E-Book, Spanisch, 248 Seiten
Reihe: Clásicos
(Leopoldo Alas) La Regenta
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-675-9140-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 248 Seiten
Reihe: Clásicos
ISBN: 978-84-675-9140-8
Verlag: Ediciones SM España
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Leopoldo García-Alas y Ureña, conocido por el seudónimo de 'Clarín', descendía de familia asturiana, aunque nació en Zamora el 25 de abril de 1852, ciudad en la que su padre ostentaba el cargo de gobernador civil. Pasó parte de su infancia en León y Guadalajara por este motivo. En 1859 la familia se instaló en Oviedo, donde continuó sus estudios con magníficas calificaciones, tanto en el bachillerato como en la Universidad, donde cursó Derecho. Pronto se sintió atraído por la literatura y comenzó a colaborar con varias revistas como articulista. Durante la Revolución de 1868 fue afín a la causa republicana y liberal. En 1871 se trasladó a Madrid a realizar el doctorado en Leyes y también cursó estudios de Filosofía y Letras. Allí entró en contacto con el círculo krausista, gracias a su profesor Francisco Giner de los Ríos. A partir de 1875 firmó por primera vez con el seudónimo 'Clarín' en la recién fundada revista El Solfeo, de orientación republicana, en tanto que al año siguiente publicó sus primeros cuentos y poemas en la Revista de Asturias, de su amigo Félix de Aramburu. Ganó las oposiciones para una cátedra de la Universidad de Salamanca, pero no tomó posesión de ella por la intervención del ministro de Fomento, enemigo del escritor debido a las sátiras que este le había dirigido con anterioridad en prensa. Sin embargo, en 1882, año en el que también contrajo matrimonio, obtuvo la cátedra de Economía Política y Estadística de la Universidad de Zaragoza, y un año después la de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo, a donde regresó. Tiempo después también se encargó de la cátedra de Derecho Natural de la misma universidad. Mientras impartía clases, siguió escribiendo artículos (sus textos satíricos en la revista Madrid Cómico gozaron de gran popularidad en su época; se ganó enemistades debido a ellos, pero también fue considerado un buen crítico e intelectual de su tiempo gracias a los cientos de artículos filosóficos, políticos y literarios que publicó) e inició la redacción de su obra cumbre, La Regenta, cuya primera parte se publicó en 1884. Un año más tarde hizo su primera incursión en el teatro con la obra Teresa y vio la luz el segundo volumen de su novela más famosa. 1886 fue el año de publicación de la colección de cuentos Pipá. Escribió varios ensayos biográficos y su segunda novela, Su único hijo, se publicó en 1890. Al año siguiente fue elegido concejal republicano del ayuntamiento de Oviedo. Murió el 13 de junio de 1901 a causa de una tuberculosis intestinal.
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Capítulo 2
Don Carlos Ozores, padre de Ana, era el hijo primogénito de una de las familias más antiguas de Vetusta. Fue ingeniero y llegó pronto a coronel del ejército. Con el tiempo, cansado de la vida militar, buscó un empleo y se dedicó a cultivar sus aficiones científicas: la física, las matemáticas, la historia del arte y, más tarde, la filosofía.
Por fin, después de muchos amoríos, se casó a los treinta y cinco años, completamente enamorado, con una honrada pero pobre modista italiana, lo que le acarreó enemistarse con sus hermanas solteronas, pues vieron en aquel humilde matrimonio una deshonra para tan noble familia.
La modista italiana se murió al dar a luz a Anita. «¡Menos mal!», pensaron las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta. En realidad, el palacio de los Ozores le correspondía por herencia a don Carlos; pero él permitió a sus hermanas solteronas que siguieran viviendo allí, aunque ellas seguían sin perdonarle aquel matrimonio con alguien de tan humilde y plebeya condición.
Al morir su mujer, don Carlos contrató a un aya para que se hiciera cargo de la educación de la niña. Para la pequeña Ana, el aya resultó ser una bruja. Doña Camila era una mujer hipócrita y severa. Cuando don Carlos tuvo que salir del país por cuestiones políticas, Ana quedó en poder de doña Camila, la cual, además, dispuso a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas.
Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña. El aya escribió a don Carlos, el cual hizo comprar una austera casa de campo en Loreto, un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y que no caía muy lejos de Vetusta. A la nueva hacienda de don Carlos se fueron, pues, Anita, el aya y los criados.
El aya, que había procurado vanamente seducir a don Carlos Ozores cuando aún estaba con ellas, juró odio eterno al ingrato. Y el resultado fue que Anita acabó pagando tal despecho. Doña Camila afirmaba en todas partes que la educación de la mocosa de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de su madre italiana, en voz baja decía el aya que «seguro que la madre de Ana, antes que modista, había sido algo peor».
Educó a la niña con mano dura: el encierro y el ayuno fueron sus disciplinas. Ana, que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se desesperaba; pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación. [Nota] La niña fantaseaba milagros que la salvaban de sus prisiones. Se iba volando con la imaginación a mundos creados por ella. Cuando doña Camila la castigaba con un encierro y se acercaba a la puerta a escuchar, no oía nada. Anita pasaba horas y horas recorriendo espacios llenos de ensueños en su imaginación, presididos siempre por una madre cariñosa y jovial. Cuando acababan esos encierros, salía altanera, callada y sin pedir perdón.
A menudo se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían, buscaba los perros grandes y solía comer con los pastores. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros, que fueron lo mejor que gozó en su vida.
