Manso Munné | Lo del abuelo | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Gran Angular

Manso Munné Lo del abuelo


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-675-9624-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-9624-3
Verlag: Ediciones SM España
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Para Salva, su abuelo, el gran Víctor Canoseda, es un héroe, la persona más importante del mundo. Pero cuando descubre que detrás del gran hombre hay una persona diferente, que ha estafado a toda la sociedad, el mundo de Salva se desmorona. La novela ganadora del Premio Gran Angular 2016 en lengua catalana.

Anna Manso Munné nació en Barcelona, ??en el barrio de Gracia en el año 1969. Sigue viviendo en el barrio de Gracia. Es la sexta de siete hermanos. Odia el hígado y hace de madre de una niña y dos niños. Estudió Imagen y Sonido en la Escola de Mitjans Audiovisuals de Barcelona (EMAV), y cursó un máster en escritura de guión cinematográfico y de televisión en la UAB. Inició su carrera profesional como guionista de programas infantiles de televisión (Barrio Sésamo, Club Super3 y Mic3), series (Mar de Fons, Ventdelpla, El Cor de la Ciutat) y otros programas de variedades (Cuina x solters, programa de cocina, o De Buena Tinta, programa literario) de la cadena autonómica TV3. Ha colaborado en diversos medios de comunicación como articulista, por ejemplo, en el diario ARA, y en revistas culturales, como Catorze.cat, además de blogs. También ha escrito obras de teatro infantiles (Perduts a la Viquipedia, 2013, representada por Zizatnia Teatre en Barcelona). Asimismo, ha trabajado en diversos ámbitos de las artes plásticas como pintura, estampación y grabado y, durante más de dos décadas, como ilustradora. Entre sus creaciones gráficas, se encuentran los personajes de Manolito Gafotas, Olivia o Hilda, la oveja gigante. Anna Manso escribe en catalán y su obra se traduce al castellano. Su carrera literaria se inició con el Premio Gran Angular 2008, por el título de literatura infantil Canelons Freds. Desde entonces ha publicado numerosos libros de literatura infantil y juvenil en la Editorial Cruïlla (catalán) y en SM (castellano). En 2016 ganó el Premio de Literatura Infantil 'Atrapallibres' del Consell Catalá del Llibre Infantil y Juvenil (CLIJCAT).
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4


Dos horas después, el abuelo se presentó en casa.

Me guiñó el ojo y actuó como si su visita fuese pura casualidad.

–Eh, chaval –así es como me llama cuando mi padre u otras personas están delante–, ¿dónde está tu padre? ¡Daniel! ¡Daniel! ¡Estoy aquí, no te escondas en tu despacho! –gritó bromeando.

Mi padre apareció con cara de haber enterrado al periquito.

–Chicos, ¿qué os pasa? Es como para echarse a correr y no volver –dijo el abuelo.

–¿Le has llamado para que venga? –me acusó mi padre.

–Uh… malo. Chaval, déjanos solos.

Hice caso al abuelo, pero me limité a cruzar la puerta del comedor y a quedarme allí mismo, escondido, escuchando. Mi padre le contó que me había convertido en un monstruo ingobernable, en un egoísta y en un tocapelotas, y que había que ponerse muy duro conmigo. Que hasta entonces él había sido un desastre de padre, pero que a partir de ese momento lo iba a hacer mejor y, para empezar, pensaba no dejarme pasar ni una. Mi padre estuvo un rato, largo y miserable, dejándome como un trapo sucio, desahogándose, mientras el abuelo le escucha en silencio. Hasta que a mi padre le sonó el móvil. De repente, su voz cambió y sonó calmada y profesional.

