Mortimer | El devorador de calabazas | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 123, 240 Seiten

Reihe: Impedimenta

Mortimer El devorador de calabazas


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16542-19-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 123, 240 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-16542-19-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Antes de que fuese chic que las amas de casa intercambiasen historias sobre su tristeza como intercambiaban recetas para el relleno del pavo, antes de que su vida pudiera considerarse literaria y de que una mujer desesperada inspirase interés en lugar de hartazgo, existió Penelope Mortimer. La protagonista de esta ingeniosa comedia negra, una roman à clef intelectualmente impecable, la señora Armitage, ha pasado por cuatro matrimonios y es madre de un buen número de hijos. Pero quiere tener más ya que, en su opinión, traer hijos al mundo es algo que se le da bien. La maternidad es lo que hace de ella un ser humano importante, una idea que no encaja en los planes de su actual marido, Jake Armitage, un guionista de éxito que le hace creer que la única manera de salvar su matrimonio es impidiendo el nacimiento de un nuevo bebé. Se inicia así una lucha brutal en la que la señora Armitage es a la vez el campo de batalla, la víctima y la ejecutora. La más lograda, sincera y descarnada obra de Penelope Mortimer, una especie de visionaria literaria, no tanto de la oscuridad de la vida doméstica como de la gris claustrofobia y las traiciones del matrimonio de clase media.

Penelope Mortimer (de soltera, Fletcher) nació en 1918 en Rhyl, un pequeño pueblo del condado galés de Flintshire. Fue la hija pequeña de un clérigo anglicano que había perdido su fe. Tal era su desapego religioso y su odio por el Cristianismo que solía usar el boletín de la parroquia para, entre otras cosas, celebrar la persecución de la iglesia rusa por parte de los bolcheviques.
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Pedro Comecalabazas

tenía una mujer

que no podía retener.

En una calabaza la metió

y allí muy bien la conservó.

Para John

1


—Bien —dije—, lo intentaré. Intentaré sinceramente ser sincera con usted, aunque supongo que lo que más le interesa es cuando no soy sincera, no sé si me entiende.

El médico sonrió un poco.

—Cuando yo era niña, mi madre tenía un cajón para la lana. Era el último de una cómoda que había en el comedor y allí guardaba todos los restos de punto que tenía. Ya sabe, retales antiguos, jerséis que había tejido cuando yo tenía dos años. Algunos apenas medían unos centímetros. Pues bueno, el cajón estaba repleto de lana de todos los colores y, en las tardes de lluvia, mi madre siempre me hacía ordenarlo. Está clarísimo por qué le cuento esto. Ordenar el cajón era inútil; esa lana no servía para nada. Ni un cubreteteras se podía tejer con ella, a menos que se tuviese una paciencia infinita. Mi madre solo me obligaba a ordenarlo para darme algo que hacer, como los presos que cavan zanjas y luego las vuelven a llenar. Sabe a qué me refiero, ¿verdad?

—A usted le gustaría ser algo útil —dijo él con tristeza—, como un cubreteteras.

—No puede ser tan fácil.

—Oh, no. No es fácil, para nada. Pero se pueden hacer otras cosas con la lana.

—¿Como qué?

—Fundas para las bolsas de agua caliente —propuso el médico de inmediato.

—No usamos bolsas de agua caliente. Pueden hacerse pelotas, para los bebés. O muñequitos.

—¿Lo que intenta decirme es que ordenar la lana es una tarea inútil y probablemente imposible?

—Sí.

—Pero usted es un ser humano. Las consecuencias de su… desorden son más graves. La comparación, como ve, no es pertinente.

—Pues así es como me siento —dije yo.

—Cuando llora, ¿es así como se siente? ¿Inútil?

—Solo quiero abrir la boca y llorar. Quiero llorar, sin pensar en otra cosa.

—Pero no puede pasarse el resto de su vida llorando.

—No.

—No puede pasarse el resto de su vida preocupada.

—No.

—¿Qué le preocupa, señora Armitage?

—El polvo.

—¿Qué?

—El polvo, ya sabe. El polvo.

—Ah. —El médico escribió algo en una hoja grande de papel. Luego se recostó, unió las manos y dijo—: Cuéntemelo.

—Es muy fácil. Jake es rico. Gana unas cincuenta mil libras al año, supongo que a eso se le puede llamar ser rico. Pero en casa todo está lleno de polvo.

—Siga, por favor.

—En parte es por las obras, claro. No paran de derribar edificios a nuestro alrededor, así que algo de polvo es de esperar. Mi padre compró el arrendamiento de la casa cuando nos casamos, eso fue hace trece años.

—Llevan trece años casados —dijo el médico, que seguía tomando notas.

—Con Jake, sí. Quedaban trece años de usufructo cuando mi padre lo compró. Lo compró por mil quinientas libras y nosotros a cambio le pagamos un alquiler nominal, ya ve qué suerte tenemos. Pero bueno, yo intentaba explicarle lo del polvo.

—De modo que el contrato acaba este año.

—Supongo… Estamos construyendo una torre en el campo.

—¿Una torre?

—Sí.

—Quiere decir… ¿una casa?

—No. Una torre. Bueno, supongo que podría llamarse «casa», pero es una torre.

Él dejó el bolígrafo en la mesa con cuidado, con las dos manos, como si fuera algo muy frágil.

—¿Y dónde está esa… torre? —preguntó.

—En el campo.

—Eso ya lo sé, pero…

—Está en una colina. Valle abajo hay un granero donde yo vivía antes de casarme con Jake. Fue allí donde nos conocimos. Ahora podemos retomar lo del polvo porque…

—Por supuesto —dijo él, cogiendo de nuevo el bolígrafo.