Cuando aprendió a leer, los libros no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba: ella les haría hablar de lo que quisiese. En sus historias, Anita necesitaba un héroe, y lo encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, acudía a las citas que ella le proponía en la barca de Trébol.
Desde aquella famosa noche, doña Camila educó a la niña sin esperanzas de salvarla, como si cultivara una fruta ya podrida. No esperaba nada, pero cumplía con su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila contaba llorando la aventura a quien la quisiera oír, rendida bajo el peso de la responsabilidad, el escándalo corrió de boca en boca. También escribió a las tías de Vetusta.
–¡Lo que faltaba! –exclamaron ellas–. ¡El nombre de los Ozores deshonrado!
Escribieron a don Carlos para decirle que se llevara consigo a Anita, pues si la niña no vivía con él, el honor de los Ozores corría peligro. En aquel momento, don Carlos no podía todavía volver al país. Pero, pasados unos años, pudo acogerse a una amnistía y volvió. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid, y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en Loreto.
La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre el nombre de Anita se fue desvaneciendo y, cuando la niña llegó a los catorce años, ya nadie se acordaba de la aventura de la barca. Nadie excepto el aya, las tías de Vetusta y la propia Ana. Al principio, la calumnia le había hecho poco daño. Era una de tantas injusticias de doña Camila; pero poco a poco fue entrando en su espíritu una sospecha. Tanto el aya como las tías daban a entender que su aventura de la barca de Trébol había sido una vergüenza. En su ignorancia e inocencia, Ana dio por cierto su pecado. Mucho después, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían. Cuando ya nadie pensaba en tal cosa, ella todavía confundía esos actos inocentes con verdaderas culpas. Por ello aprendió a vivir con perpetuo disimulo, conteniendo su naturalidad y sus impulsos de espontánea alegría. Ella, antes altiva, capaz de oponerse al mundo entero, se declaró vencida, siguió la conducta moral que se le impuso, sin discutirla, ciegamente, sin ninguna confianza en sí misma. Y tal era el temperamento que se había forjado Anita con el paso de los años.
Cuando su padre volvió al país, no le satisfizo aquel carácter. ¿No le habían dicho que la niña era un peligro para el honor de los Ozores? Pues él veía, por el contrario, una muchacha demasiado tímida y reservada, con una prudencia exagerada para sus años. Ya le pesaba haber entregado su hija a la gazmoñería1 del aya. Afortunadamente, allí estaba él para corregir aquella educación viciosa.
Despidió a doña Camila, decidido a encargarse él mismo de la formación de su hija. Pero era demasiado tarde, porque aquella educación férrea a la que la había sometido el aya ya había hecho mella en ella. Ana procuraba retirarse en cuanto podía hacerlo sin ofender la susceptibilidad de aquel librepensador2 que era su padre. ¡Con qué tristeza pensaba la niña que los amigos de su padre eran personas poco delicadas, habladores temerarios! Y su querido padre, que era un hombre de talento, se iba volviendo loco a fuerza de filosofar, y no sabía vivir con una hija que ya entendía más que él de asuntos religiosos y morales.
Ana miraba con desconfianza, y hasta repugnancia, cuanto hablaba de relaciones entre hombres y mujeres. Las calumnias del aya y los groseros comentarios del vulgo, la hicieron fría y huraña para todo lo que fuese amor. Se la había separado del trato con los hombres. Aquella amistad de Germán había sido un pecado. Lo mejor era huir del hombre. No quería más humillaciones. Esta confusión mental la facilitaban las circunstancias, pues don Carlos no tenía más amistad que la de unos cuantos hombres, filosofastros3 como él. Creía cumplir con Anita llevándola al Museo de Pinturas, a la Armería, algunas veces al Real y casi siempre a paseo con algunos librepensadores, amigos suyos, que se paraban para discutir cada diez pasos.
Don Carlos se vio pronto en apurada situación económica, y decidió vivir en Loreto todo el año, para ahorrar; lo cual fue para Ana un alivio, pues prefería vivir en el campo antes que encerrada entre cuatro paredes.
Un día, limpiando los estantes de la biblioteca en la quinta, Anita descubrió un libro religioso: Confesiones de San Agustín. [Nota] Se extrañó, porque su padre era un librepensador que no leía libros de santos ni de curas, como él decía. Sintió un impulso irresistible de leer aquel libro inmediatamente. Dejó caer el plumero con que sacudía el polvo y, en pie, leyó las primeras páginas con el alma agarrada a las letras. Por la tarde acabó de leer el libro. Buscó en la biblioteca y encontró Los Mártires, de Chateaubriand. [Nota] Le fue difícil encontrar en la biblioteca de su padre más libros religiosos, pero encontró uno de poesía, un tomo del Parnaso Español consagrado a la poesía religiosa. Allí leyó a Fray Luis de León, y allí descubrió que María era una Madre, la madre de los afligidos.
La devoción de la Virgen entró con fuerza en el corazón de aquella niña que se iba convirtiendo en mujer. A partir de ese día, rezaba sin cesar como modo de hallar alivio en su melancolía. Rezar se había convertido en su único consuelo, pero al mismo tiempo la ponía nerviosa, le producía dolores de cabeza y hasta le hacía llorar.
Una tarde de otoño, Anita decidió subir al monte de los Tomillares, desde donde se divisaba el santuario de la Virgen. No se oía nada, todo era silencio. Había llevado consigo una libretita porque quería empezar un cuaderno de poesías a la Virgen. Pero en cuanto el lápiz trazó el primer verso, los ojos...