Mi padre es un diseñador gráfico de los buenos. Antes de la crisis tenía una pequeña empresa con un despacho luminoso y moderno en la calle de Provença, justo delante de la Pedrera, pero tuvo que desmontarla porque la mayoría de sus clientes cerraron, o eran ayuntamientos que ya no podían gastar más, y los pocos clientes que le quedaron ya no querían pagar lo que les pedía mi padre. Fue muy duro. Durante unos meses casi ni hablaba, solo fumaba. Al final tuvo que despedir a todo el personal, se montó el despacho en casa y dejó de fumar. Cambió el nombre de la empresa y ahora trabaja solo y, de vez en cuando, si lo necesita, llama a un par de colegas para que le ayuden. Ah, y fuma a escondidas.

Que trabaje en casa, en teoría, debería ser una ventaja para mí. Cuando su despacho funcionaba a toda máquina no le veía el pelo, pero ahora está todo el día encerrado en casa. Solo sale para reunirse con clientes o colaboradores, y suele quedar por las mañanas. Pero no lo lleva nada bien. Todavía sueña con el mundo como era cuando él dirigía su empresa, cuando no estaba deprimido por el poco trabajo, cuando las cosas con mi madre aún iban bien, cuando yo iba a primaria y no le tocaba las narices…

La llamada era de un nuevo cliente, una cadena de supermercados. Le pedían que fuese a Madrid para encargarle un trabajo importante. Y querían que fuese al día siguiente, por la mañana, y que se quedase un par de días. Él dijo que sí, claro. Luego colgó y le contó la situación al abuelo. Mi madre estaba fuera, de viaje, y yo tendría que quedarme solo o irme con mi tía Montse, la hermana de mi madre, y Toni, su marido.

–Esos dos están demasiado liados con los niños. Hagamos una cosa: yo me llevo al chaval un par de días y así tú te marchas tranquilo. Te juro que le haré trabajar.

De repente, el furor de mi padre desapareció para convertirse en nervios e inseguridad ante una entrevista importante. Yo pasé a un discreto segundo plano, o tercero. Me alegré de que aquella oportunidad caída del cielo me liberase de sus tsunamis mentales. Y la idea de vivir unos días con el abuelo, entre semana, me parecía brutal. Pero me escocía comprobar cómo los gritos que me había lanzado hacía un momento fuesen tan poco importantes para él como para aceptar la propuesta del abuelo sin resistirse ni tres segundos.

Fuimos a casa del abuelo en el coche oficial de la Fundación, conducido por Ángel, el chófer del abuelo desde hacía una eternidad. Ángel es un armario, y su cuerpo descomunal está rematado por una cabeza demasiado pequeña y unas orejas exageradas. Pero es muy educado, y saludaba y hacía todas esas cortesías propias del chófer de alguien tan importante.

El coche oficial era una de las cosas que más me gustaban de mi antigua vida. Ángel te abría la puerta y yo entraba como si aquello fuese lo más normal, pero siempre descubría la cara de sorpresa o curiosidad, hasta de admiración, de algún desconocido que se nos quedaba mirando y reconocía al abuelo.

–¿Lo ves, sinvergüenza? Asunto solucionado –me dijo el abuelo ya en el coche, con una sonrisa de oreja a oreja.

–Abuelo, no te cuelgues la medalla. Tú no podías saber que iban a llamarle para ese trabajo…

Y fue decirlo y, de repente, entenderlo todo. Alzó las cejas, travieso, como si fuese un chiquillo que acaba de confesar que se ha comido cinco dónuts para desayunar.

–Abuelo, si mi padre se entera de que el trabajo se lo has conseguido tú, te mata.

–Pero ni tú ni yo se lo diremos. Y además, no jodamos, tu padre es un diseñador cojonudo, y esa gente necesitaba alguien como él. Tampoco te creas tan importante, tú…

No le respondí. Callé y sonreí. Porque sabía que el abuelo tenía razón, mi padre era muy bueno, pero también sabía que todo eso lo había hecho por mí. Porque me quería.

