imperial, es decir, de un edificio que se hizo construir en el pasado por emperadores y reyes alemanes para tener a mano a sus funcionarios superiores; ellos mismos vivían en la Schlossplatz. Pero ahora que reyes y emperadores se habían esfumado, sus edificios seguían allí, y era inevitable que los supervivientes, los que habían quedado atrás, se preguntaran qué hacer con aquellos grandes edificios, al tiempo que se hacían sabrosas consideraciones acerca del poder y la soberanía. Sigamos al hombre bajito y gordo y a su séquito por el edificio. Cuando, enmarcado por los otros dos, cruza una antecámara densamente poblada, corre en pos de él el lacayo que se encuentra aquí desde la época imperial. Y enseguida, como tocado por un dedo mágico, impulsado por el soplo del pasado, el hombre bajito se desabrocha el abrigo y se quita el sombrero, y el lacayo le ayuda a quitarse el abrigo, lo que no es fácil. Entonces los dos hombres le entregan sus gruesos portafolios, y desaparece con ellos en el despacho. Se trata de uno de los comisionados del pueblo, el conocido socialdemócrata Ebert. En cuanto se queda a solas en la gran sala recubierta de madera blanca, ante los anaqueles con los bustos de mármol de estadistas y generales, arroja las carpetas sobre la mesa, una de ellas cae a la alfombra, se instala furioso detrás de una silla corriente, por supuesto lacada en dorado, y se lleva la mano a la mandíbula. Lo de entrar y quitarse el abrigo sigue sin funcionar. Siguen entregándole las carpetas, en vez de que el lacayo las lleve tras él. Esas lamentables costumbres de partido. Como si aún se tratara de una reunión de la dirección del partido en la Lindenstrasse. Se sentó en el gran sillón presidencial en el que se había sentado el príncipe Bismarck, el Canciller de Hierro. «Nuestra gente no aprende nada. También es culpa mía, no tengo que tenderles los brazos para que me quiten el abrigo. Y luego la forma de caminar, de erguir la cabeza.» Tocó la campanilla: –Ferdinand, me da la impresión de que antes veníamos por otro sitio, no por la antecámara. ¿Está cerrado el pasillo lateral? –A sus órdenes, excelencia. La llave la tiene el señor comisionado del pueblo, Haase. –¿Por qué? –El pasillo conduce al dormitorio de Vuestra Excelencia, y antes el señor Canciller tomaba ese camino, pero delante del pasillo está el despacho del señor comisionado del pueblo, Haase, y el pasillo le sirve de antecámara. –Ajá. Falta de espacio. El lacayo inclinó la cabeza, sonriendo respetuosamente. Ebert: –No paran de molestar. El lacayo imperial: –Las estancias son grandes, pero antes sólo las ocupaba una persona. Ebert descartó el asunto con un gesto: –Gracias, gracias... Sea como fuere, en el futuro coja usted las carpetas y sígame hasta el despacho, el abrigo y el sombrero me los quitaré aquí. El lacayo hizo una reverencia y...



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