Jappe | Hormigón | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 98, 192 Seiten

Reihe: Ensayo

Jappe Hormigón

Arma de contrucción masiva del capitalismo
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-18998-78-2
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Arma de contrucción masiva del capitalismo

E-Book, Spanisch, Band 98, 192 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-18998-78-2
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El hormigón encarna la lógica capitalista. Es el lado concreto de la abstracción mercantil. Como ella, anula todas las diferencias y es más o menos siempre lo mismo. Producido de forma industrial y en cantidades astronómicas, con consecuencias ecológicas y sanitarias desastrosas, ha extendido su dominio por el mundo entero, asesinando las arquitecturas tradicionales y homogeneizando todos los lugares con su presencia. Monotonía del material, monotonía de las construcciones que se edifican en serie conforme a algunos modelos básicos de duración muy limitada, tal como establece el reinado de la obsolescencia programada. Al transformar definitivamente la edificación en mercancía, este material contribuye a crear un mundo en el que ya no nos encontramos a nosotros mismos. Por eso había que rastrear su historia; recordar los designios de sus numerosos paladines -de todas las tendencias ideológicas- y las reservas de sus pocos detractores; denunciar las catástrofes que provoca en tantos ámbitos; poner de manifiesto el papel que ha desempeñado en la pérdida de ciertas destrezas y en el declive de la artesanía; y en último término, demostrar cómo dicho material se inscribe en la lógica del valor y del trabajo abstracto. Esta implacable crítica del hormigón, ilustrada con abundantes ejemplos, es también -y quizá sobre todo- la crítica de la arquitectura moderna y del urbanismo contemporáneo.

Anselm Jappe. Exponente de la crítica del valor, Anselm Jappe (Bonn, 1962) es autor de títulos como Sous le soleil noir du capital y Un complot permanent contre le monde entier. Essais sur Guy Debord (ambos de próxima aparición en esta casa) o Les Habits neufs de l'empirez/em>, con Robert Kurz. En Pepitas ha publicado Crédito a muerte. La descomposición del capitalismo y sus críticos (2011), Las aventuras de la mercancía (2016) y La sociedad autófaga (2019); junto a Robert Kurz y Claus-Peter Ortlieb, El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Ensayos sobre el fetichismo de la mercancía (2009 y 2014) y Hormigón (2021), además de una introducción al texto de Karl Marx El fetichismo de la mercancía y su secreto .

