E-Book, Spanisch, 392 Seiten
Reihe: ENSAYO
Moor En los senderos
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121913-1-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 392 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-121913-1-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ha escrito para The New Yorker, Harper's, n+1, New York Magazine y GQ, entre otras. Ha recibido la beca de Middlebury de periodismo ambiental y ha sido galardonado en varias ocasiones por su escritura de no ficción. Vive en Halfmoon Bay, en Columbia Británica. En la entrevista que le hizo el reconocido reportero de viajes Rolf Potts, Moor afirmó: 'Para escribir literatura de viajes debes viajar barato, aceptar la generosidad de los extraños, leer y releer el tipo de cosas que deseas escribir y expandir siempre los límites del género. Cuando viajas a un lugar nuevo, siempre tienes una o dos preguntas en mente, algún misterio que esperas resolver. El misterio puede ser vago, incluso el lugar mismo. Pero perseguir un misterio, en lugar de tu propio placer, evitará que caigas en la trampa de pensar que no fue suficiente -suficientemente nuevo, suficientemente brillante, suficientemente agradable, suficientemente lejos...-. Pero, sobre todo, evita comenzar tu historia de viaje con una descripción del aterrizaje en el aeropuerto. Tu historia no comienza donde lo hizo tu viaje, sino donde sea que tus preguntas lo hagan'. En otra entrevista para Coolhunting.com, al ser preguntado por sus próximos proyectos, Moor respondió: 'Mi próximo libro será sobre árboles. Llevo un tiempo buscando árboles que hayan tenido un impacto particular. Ciertos árboles han tomado la historia y la filosofía y casi las han absorbido a través de sus raíces'.
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01
Es imposible apreciar plenamente el valor de un camino hasta que nos vemos obligados a atravesar un paraje desconocido sin la ayuda de uno. Hay una razón práctica por la que, durante más de mil años, desde la caída de Roma hasta el auge del Romanticismo, pocas cosas repugnaron tanto a la mente europea como la perspectiva de un territorio virgen «intrincado» o «impracticable». Dante describió en célebre frase la sensación de encontrarse en un bosque «salvaje, inhóspito e impenetrable» sin un solo camino como «apenas menos amarga que la muerte».
Quinientos años después, un romántico como Lord Byron pudo proclamar que existe «cierto placer en los bosques intransitables», pero solo lo hizo una vez que las tierras salvajes de Europa Occidental habían sido domesticadas y enjauladas. Por entonces se creía que las auténticas «tierras vírgenes impracticables» existían solo en otros continentes, como Norteamérica, donde la expresión todavía se seguiría utilizando hasta bien entrado el siglo XIX.[6] Las tierras vírgenes norteamericanas llegaron a convertirse en el símbolo de un territorio inhóspito y remoto, frío, cruel y sin civilizar. En la celebración del aniversario del Ferrocarril de Boston, en 1851, el político Edward Everett describió la tierra que se extendía entre Boston y Canadá como «un horrible páramo, ríos y lagos no atravesados por las humanas artes, pantanos intransitables, bosques sombríos que ponían la carne de gallina al penetrar en ellos […]».
Todavía existen tierras vírgenes impracticables en el mundo moderno, y al menos algunas de ellas han conservado su capacidad de suscitar temor. He tenido ocasión de visitar uno de esos lugares: se halla en el borde norte de un fiordo glacial llamado Western Brook Pond, situado en la isla de Terranova, en la provincia más oriental de Canadá. Si quiere aprender (por las malas) la bendición que supone un camino bien señalizado, le aconsejo que vaya allí.
Para poder cruzar las estigias aguas del fiordo tuvimos que alquilar un transbordador. Una vez a bordo, el capitán explicó que el agua que teníamos bajo nuestros pies era tan pura (en términos hidrológicos, tan «ultraoligotrófica») que rozaba la inexistencia; nos dijo que causaba estragos en los sensores de las modernas bombas de agua porque ni siquiera era capaz de transmitir una corriente eléctrica.
Al llegar al extremo del fiordo, el capitán nos desembarcó a mí y a otros cuatro senderistas en la base de un largo barranco, donde una serie de senderos de animales atravesaban una densa jungla de helechos y ascendían por la cara de un acantilado de granito dividida en dos por un salto de agua. Aquella era mi primera caminata desde que volviera a casa tras completar la Senda de los Apalaches. Me sentía fuerte y mi mochila era ligera. Abriéndome paso entre los altos helechos, pronto superé al resto de senderistas. En lo alto del barranco me encontré con una vasta y verde meseta; allí el camino que había estado siguiendo se desvaneció por completo. Empapado en sudor por la ascensión, me detuve a descansar un momento con los pies colgando al borde del acantilado. En el irregular borde occidental de la meseta, esta caía a plomo varias decenas de metros hasta las aguas color añil del fiordo.
Me senté a observar cómo los demás senderistas ascendían por el barranco. Cuando llegaron arriba, los otros cuatro optaron por dirigirse hacia el sur, siguiendo una ruta más pintoresca. Viéndolos alejarse, esforzándose en avanzar bajo sus pesadas mochilas, me invadió una oleada de confianza en mí mismo. Me levanté, mapa y brújula en mano, y me dirigí hacia el norte. «No debería resultar demasiado difícil —pensé—. Al fin y al cabo, son solo veinticinco kilómetros».
