Enquist | La biblioteca del Capitán Nemo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 270 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Enquist La biblioteca del Capitán Nemo


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16112-62-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 270 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-16112-62-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El mismo día, en la misma sala de hospital, dos mujeres de la misma aldea dieron a luz a un niño. Seis años más tarde se descubrió que hubo una confusión..., un intercambio. A partir de este hecho, Per Olov Enquist, para quien cada hombre lleva consigo la carga de un 'gemelo' desaparecido, escribe una novela que condensa la esencia de la literatura nórdica. Una voz enigmática, cargada de preguntas y recuerdos, fundamentalmente lírica y repetitiva como los sentimientos, intenta, con la ayuda del capitán Nemo como guía benefactor, saber quién es, encontrar el sentido de su vida. La biblioteca del capitán Nemo es una de las mejores novelas de este escritor, propuesto en numerosas ocasiones para el premio Nobel de Literatura, y, con ella, comenzaron su enorme éxito y su reconocimiento internacional.

Per Olov Enquist Hjoggböle, 1934. Novelista, dramaturgo y crítico literario sueco. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Upsala, está considerado como el escritor sueco contemporáneo más importante. Escritor analítico, intelectual y experimental, describe contextos muy complejos de una manera esencial y pura. Ha sido galardonado con el Premio de Literatura del Consejo Nórdico de 1969 y propuesto varias veces al premio Nobel. Entre sus obras destacan: La visita del médico de cámara, La biblioteca del capitán Nemo y La partida de los músicos (esta última aparecerá próximamente en Nórdica Libros).