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INTRODUCCIÓN
UN PUENTE SE DERRUMBA
EL 15 DE AGOSTO, día de la Asunción de la Virgen María según la Iglesia católica, recibe en Italia el nombre de Ferragosto. Tradicionalmente se considera el punto culminante del verano. Incluso quienes no se toman vacaciones en un mes de agosto generalmente tórrido se conceden un descanso durante ese día festivo: van a la playa, al campo o se reúnen con sus familiares. Lo que es tanto como decir que hay mucha circulación en todas las carreteras del país. El nivel de tráfico es también muy elevado en los días que preceden y que siguen al Ferragosto, sobre todo si hay un «puente» de fin de semana. Se podría pensar, pues, que fue una crueldad que el destino decidiese golpear el puente aquel 14 de agosto. El norte de Italia tiene una de las redes de autopistas más densas del mundo, construidas en su mayor parte en la década de los sesenta. El terreno, a menudo accidentado, ha precisado de grandes obras de ingeniería civil en particular en la costa ligur, donde la autopista no es más que una interminable sucesión de túneles y puentes. Pocas cosas han contribuido tanto a difundir la idea de que Italia había dejado de ser en pocos años una nación agrícola y «atrasada» para convertirse en un país «moderno»: eran sobre todo las autopistas las que materializaban el «milagro económico italiano». Entre las «obras maestras de la ingeniería», uno de los puestos de honor le correspondía al viadotto Polcevera en Génova. Construido en 1967, el viaducto atravesaba buena parte de la ciudad, de sus líneas ferroviarias y de sus zonas edificadas, permitiendo comunicar el conjunto con el puerto moderno, que estaba relativamente aislado en los relieves circundantes. Su ingeniero jefe, Riccardo Morandi (1902-1989), había desarrollado técnicas consideradas entonces como muy innovadoras, que posteriormente se aplicaron con frecuencia en otras construcciones. Se trataba del primer puente «atirantado» italiano, es decir, constituido por un tablero suspendido de cables recubiertos por tubos de «hormigón pretensado» y enganchados a pilones (ver capítulo siguiente). El conjunto medía más de un kilómetro y el tramo principal tenía una longitud de doscientos ocho metros, es decir, el segundo más largo del mundo en aquella época. El viaducto despertaba además la admiración por su ligereza y su elegancia o, dicho de otro modo, por su design, tan importante para la marca made in Italy. El país tenía más de un motivo para estar orgulloso de él, y no es sorprendente que rápidamente fuera bautizado como «ponte Morandi» en el lenguaje popular. De nuevo se podría pensar que fue una crueldad que el destino decidiese golpear precisamente ese puente. El 14 de agosto de 2018, a las 11:36, mientras una tormenta se abatía sobre Génova, un tramo de la parte central se hundió bruscamente. Cuarenta y tres personas perdieron la vida, principalmente conductores que circulaban por el viaducto, pero también obreros que estaban trabajando debajo. Desde luego, no se trataba de la mayor catástrofe técnica que había azotado a Italia en las últimas décadas, pero esta vez el impacto sobre la «opinión pública» fue particularmente duro. Las imágenes de un camión que había logrado detenerse en seco al borde del abismo y que había permanecido así durante días, al igual que la historia de un hombre que había estado colgando en el vacío durante horas a la espera de que llegaran a rescatarlo, atormentarían durante mucho tiempo a la imaginación colectiva. El desastre se había producido en plena ciudad de Génova y había modificado su silueta; además, centenares de personas se vieron obligadas a abandonar sus viviendas. Naturalmente, esto suscitó de inmediato algunas preguntas angustiosas: ¿Cómo se había producido la catástrofe? ¿Podría darse un derrumbamiento similar en algún otro lugar? ¿Y qué hacer para evitarlo? La veda contra los defectos de concepción del proyecto se abría ineluctablemente, sobre todo —al tratarse de un tema altamente especializado— por parte de los «expertos». Es cierto que otra célebre obra de Morandi, el puente del General Rafael Urdaneta en Venezuela, se había derrumbado parcialmente en 1964, pocos años después de su construcción. Ahora bien, el incidente había sido consecuencia del choque de un petrolero que lo había golpeado. «Mala suerte», podría decirse, pero no «error profesional». Otro puente construido por Morandi en Agrigento, Sicilia, lleva cerrado desde 2015 debido a fallos estructurales, y muchos otros puentes suyos también han tenido problemas. Sin embargo, no se ha descubierto ningún error de cálculo, lo que parece sugerir que las obras por él concebidas no son peores que otras. Las tentativas para identificar las causas de un desastre tan espectacular se centraron, pues, en