Pero tan pronto como empecé a andar aquella confianza no tardó en desvanecerse. Uno podía suponer que, tras toda una vida caminando dentro de los rígidos confines de caminos y senderos —desde los senderos de la naturaleza hasta los pasillos móviles de los aeropuertos—, sería un alivio poder vagar libremente en cualquier dirección. Pero no era así. En cada una de mis decisiones vibraba una especie de basso ostinato de terror. Estaba solo y sin ningún medio de comunicación salvo un pequeño localizador de radio que me habían dado en un parque natural, y que tenía el aspecto de una gran píldora de plástico con un cable colgando. Me habían asegurado que podía utilizarse para localizarme si la oficina de vigilancia del parque no tenía noticias mías una vez pasadas veinticuatro horas tras la fecha prevista de mi retorno. Parecía un maravilloso dispositivo para recuperar cadáveres.
Pero aún resultaba más problemático el número de minúsculas opciones entre las que me veía forzado a elegir a cada paso. Aun teniendo una vaga idea de hacia dónde me proponía dirigirme, en cada momento seguía habiendo incontables decisiones que tomar: si enfilar cuesta arriba o cuesta abajo; si tal o cual mata de hierba serían capaces de soportar mi peso cuando caminaba de puntillas a través de una ciénaga; si avanzar a saltos entre las rocas al borde de un lago o intentar abrirme paso entre la maleza… En todo paisaje, como en toda prueba matemática, hay incontables rutas que pueden llevarte a la solución; pero algunas son elegantes y otras no.
Mis dificultades de navegación se vieron complicadas por el problema de lo que los habitantes de Terranova llaman tuckamore: bosquecillos de píceas y abetos que han crecido muy poco debido a los fuertes vientos. De lejos, los árboles parecen un apretado grupo de brujas de cuento de hadas encorvadas y de largas uñas. Como ocurre con la mayoría de los árboles enanos y deformados por la constante presencia de vientos fuertes y helados, estos pueden crecer durante siglos sin llegarte siquiera a la altura de la barbilla. Pero lo que les falta en altura lo compensan en robustez.
Una y otra vez a lo largo de mi caminata me tropezaba con una zona donde un bosquecillo de tuckamore se interponía entre el lugar a donde tenía que ir y yo. Entonces le echaba un vistazo a mi reloj para determinar la hora, calculando que no me llevaría más de diez minutos cruzarlo. Luego respiraba hondo y penetraba en la verde arboleda enana. Era como sumergirse en una pesadilla. De repente la atmósfera se oscurecía y el espacio adquiría un aspecto caótico. Mientras luchaba por dar cada paso, las ramas abrían rojos cortes en mi piel y arrancaban las botellas de agua de los bolsillos de mi mochila. Lleno de frustración, empezaba a dar patadas a los árboles para romperlos o, cuando menos, castigarlos; pero en vano: se enderezaban de nuevo indemnes. Aquí y allá, un grupo de huellas de alce o de caribú venían a formar una estrecha y fangosa senda animal; sin embargo, al cabo de poco esta se diluía o se perdía en la nada. De vez en cuando aparecía un claro de sol por el lado izquierdo; entonces lo seguía, solo para encontrarme con una charca de lodo. Era como avanzar a través de un laberinto que no te dejara otra opción que, de tanto en tanto, bajar la cabeza y arremeter para abrirte paso a través de las paredes.
Al final, agotado y sangrante, lograba emerger. Mi reloj revelaba que había pasado una hora y apenas había cubierto una distancia de cincuenta metros.
A la larga aprendí a encontrar el camino a través de aquellos laberintos observando los movimientos de los alces. Un truco que utilizan estos es seguir los cursos de agua, que, aunque fangosos, a menudo representan el camino más conveniente entre los matorrales. También caminan levantando mucho las patas y describiendo un movimiento en forma de arco a fin de aplastar las ramas bajo sus pies. Fue al perfeccionar esta técnica cuando obtuve mi mayor revelación: en un momento dado, cerca del final de la caminata, descubrí que, al seleccionar —contrariamente a lo que aconsejaría la intuición— los grupos más densos de tuckamore, en realidad podía elevarme sobre ellos y caminar por las copas de los árboles como un guerrero wuxia.
Al caer la noche del segundo día me había desviado al menos tres kilómetros de mi ruta. Ya me había llevado un día más de lo que esperaba para recorrer los veinticinco kilómetros, y ni una sola vez había pasado la noche en terreno llano o cerca de agua dulce.
Durante toda la noche estuvo cayendo una ligera lluvia. Hacia el amanecer me desperté de mi vivac en lo alto de una cresta y observé que una extensa franja de cielo de color jacinto avanzaba hacia mí. Al principio percibí aquella hermosa visión como una tregua de los nubarrones, de modo que volví a echarme para seguir durmiendo. Pero cuando me di la vuelta en el saco de dormir, observé que aquella franja de color púrpura estaba salpicada de unas finas vetas que en realidad eran relámpagos: comprendí que no se trataba de una franja de cielo despejado, sino de una enorme nube de tormenta que se extendía de un extremo al otro del horizonte. Y emitía un leve ruido como si le sonaran las tripas.
En cuestión de media hora, la nube avanzó hasta situarse justo encima de mí. El aire enloqueció de lluvia. Temiendo que me cayera un rayo, me arrastré fuera del saco...