Intenté pensar. Me quedé mirando su silueta recortada en los visillos de la ventana. Oí el tic-tac del reloj y el siseo de la chimenea de gas.

—He olvidado lo que iba a decir.

Él esperó. El reloj siguió con su tic-tac. Me puse a mirar el fuego.

—Jake no quiere más hijos —dije.

—¿Le gustan los niños, señora Armitage?

—¿Cómo cree usted que voy a contestar a esa pregunta?

—Puede que sea una pregunta que no le apetece contestar.

—Creí que iba a echarme en un diván y que usted no abriría la boca. Esto se parece cada vez más a la Inquisición. ¿Pretende hacerme sentir mal? Porque eso ya sé hacerlo yo sola.

—¿Cree que estaría mal que no le gustasen los niños?

—No sé. Sí… Sí, eso creo.

—¿Por qué?

—Porque los niños no hacen ningún daño a nadie.

—Directamente, quizá no. Pero indirectamente…

—A lo mejor es que usted no tiene hijos.

—Oh, sí. Tres. Dos chicos y una chica.

—¿Cuántos años tienen?

—Dieciséis, catorce y diez.

—¿Y le gustan?

—Casi siempre.

—Bien, pues lo mismo digo yo. Me gustan. Casi siempre.

—Pero usted tiene… —Echó un vistazo a su lista y se conformó con—: un número considerable de ellos. Parece disgustarle que su marido no quiera más. Eso no es típico de alguien a quien le gustan los niños casi siempre. Eso más bien suena a…

—¿Obsesión?

—Yo no usaría esa palabra. Convicción, quizá, sería la que más se acerca.

—Creí que iba a echarme en un diván y hablar de lo primero que se me ocurriese…

—No soy psicoanalista, señora Armitage. Solo quiero averiguar cómo debemos tratarla.

—¿Tratarme para qué?

—Todavía no lo sabemos, ¿verdad?

—¿Por querer más hijos? ¿Es por eso que Jake me ha enviado a que le vea? ¿Quiere que usted me convenza de que no tenga más hijos?

—No estoy aquí para convencerla de nada. Recuerde que ha venido por su propia voluntad.

—En ese caso, lo hago todo por mi propia voluntad. Llorar, preocuparme por el polvo… ¡Hasta tener hijos! Pero usted no me cree, ¿verdad?

—No estoy aquí para creerla, señora Armitage. Esa no es la cuestión.

—No para de decirme que no está aquí para esto ni para aquello. Entonces ¿para qué está aquí?

—Quizá —me dirigió otra de sus lánguidas sonrisas— para descubrir por qué me detesta tanto en este momento. No me refiero a mí, personalmente. Pero usted detesta algo, ¿verdad?… Además del polvo.

—¿Eso no nos pasa a todos?

—¿Qué fue lo primero que detestó usted? ¿Lo recuerda?

—No fue una cosa. Fue un hombre. El señor Simpkin…

—¿Sí?

—Y una chica que se llamaba… Ireen Douthwaite, cuando yo era una cría. Y una mujer llamada Philpot. No recuerdo…

—¿Y sus anteriores maridos?

—Oh, no. Ellos me gustaban.

—¿Y su actual marido…, Jake?

—¡No!

—Hábleme de Jake.

—¿Que le hable…?

—Sí. Adelante. Hábleme de Jake.

Sonaba como un desafío. Me eché a reír, extendí las manos y me las quedé mirando.

—Bien…, ¿qué… qué quiere saber?

—Lo que usted quiera contarme.

—Bueno, Jake… Es imposible hablar de Jake.

—Inténtelo.

Tomé aire. Sentí que podía abrir la boca y las palabras brotarían sin parar. Sentí que podía abrir mi corazón, descerrajarlo, destaparlo literalmente. Ahora saldría la verdad. Toda la verdad. Me fui quedando sin respiración. No dije nada. Él esperó.

—La casa en que vivimos —empecé—. La sala da al sur, tiene unas ventanas enormes, de guillotina, y basta que haga un poco de sol para que la sala se convierta en un invernadero, hace muchísimo calor. Y, claro, con el sol se ve más el polvo. Cuando la gente entra en la sala por primera vez, siempre dice que es una habitación preciosa, pero luego, pasado un rato, empieza a ver ciertas cosas. Casi siempre las mujeres, aunque también los hombres. Alguien escribió un artículo sobre Jake; dijo que él compraba libros, no yates. Bueno, la verdad es que no compra ni una cosa ni la otra. No compra nada. Lo que la gente nota son las quemaduras en la alfombra y las manchas de la pared. Jake bebe mucha cerveza de lata y ya sabe cómo salpica cuando se perfora la tapa. Y luego están los niños… Pues bien, nadie ha lavado esas paredes, a saber por qué, desde la última vez que las pintaron, hará unos dos años.

»Y es una habitación preciosa, desde luego. Me paso allí casi todo el tiempo; podría decirse que vivo allí. La conozco muy bien. Hay un cuadro a ese lado de la pared, ahí, justo al entrar, una cosa espantosa amarilla y verde, una de esas pinturas abstractas. Es de Jake. Aunque es el cuadro más horrendo del mundo, no nos deshacemos de él. También hay montones de revistas. Sencillamente no nos deshacemos de las cosas. Todavía guardamos en el trastero las bicicletas que nos trajimos del campo, y mira que han pasado años desde aquello. No sirven de nada. Y luego no tenemos sitio para poner las cosas nuevas.

»A lo que iba. Jake tiene un...



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