las «innovadoras» soluciones del ingeniero, aquellas mismas que le habían granjeado su renombre, a fin de saber si no habrían generado nuevos problemas que solo un mantenimiento riguroso habría podido evitar, y que se echaba manifiestamente en falta. La atención de los expertos se dirigió hacia los cables de acero —los obenques o tirantes— insertados en los tubos de «hormigón pretensado». Según Morandi, estos debían impedir la corrosión de los cables, el principal peligro que amenaza a este tipo de construcción, pero en realidad hacían muy difícil el control de la corrosión efectiva de los cables, pues los habían vuelto invisibles y prácticamente inaccesibles. Según otros expertos, el puente no se comportaba «como estaba previsto», en especial en lo que atañía a su tablero de «hormigón pretensado», que empezaba a ondularse bajo determinadas condiciones. Apenas doce años después de su puesta en funcionamiento, el propio Morandi se vio obligado a admitir su envejecimiento prematuro, que él atribuía al aire salado del mar y a los vapores emitidos por las acerías cercanas,1 dos factores que sin embargo ya estaban presentes en el momento de la construcción. Tampoco se había previsto el fuerte aumento de la circulación y esto agravaba la situación: la ondulación de los materiales superaba todo lo que se había imaginado. Los trabajos de mantenimiento permanentes resultaban tan onerosos que incluso se llegó a mencionar la demolición del puente, pues se afirmaba que los costes resultantes excederían a la larga los de una nueva construcción.2 En 2006, el arquitecto estrella español Santiago Calatrava Valls propuso sustituirlo por una estructura de acero. En resumen, el puente Morandi era objeto de vivas inquietudes desde hacía tiempo y tras su hundimiento algunos hablaron con mayor o menor satisfacción de una «tragedia anunciada».3 El mantenimiento insuficiente —de una obra ya problemática— se hallaba así en el centro de las polémicas. ¿Quién habría debido encargarse de ello? Desde 1999, fecha en la que se privatizaron las autopistas en Italia, la gestión del puente incumbía a la sociedad Autostrade per l’Italia. Los recortes en el nivel de mantenimiento se señalaron a menudo como consecuencia de dicha privatización y, si se tiene en cuenta que el principal accionista de Autostrade per l’Italia es el grupo Benetton, más conocido por sus jerséis y sus calcetines, parecía claro a quién había que cargar con la responsabilidad. El movimiento populista 5 Estrellas, que acababa de formar un gobierno nacional con la Liga de extrema derecha, se apropió del tema y propuso no solo imponer una cuantiosa multa a la empresa, sino también anular en toda Italia su licencia de explotación de las autopistas. Los representantes de este partido han vuelto a poner regularmente su propuesta sobre la mesa a pesar de las reticencias de otros grandes partidos de izquierdas y de derechas, y de su difícil aplicación en el plano jurídico. La identificación del culpable parecía, por otro lado, quedar confirmada por las investigaciones judiciales en torno a varios casos de manipulación de los informes sobre el estado de otros puentes, unas manipulaciones impuestas a sus empleados por los dirigentes de Autostrade.4 Una parte de la opinión pública italiana se adhería, en consecuencia, a una forma de «anticapitalismo truncado» de tipo populista: una familia de «grandes capitalistas» —los Benetton— amasaba enormes beneficios ahorrando a costa de los honrados ciudadanos. Lo que no era falso, pero sí un poco pobre como explicación. Otros, por el contrario, imputaban la culpa a la falta generalizada de confianza en el progreso y al rechazo de las (nuevas) tecnologías, y subrayaban que todos los proyectos de construcción de autopistas alternativas alrededor de Génova habían sido bloqueados por resistencias que destacaban tanto los daños ambientales y los prohibitivos costes como los riesgos de corrupción. A esto, desde luego, vinieron a sumarse las teorías conspirativas. Artículos y vídeos difundidos por internet mostraban que el tramo del puente había sido abatido por una carga de dinamita, probablemente para que alguien pudiera obtener cuantiosos beneficios gracias a su reconstrucción; pero también, lo que es más sorprendente, ¡porque Liguria se hallaba en la frontera entre dos grandes esferas rivales de la francmasonería! El vídeo de las cámaras de vigilancia que filmaron el derrumbe no se hizo público hasta varios meses después del acontecimiento. Era difícil encontrar mejor prueba de que trataban de ocultarnos algún terrible secreto. ¿DE QUIÉN ES LA CULPA?
En realidad, el puente Morandi se derrumbó porque estaba hecho de hormigón armado y ya tenía medio siglo de vida. A no ser que se multipliquen los esfuerzos...



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