E-Book, Spanisch, Band 475, 272 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Krüger La casa herida
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18708-79-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 475, 272 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-18708-79-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Horst Krüger (Magdeburg, 1919-Fráncfort, 1999) estudió Literatura y Filosofía en Berlín y Friburgo y trabajó como periodista durante gran parte de su vida. Su amplia producción literaria -entre la que destaca su obra maestra La casa herida (1966), verdadero hito en las letras alemanas de posguerra- estuvo enfocada principalmente a los viajes y al complejo trabajo de reconstrucción y memoria emprendido por la sociedad de su país.
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Un lugar como Eichkamp
Berlín es un mar infinito de edificios en el que desemboca sin cesar un torrente de aviones. Es un desierto de piedra vasto y gris que me conmueve cada vez que vuelo a su encuentro: Magdeburgo, Dessau, Brandeburgo, Potsdam, Zoo. Están construyendo nuevas autopistas urbanas y líneas de metro rápidas, ingeniando intercambiadores viales sofisticados y erigiendo audaces torres de televisión. Todo eso es el nuevo y moderno Berlín, el carrusel técnico de la ciudad-isla que gira impulsado desde dentro por el humor áspero y lacónico de sus habitantes y alimentado por el capital desde fuera. Qué espléndido y radiante es ese nuevo Berlín, aunque yo no me siento en casa hasta que no estoy en el suburbano que traquetea por el Oeste, prácticamente vacío a estas horas y con el aire raído de la RDA. Este es mi Berlín, el trauma de mi infancia que suena atronador de fondo, un juguete destartalado de hojalata que, con su golpeteo rápido e insistente, parece decir: «Estás aquí, estás aquí de verdad, siempre ha sido así y siempre lo será». Berlín es un banco de madera amarillo, reluciente y duro; una ventana sucia con gotas resecas de lluvia, y un vagón con el olor indescriptible del Reichsbahn, una mezcla de humo estancado, de hierro y de cuerpos de trabajadores que vienen de Spandau, se han echado un bocadillo con margarina entre pecho y espalda, se confirmaron a los catorce y desde entonces leen el Morgenpost a diario. Berlín es todo eso y, también, una máquina expendedora en el andén que entrega caramelos de menta —blancos y verdes, envueltos en papel plateado— por diez peniques. Es el sonido seco de las puertas eléctricas al cerrarse y el aviso en la estación de Westkreuz: «¡Quédense atrás!». Aunque el grito ya no asusta a nadie ni nadie tiene que quedarse atrás, el aviso continúa, lo mismo que el hombre con la señal y el arranque inesperado del tren. Berlín es un billete de viaje amarillo y gastado de cincuenta peniques. Incluso ahora, se puede ir desde Spandau hasta la capital de la República Democrática de Alemania por cincuenta peniques.
Voy en el suburbano rumbo a Eichkamp. Tengo claro que Eichkamp no es lo que hoy se tiene por «tema de actualidad» para un artículo. Los reportajes sobre Berlín están muy demandados, «¿Por qué no prepara algo sobre el Muro o sobre la nueva Filarmónica?», «Escriba sobre el Centro de Congresos o sobre el mercadillo de Navidad»... Asuntos así siempre son bien recibidos, pero ¿Eichkamp? ¿Eso qué es? ¿Para qué? Eichkamp no aparece en ningún catálogo de atracciones turísticas de Berlín; no pasarán por allí ningún rey tribal africano ni ningún estadounidense que haya cruzado el charco para dejarse seducir por Kurfürstendamm y escandalizar por el Muro. En el fondo, Eichkamp no es más que una población pequeña e irrelevante entre Neu-Westend y Grunewald, que no se diferencia en nada de todas las zonas residenciales que llenan las afueras de la gran ciudad, allí donde el mar de edificios se disuelve poco a poco en el verde y el campo. A decir verdad, Eichkamp tan solo es un recuerdo para mí. Es el lugar adonde fui niño. Allí crecí, en esas calles jugué a las canicas y a la rayuela, allí fui al colegio y volvía a comer y a dormir cuando estaba en la universidad. Eichkamp es, sencillamente, mi hogar, y yo —este extraño— quiero volver a verlo después de más de veinte años.
Regreso convertido en ciudadano de la República Federal. Hoy he dejado al otro lado mi trabajo, mi automóvil y mi mundo. Regreso solo, y no lo hago porque me resulte conmovedor y hermoso rastrear los pasos de mi infancia siendo adulto. Detesto la nostalgia de los hombres que, al envejecer, anhelan refugiarse en sus primeros años; qué obscenos los ancianos que pasan el rato en parques infantiles con el corazón desbocado, como si fueran a descubrir allí paraísos que los acojan. Eichkamp no fue para mí ningún paraíso, ni mi niñez, un sueño acogedor. Eichkamp solamente fue el lugar donde crecí en tiempo de Hitler y quiero volver a verlo para hacerme por fin idea de cómo eran las cosas con él. Ya ha pasado más de una generación. Todo lo que era el Tercer Reich —las marchas de antorchas en Unter den Linden, los gritos de júbilo por la radio y el éxtasis por la renovación— ha pasado, ha quedado atrás y olvidado. También quedaron olvidados hace mucho los cupones para el pan, las bombas sobre Eichkamp y los hombres de la Gestapo que llegaban a veces del centro de la ciudad en coches negros. Creo que ahora sería preciso entenderlo de una vez. Nos separa prácticamente una vida entera, el éxtasis y la depresión se han ido apagando y todo se ha vuelto nuevo y diferente. Soy ciudadano de la República Federal, vengo del Oeste y estoy yendo a Eichkamp porque me atormenta la pregunta de cómo fue realmente aquello que hoy no alcanzamos a concebir. Ahora, eso creo, sería preciso entenderlo.