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IV De niño, yo no tenía ni un solo libro, pero, tras el intercambio, a Johannes le dieron doce, y me regaló uno de ellos. Se trataba de La isla misteriosa. Durante toda nuestra infancia aprendimos a interpretar pistas, y a comunicarnos con señales. La isla misteriosa era una de ellas. Solo había que interpretarla. Me llevó casi toda una vida, pero al final conseguí hacerlo. Lo importante era el campamento de muerte del Benefactor. El Benefactor, que se hacía pasar por el capitán Nemo, tenía su último campamento en el interior del volcán Franklin. Disponía de tiempo para los colonos en la isla, los medio ciegos, los derrotados, los que casi no creían que eran seres humanos. El Hijo del Hombre constituía un modelo, pero nunca tenía tiempo. En el Benefactor se podía confiar. Todo habría sido muy fácil, si yo lo hubiera comprendido desde el principio. Johannes me esperaría en la biblioteca del Nautilus. El capitán Nemo me guiaría. Y allí por fin podría sumar las cosas, abrir los depósitos de agua, y partir a remo. La historia habla de Johannes y de Eeva-Lisa y de mí y de Alfild y de mamá en la casa verde. Pero no fue hasta que me encontré de nuevo con Johannes en la biblioteca del capitán Nemo cuando la comprendí. Aconteció de la siguiente manera. La isla Franklin se hallaba cerca de la costa de Nyland. El capitán Nemo había dejado las indicaciones. Solo debía seguir el fino cable metálico mientras entraba por el túnel medio derruido que conducía al cráter del volcán. Estaba escrito en el libro. Era sencillo. El fino cable desaparecía en el agua. Junto a la roca amarré la barca, que golpeaba contra la montaña en el mar, como el pico de un pájaro, pero aunque me hubiera quedado allí para siempre ni siquiera un solo segundo de la eternidad habría transcurrido. Así era la condición humana ante Dios: Dios significaba la eternidad aterradora, pero la misión del ser humano consistía en aniquilar la montaña de la eternidad con su pico de pájaro, para poder alcanzar al Benefactor. De niño, así lo había entendido yo. Algo duro y gigantesco que era Dios, y que se hacía llamar la eternidad. Y algo pequeño y tenaz que era el ser humano, con un pico de pájaro, y que una vez aniquilaría a Dios, la montaña negra en el mar. Resultaba increíble, casi imposible. Pero había que intentarlo. Y no sorprendía que un miserable ser humano necesitara la ayuda y la guía de un benefactor en esa desesperanzadora lucha contra Dios. La marea alta cubría la entrada del túnel. Tuve que esperar. La marea bajaría, y la entrada al túnel quedaría libre. Me hallaba sentado bajo el saliente de una roca. Caía lluvia, una tormenta apareció y desapareció, se hizo el silencio, y vi cómo el agua empezaba a bajar. Me dije que pronto iba a obtener una explicación de todo. No se puede explicar el amor. Pero si se puede aniquilar esa montaña en el mar que es Dios, y eso te convierte en ser humano, entonces, ¿por qué no se podría explicar el amor? Volví a montar en la barca, y remando me encaminé hacia el interior del cráter del volcán. La cueva se ensanchaba poco a poco. Al final pude verla en su totalidad. La bóveda se alzaba hasta una altura de unos treinta metros. Se trataba de una cueva gigantesca, una enorme catedral subterránea con un techo que resplandecía en azul y blanco, intercalado con suaves tonos rojos y blancos; se elevaba en un enorme arco sobre el lago que cubría el suelo de la cueva: como penetrar en el interior de un ser humano. En el vientre del hombre, allí era donde me encontraba. Como si me hallara en lo más profundo de mí mismo: contemplaba desde dentro el secreto más sencillo del misterio, donde siempre había estado, pero donde nunca te esperarías que estuviera. El techo de la cueva parecía sostenido por pilares, decenas o quizá centenares de pilares casi idénticos, engendrados por la propia naturaleza: quizá incluso en el momento mismo de la creación terrenal. Me gustaba imaginarme que la tierra se hubiera creado con un solo gesto de la mano, de súbito, como en un acto de amor. Esos pilares de basalto hundían sus pies en la superficie lisa e inmóvil, sumergidos en un agua negra y mercurial; sí, así me parecía esta agua, como mercurio negro y reluciente, que se negaba a mezclarse con el mar en torno a la isla, pues había elegido permanecer quieta, y no dejarse afectar por las tormentas de la vida. Todo estaba muy tranquilo aquí dentro. Así quería este brazo de mercurio que fuera su quietud. Un brazo de agua negra se elevaba por el interior del volcán, un enorme brazo negro que se alzaba aquí, en el centro de la vida. En el centro de la vida. Dejé que la barca avanzara deslizándose lentamente, hasta que se detuvo. Y allí, en el centro, vi la nave. La cubierta de la embarcación irradiaba luz, eran dos fuentes de luz, quizá dos focos. Al principio los haces luminosos se veían muy unidos y concentrados, e intensos, pero luego se iban extendiendo. La luz rebotaba contra las paredes de la cueva convirtiendo las formaciones rocosas en cristales; los reflejos eran innumerables, pero dejaban el techo en la oscuridad. El agua mercurio negro. Allí flotaba yo tranquilamente, con la nave a unos cien metros de distancia. Y los reflejos de la luz, las estrellas allí arriba, a unos treinta metros. Me recordaba a las noches invernales de mi infancia. La época en la que la aurora boreal aún ardía. Antes de que nos la arrebataran, mientras las estrellas aún se mostraban finas y calientes y deslumbrantes. Podía quedarme parado en la nieve y alzar la vista hacia las señales luminosas allí arriba: se trataba de un mundo poblado por los agujeros negros de las estrellas, y los hilos que se sujetaban a ellas. Johannes había dicho, antes de convertirse en traidor, que eso era el arpa celestial. La música la podíamos oír durante las noches de invierno cuando hacía mucho frío, entonces se oía un canto en ese misterioso mundo que habíamos creado para nosotros: lleno de estrellas e hilos y música y señales secretas. Todo servía para indicar los caminos secretos que conducían al interior de la cueva Franklin, donde nuestro benefactor aún se escondía pero donde acabaría por enseñarnos el camino, que haría que todo encajara, para que todo tuviera sentido, para que todo finalmente tuviera sentido. El mundo que nos había sido confiado era un mundo de señales misteriosas, en el que no se abandonaba a nadie. Y ahora sabía que él estaba aquí. Bajo las estrellas artificiales configuradas por los focos. Hasta aquí se había retirado. Hasta aquí me había atraído, como un día prometió que haría. Las dos fuentes luminosas se hallaban a una distancia de un cable. Empecé a remar. Di la vuelta para contemplar la nave, que ahora veía con gran nitidez. En medio de la cueva del volcán, sostenido por el negro y gigantesco brazo mercurial, flotaba un objeto muy largo, fusiforme. Medía aproximadamente noventa metros de largo, y sobresalía unos tres o cuatro metros de la superficie del agua. No podía determinar con seguridad las características físicas de la embarcación, pero el material no era madera, más bien algún tipo de metal, aluminio o acero negro. Mi barca se aproximaba a la nave, deslizándose lentamente. La reconocí muy bien. Se trataba de una embarcación submarina, y se parecía con tanta exactitud a las ilustraciones del libro que me había dado Johannes que debía de ser precisamente esta la que yo había visto, y con la que Johannes había soñado. Me acerqué al lado izquierdo del navío. Todo estaba preparado en la forma correcta. El costado era de metal negro. Amarré la barca, y subí trepando. En medio de la cubierta había una escotilla abierta, a la espera. Inicié el descenso al interior del submarino. Al principio él no tenía ni un solo libro. Luego empezó a leer los que había en la caja de los Sehlstedt, donde estaban los libros de la Biblioteca del Lazo Azul. Cuando se dieron cuenta de que la lectura le gustaba le regalaron el primero. Luego recibió, hasta el incidente en el leñero con Eeva-Lisa, un total de doce libros. O sea, el hecho de que me diera uno de los doce —La isla misteriosa de Julio Verne— no fue ninguna casualidad. Podría haberme regalado El misterio de la cueva (sobre aventuras en el País Vasco con el juego de pelota y con una cueva que era más profunda que la de los gatos) o Kim de Kipling, que leí tantas veces que al final no lo entendía, solo sabía que, si esperaba lo suficiente, yo también en algún momento me sumergiría en el río de la sabiduría. O Trescientos cuentos para niños de Mia Hallesby. Este incluía la historia que hablaba de la gigantesca montaña negra en el mar, hasta la que llegaba volando un pájaro una vez cada mil años para afilar su pico. Y cuando la montaña, que medía diez kilómetros de largo, diez de ancho y diez de alto, se hubiera desgastado por completo, entonces un segundo de la eternidad habría transcurrido. Trataba del sueño de la lucha del ser humano contra Dios. Pero resultaba escalofriante. Algunas noches no podía dormir, puesto que esa inmensa eternidad me llenaba de terror. Sí, quizá fuera en realidad esa biblioteca suya tan pequeña, compuesta por doce libros, lo que formaba mi mundo. Quizá los cuentos, las imágenes y las visiones terroríficas se establecieran ya allí para luego persistir inalteradas. Pero durante mucho tiempo estuve...



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