Esos tres días fueron memorables. Parecía que hubiese presentido lo que estaba a punto de suceder, porque ya sabía que le estaban investigando; a pesar de que estaba convencido de que lo tenía todo controlado y que podría parar el golpe, lo que se le vino encima le pilló totalmente desprevenido. Pero lo que los dos teníamos muy claro era que me tocaría hacer penitencia, trabajar duro en el colegio e incluso limitar las visitas a casa del abuelo y los privilegios que me concedía. Y como si fuese una especie de despedida, que nosotros veíamos como algo temporal y después terminó siendo lo que terminó siendo, el abuelo me organizó un festival inigualable.

Me tocó ir a clase, claro, y el abuelo se reunió con Marta, mi tutora, en lugar de mi padre, y le juró que le entregaría un trabajo de investigación histórica para compensar mi poca dedicación al trabajo cooperativo de grupo. Marta, aunque lo intentó, no pudo evitar sentirse intimidada por la presencia de Víctor Canoseda en persona. Cayó sin remedió en la red de simpatía y encanto que le lanzó mi abuelo, un auténtico experto a la hora de meterse a quien fuese en el bolsillo a base de mezclar cordialidad y buen rollo con las promesas adecuadas.

–Salva, no seas tonto y entrégale un trabajo de los que te hacen quedar como un señor…

–Ah, claro, facilísimo… ¿Y eso cómo se hace?

–Le escribes lo que ella quiere leer, leches. Por ejemplo, haz el trabajo sobre la vida de tu famoso antepasado, Daniel Canoseda. Te puedo dejar algunos papeles y documentos que tengo por casa, y con poco que hagas tu tutora se tragará el anzuelo y verá que pones interés, inquietud y todas esas cosas que a ti te parecen chorradas de maestros.

Al terminar las clases, Ángel me esperaba en el coche oficial para trasladarme al paraíso.

El primer día, me llevó a la sede de la Fundación.

Soplé, hastiado. Creí que el abuelo estaría en una reunión, o trabajando. Pero me esperaba en su despacho, y no estaba solo. Dolly, su secretaria irlandesa, que hacía tantos años o más que Ángel que trabajaba para el abuelo, en cuanto me vio, sonrió con su sonrisa de oveja clonada y me dijo que entrase:

–Pasa, pasa, rey…

Un «rey» que Dolly pronuncio «wrey», arrastrando aún un poco de su acento. Una vez dentro, comprendí el motivo por el que Dolly me había puesto esos ojillos chispeantes como bengalitas. El abuelo estaba acompañado de un grupo encabezado por Thomas Anderson, el famoso director de cine, y, atención, la actriz protagonista de la película que estaban rodando en la ciudad: la deslumbrante y ultrafamosa Juana Chicharro, española pero con una carrera en Hollywood que ni los de Fórmula 1, que me dedicó una sonrisa hipnótica. Casi se me desencaja la mandíbula.

Les había fallado una localización y necesitaban urgentemente un nuevo lugar para grabar a la mañana siguiente. Habían venido a hacerse los simpáticos y a negociar el permiso para utilizar la sede de la Fundación, un palacio gótico espectacular situado en la calle de Montcada, que el abuelo hizo restaurar hace unos quince años. El abuelo les dijo que sí, que por supuesto, que tan solo tenían que abonar lo que estaba estipulado y listos.

Y luego me presentó a Juana Chicharro. Fui incapaz de articular palabra ante aquella mujer espectacular que me miraba a los ojos mientras me decía:

–¡Oh, pero qué mono! Oye, no estás nada mal…

Después se me acercó y me dio un beso, clavando sus pechos contra mí, permitiendo que oliese su perfume, dulce, mareante, alucinógeno.

Nos paseamos por la Fundación, yo convertido en un siervo de la princesa Chicharro, encantado de contarle lo que no sabía que sabía sobre la institución, un montón de información histórica que se había quedado archivada en un rincón ignoto de mi cerebro. Me alegré de que mis neuronas fuesen tan amables, porque Juana Chicharro no dejaba de mirarme y de escucharme y de sonreírme mientras repetía:

–Y encima eres...



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