Algunas noches, los sueños me llevan de vuelta a Eichkamp. Son sueños pesados y angustiosos, de los que amanezco hecho trizas a eso de las seis. Treinta años es mucho tiempo, el tiempo de una generación, tiempo para olvidar. ¿Por qué no puedo olvidar?
Esto es lo que sueño: llego a Eichkamp y estoy a las puertas de nuestra casa. Unas grietas enormes recorren las paredes y se ven los daños causados por las bombas de fuel. Es una casita adosada de dos plantas en las afueras de Berlín, un edificio de construcción barata y rápida de los años veinte. Han hecho una reparación precaria, con puertas y ventanas que no cierran y suelos astillados de madera. Mi madre está en el gabinete, leyéndole un libro a mi padre. Es una habitación pequeña, de techos bajos y amueblada con ese estilo indescriptiblemente inarmónico que en la época se consideraba burgués, esto es: baratijas de grandes almacenes ennoblecidas con herencias de los viejos y buenos tiempos. Una mesa redonda con mantel de encaje, una lámpara de pie con pantalla de cartón y un escritorio barato de madera de pino con herraje de latón. Al fondo de la habitación, hay colgada una araña exageradamente grande y con largos abalorios de cristal: herencia de Buckow. Un armario enorme de roble ocupa prácticamente la tercera parte de la habitación: herencia de Stralau —nuestro armario barroco, le decíamos en casa—. Mi padre está sentado con apatía en el escritorio lacado en negro. Como siempre, tiene delante una pila de documentos y, como siempre, se está rascando la herida de la cabeza: Verdún, 1916. Mi madre se ha acomodado tras la mesa redonda, en una butaca tapizada de tela y con lamparones —nuestro butacón, le decíamos—. La luz de la lámpara cae con suavidad sobre el libro. Sus manos son finas y con unos dedos largos y delicados que se deslizan nerviosos sobre los renglones. Tiene ojos católicos: oscuros, devotos, penetrantes y saltones. Su voz suena a prédica. El libro que está leyendo se titula Mi lucha. Estamos a finales de verano de 1933.
No, mis padres nunca fueron nazis. Es por eso por lo que la escena me desconcierta tanto. Leyeron el libro del nuevo canciller del Reich con los ojos como platos, perplejos igual que niños. Lo leyeron expectantes e inquietos: aquellas páginas debían de contener una esperanza colosal para Alemania. Aparte de ese, no tenían más libros que la guía de direcciones del Gran Berlín, la Biblia y, por supuesto, Jettchen Gebert. Tampoco oían otra cosa que a Paul Lincke —Frau Luna, por ejemplo—, El murciélago en el Admiralspalast por Navidad, algún que otro concierto radiofónico a petición de los oyentes y la obertura de Donna Diana como el sumun1. Mis padres eran apolíticos de forma conmovedora, como casi todos los habitantes de Eichkamp por entonces. En los doce años de gobierno de Hitler, nunca me topé con un auténtico nazi en Eichkamp. Eso es lo que me hace regresar. Todo eran familias burguesas, laboriosas y de bien, estrechas de miras y algo cortas de entendimiento; pequeños burgueses que arrastraban los horrores de la guerra y el miedo a la inflación. Lo que querían era vivir tranquilos por fin. Se mudaron a Eichkamp a comienzos de los años veinte porque era una isla nueva y verde. Allí había pinos en los jardines y solo quedaba a un cuarto de hora del lago Teufelssee, para que se bañaran los niños. Querían tener un pequeño huerto y regar el césped el fin de semana. Casi olía a campo. Mientras, en la ciudad, se agitaban los dorados y desenfrenados años veinte, se bailaba el charlestón y sonaban los primeros pasos de claqué. Brecht y Einstein arrancaban su desfile triunfal. Los periódicos informaban de peleas callejeras en Wedding y de barricadas a las puertas de la casa sindical. Sin embargo, a nosotros todo eso nos resultaba lejano, como si nos separaran siglos. Eran unos desórdenes tan detestables como incomprensibles. En Eichkamp aprendí desde muy temprano que un alemán decente nunca entra en política.
Qué sensación tan extraña la de llegar en tren a la estación de Eichkamp. Guardar en la memoria, olvidar y recordar de nuevo, los tiempos se metamorfosean: ¿eso qué es? Lo que está pasando no es nuevo, lo que estás haciendo ya lo has hecho y siempre ha sido igual. Levántate del banco amarillo y reluciente, coge tus cosas de la redecilla, ábrete paso entre desconocidos, agarra la manija de latón y presiona con el pulgar, gira despacio hacia la derecha, tira y abre. Un arranque de valor. Mientras el tren corre a toda velocidad junto al andén, te asomas y notas el viento en la cara, y, cuando la velocidad aminora, sientes la deliciosa tentación de bajar de un salto. Sé que está prohibido, lo pone en la puerta. Ya estaba...




