E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Gran Angular
Peña Muñoz Mágico Sur
1. Auflage 2014
ISBN: 978-956-264-874-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-956-264-874-5
Verlag: Ediciones SM España
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Manuel Peña Muñoz nació en Valparaíso, Chile, en 1951. Desde muy niño se sintió atraído por los libros de cuentos y los diarios de vida de donde ha sacado material para escribir sus libros. Con 18 años obtuvo el Primer Premio del Concurso de Cuentos de la Universidad Católica de Valparaíso con el relato Berta o los dorados estambres de la locura. Después de licenciarse en 1974 en Filología Española en esa Universidad, le fue concedida una beca del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, donde cursó el doctorado en Hispánicas en la Universidad Complutense y donde dos años más tarde obtuvo el Diploma de Experto en Literatura Infantil y Juvenil Iberoamericana y Extranjera. Durante su estancia en Madrid colaboró con cuentos y artículos de crítica literaria en La Estafeta Literaria, obteniendo diversos premios literarios. Fue permanente colaborador y discípulo de la escritora Carmen Bravo-Villasante. Trabajando con ella publicó Bibliografía de Carmen Bravo-Villasante, Madrid, (1978) y Catálogo de Libros Infantiles Antiguos de Carmen Bravo-Villasante (1979). Ha recibido diversas distinciones por su obra, entre ellas, la beca que concede el Ministerio de Educación a través del FONDART (Fondo Nacional para el Fomento del Arte y la Cultura) (1994) y la Beca de Escritores del Consejo Nacional para el Fomento del Libro y la Lectura (1995). Algunos títulos: - Dorada locura- El niño del Pasaje- María Carlota y Millaqueo- El collar de perlas negras o - Mágico Sur
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3
En casa de las hermanas Troncoso
Al llegar a la estación Mapocho, en medio de los pitidos y del estrépito convulsionado de las locomotoras, vimos a la señora Eglaé Troncoso, que nos había ido a buscar. Amiga de mamá, de cuando también vivía en Valparaíso, clientas de la misma modista y con vagas reminiscencias españolas —unos parientes en Álava que siempre sacaba a relucir—, la señora Eglaé era una mujer condescendiente y vivaz, de edad indefinible e intensamente perfumada con extracto de clavel. Había recibido la carta de mamá y con mucho gusto aceptaba hospedarnos en su casa santiaguina antes de volver a viajar en el automotor del sur.
Después de cruzar distintos barrios de Santiago en el automóvil de la señora Eglaé, llegamos al barrio de Macul, donde vivía con su hermana Corina en una casa rodeada de inmensos árboles. El salón principal estaba repleto de muebles vetustos y repisas atiborradas de figuritas y retratos de su marido, el famoso político Kurt Kordon, hijo de alemanes, diputado de Melipeuco hace muchos años, que se había dado a conocer en el sur luchando por los indígenas, una causa que, según las propias palabras de la viuda, estaba «absolutamente perdida».
En el segundo piso, con vista a la parte posterior del jardín, la señorita Corina ocupaba la sección más iluminada de la casa. Allí pintaba ilustraciones para revistas de moda y portadas para la editorial Pimpinella. Más bien apagada de carácter, introvertida, religiosa, muy delgada y de labios finos, la señorita Corina era muy diferente a su hermana. Parecía como si, junto a ella, se apabullara o como si se hubiera anulado su personalidad y ahora no fuese más que una sombra difusa de lo que alguna vez había sido. Ahí estaba ella, un poco huraña, encerrada con sus gatos en su atelier, como denominaba su rincón abierto a la fuente del Ángel de la Guarda.
La señora Eglaé nos hizo pasar a una habitación espaciosa, repleta de antigüedades coloniales y objetos de plata, que tenía dos históricas camas con dosel. Según ella, en esas cujas —como las llamaba— habían dormido unos primos lejanos del General Bulnes, parientes de ella.
—Hacía muchos años que no venía a Santiago —exclamó mi madre, pasando su vista por aquellas paredes tapizadas de cuadros y medallones de familias distinguidas y lejanas.
La señora Eglaé se dejó caer sobre un sillón.
—¿Y por qué el sur, Estrella?
Mi madre le explicó el motivo y dejó profundamente sorprendida a la señora Eglaé cuando se enteró de que viajábamos al estuario de Reloncaví a llevar una caja cuyo contenido ignorábamos. Por otro lado, consideró injusto que mi madre hubiese abandonado otra vez a mi padre. Ese impulso era característico y muy suyo. Según ella, mi madre siempre tuvo una extraña ansiedad viajera, como si con los viajes saliese esperanzada o huyendo a encontrar algo que nunca tuvo al lado de mi padre.
—En eso te pareces a la emperatriz Sissí —dijo la señora Eglaé—. Tenía un destino errante y no cesaba de viajar. Los viajes la calmaban de una secreta y constante zozobra. Eran para ella purificación y huida.
Mi madre se quedó pensativa un momento. Luego señaló nostálgica:
—Todas las muchachas del pueblo estábamos enamoradas de Celestino Montes de Oca antes de que se viniera a Chile. Era como un líder. Tan alto, tan seguro de sí mismo y el mayor de todos los hermanos. Lo último que supimos de él era que estaba trabajando en Iquique en un emporio de unos santanderinos. Pero, según me contó Sonsoles, ahora se encuentra en Las Perdices, un pueblo perdido en el sur. Yo le escribí una carta al estuario diciéndole que viajaba, pero lo cierto es que nunca recibí respuesta.
La señorita Corina irrumpió en la habitación con una bandeja de refrescos. Afuera se sentía el campanillear de los últimos tranvías y el viento que jugueteaba con las ramas del jacarandá haciendo sonar las semillas como si fueran diminutas castañuelas.
Por la noche, después de acomodar la ropa, de verificar la hora de partida del tren y de ponernos al día con las respectivas vidas individuales, bajamos al jardín donde la señorita Corina tenía preparada la cena bajo las inmensas acacias del patio. La noche estaba calurosa y se oía el crepitar de las hojas cimbrándose con la brisa. A veces, se escuchaba el canto de las chicharras o de los muchachos que pasaban por la calle, al otro lado de la verja tapizada por una enredadera que, según la señora Eglaé, se llamaba «enamorada del muro».
Durante la cena, era agradable el entrechocar de las altas copas de cristal. Todo era amabilidad y sonrisas discretas mientras las hermanas nos ofrecían las distintas fuentes espléndidamente decoradas.
—Hay una cosa que no entiendo, Estrella —insistió la señora Eglaé a los postres, cortando con la cucharilla una papaya en almíbar—. ¿Por qué te arriesgas a ir al sur… ¡tan lejos!, a llevar una caja que ni siquiera sabes qué contiene?
Mi madre sonrió con una mirada lejana. Cada vez que le mencionaban aquella caja sentía una profunda nostalgia. Era como si en ese último viaje se hubiese reencontrado con algo muy especial o como si se hubiese despertado en ella un recuerdo hermoso.
—No sé, Eglaé. Ahora que fui a España, sentí que volvía a ser niña otra vez al reencontrarme con aquellas amigas a quienes no veía desde hacía tantos años. Y para mí, Celestino Montes de Oca representa la juventud, el primer enamoramiento...
—Son romanticismos, Estrella.
La señorita Corina no se explicaba que mi madre viajara al sur del mundo sin tener contacto con la persona a quien íbamos a visitar. Por lo demás, corríamos el riesgo de que ese señor Montes de Oca no estuviera allí. Según ella, mi madre no debía ser tan confiada. Casos conocía que confirmaban la idea de que no era conveniente viajar desconociendo el contenido de una caja.
Con muchos ademanes, contó que, en Valparaíso, donde vivían de niñas, unos vecinos se mudaron de casa y le confiaron a la bisabuela una caja que pasarían a retirar dentro de unos días. Pasó el tiempo y los vecinos no volvieron. Entonces, la caja —que era de madera de palisandro con incrustaciones de piedras preciosas— empezó a ejercer una extraña influencia en la casa. Empezaron todos a pelearse unos con otros. Los objetos cambiaban solos de lugar. A veces, una copa se desplazaba apenas unos centímetros en la mesa sin que nadie la moviera. Todos estaban atónitos. Incluso en las noches, se escuchaban golpes en el interior. Un día, decidieron abrirla probando distintas llaves. Por fin, una de ellas servía. La abrieron y descubrieron con horror que dentro había un cráneo humano. A los pocos días volvieron los vecinos y la bisabuela les entregó la caja pero no les dijo que la habían abierto. Al poco tiempo, los fenómenos extraños cesaron. Los enemistados se reconciliaron y los objetos nunca más se movieron solos. Claro que nunca más supieron de aquellos vecinos...
—Yo creo, Estrella, que deberías abrirla —concluyó la señorita Corina—. No vaya a ser que te lleves una sorpresa desagradable.
Mi madre se quedó un instante pensativa y luego desarmó las incertidumbres de las hermanas Troncoso:
—Yo conozco a Sonsoles, Corina. Además, ¿para qué puede querer Celestino una calavera española?
La señora Eglaé se echó a reír con su carcajada nerviosa, sirviéndose después más menta glacial. Luego dijo:
—Mira, Estrella, ya que estás decidida, voy a darte un consejo. El estuario de Reloncaví queda bastante lejos. Lo conozco muy bien, de una vez cuando lo remontamos con Kurt. Se interna desde Puerto Montt hasta la misma cordillera. Es un brazo de mar como una culebra que penetrara tierra adentro.
La señora Eglaé trajo de su escritorio un mapa de la zona sur que desenrolló ante nuestra vista. Con su largo dedo índice rematado por una uña roja, nos iba mostrando los puntos por donde íbamos a viajar… Allí estaba Angelmó, donde debíamos tomar un barquito hasta Las Perdices... Según sus conocimientos, ese viaje duraba casi un día. Se iban haciendo diferentes paradas para que los lugareños bajaran con sus víveres a los pequeños puertos: Río Puelo, Lleguepe... Los Ladrillos...
—Mira, aquí está el volcán Yates —exclamó la señora Eglaé señalando un punto con un palillo chino—. Y aquí, al final, está Las Perdices. Creo que es conveniente que pernoctes antes en Puerto Montt y salgas al día siguiente del embarcadero. El viaje es largo, Estrella.
—No pensé que fuera tan lejos —exclamó mi madre, preocupada por primera vez.
Se veía que la señora Eglaé era experta en la zona. Llegó a conocer prácticamente todo el sur explorando el mundo indígena con su marido. Aunque en realidad, Kurt Kordon fue siempre un incomprendido. Incluso los propios alemanes del Deutsche Verein de Puerto Varas le hacían el vacío o le decían que estaba perdiendo el tiempo. Finalmente, desistió de la causa porque ni siquiera los araucanos lo comprendieron. Después de muchos inconvenientes, se fueron a vivir a Santiago, pero también fue un problema adaptarse a la capital porque las costumbres eran muy diferentes a las sureñas.
—Un alemán del sur no se adapta rápidamente a Santiago. Créemelo, Estrella. A mí, la capital tampoco me ha gustado nunca...
La señora Eglaé hablaba como transfigurada, como si en ese monólogo pusiese algo de su propia vida.
—Si te digo todo esto, Estrella, es para que veas...