Rosette | La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Rosette La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos


1. Auflage 2018
ISBN: 978-88-7304-566-3
Verlag: Tektime
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

ISBN: 978-88-7304-566-3
Verlag: Tektime
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



El encuentro de dos soledades en el contexto fascinante de una imaginaria aldea escocesa es el punto de partida de una gran historia de amor en la que nada es como siempre. La protagonista - Melisande Bruno - es la muchacha los arcoíris prohibidos, capaz de ver sólo en blanco y negro. Y su contrapunto, así como gran amor, es Sebastián McLaine, escritor relegado a una silla de ruedas.
Melisande Bruno huye de su pasado y, sobre todo, se niega a aceptar su diversidad: en efecto, nació con una minusvalía particular y rara a la vista que le impide distinguir los colores, y su sueño más grande sería el de ver un arcoíris. Su nuevo empleador es Sebastián McLaine, un famoso escritor de novelas de terror, relegado a una silla de ruedas por culpa de un misterioso accidente de carretera. Una figura se anida en la sombra, dispuesta a alimentarse de los deseos ajenos... Dos soledades que se entrelazan, dos destinos unidos por sus sueños más oscuros, donde nada es como parece. Una novela del corazón, gótica, que espera sólo ser leída...

PUBLISHER: TEKTIME

Rosette La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos jetzt bestellen!

Weitere Infos & Material


Capítulo Primero





Levanté el rostro, ofreciéndolo al apacible viento. La brisa ligera me pareció de buen augurio, casi una amiga, una señal de que mi vida estaba cambiando de rumbo, y esta vez para bien. Apreté con más firmeza la mano derecha en la maleta y reanudé el camino con una confianza renovada. No estaba lejos de mi lugar de destino, a juzgar por las indicaciones tranquilizadoras del chófer del autobús, y que yo esperaba fueran ciertas, y no simplemente optimistas. Cuando llegué a la cima de la colina, me detuve, en parte para retomar el aliento, y en parte porque no podía creer lo que veían mis ojos.  ¿Modesta morada? Así la había definido la señora McMillian al teléfono, con el candor típico de la gente que vive en zonas rurales. Y era evidente que estaba bromeando. No podía haber hablado en serio, no podía ser tan ingenua respecto al resto del mundo.  La casa se erguía majestuosa y real como un Palacio de Hadas. Si su ubicación había sido elegida con el  deseo de mimetizarla con la tupida y lozana vegetación circundante, bueno... el intento había fracasado. De pronto me sobrevino una sensación de cohibimiento, por lo que evoqué el entusiasmo con el que había afrontado el viaje de Londres a Escocia, y de Edimburgo a aquella pintoresca, apartada y tranquila aldea de las Highlands. Esa oferta de trabajo me había caído como un bumerán, un maná del cielo, en un momento triste y carente de esperanzas. Me había resignado a pasar de una oficina a otra, cual más anónima y miserable, en calidad de secretaria todo servicio, destinada a vivir de ilusiones. Luego la lectura casual de un anuncio y la llamada de la que había surgido ese radical cambio de residencia, una mudanza brusca pero fuertemente deseada. Hasta hace unos pocos minutos, todo eso me parecía magia... ¿Qué había cambiado, a fin de cuentas? Suspiré y obligué a mis pies a ponerse en movimiento de nuevo. Esta vez mi camino no fue triunfal como pocos minutos antes, sino más bien torpe y vacilante. La verdadera Melisande volvía a flote, más fuerte que el lastre con el cual había vanamente intentado ahogarla.  Recorrí lo que quedaba del camino, con lentitud exasperante, y fui inmensamente feliz de estar sola, sin que nadie pudiera adivinar el verdadero motivo de mi indecisión. Mi timidez, manto protector dotado de vida autónoma, a pesar de mis reiterados y fracasados intentos de sacármela de encima, había vuelto con prepotencia a la palestra, recordándome quién era. Cómo si pudiera olvidarlo.
Llegué a la verja de hierro, por lo menos de tres metros de alto, y aquí tuve una nueva paralizante vacilación. Me mordí los labios, barajando las alternativas que tenía a disposición. Muy pocas, a decir verdad. Volver atrás estaba fuera de discusión. Había yo pagado los gastos a reembolsar del viaje, y el dinero que me quedaba era poco; muy poco, en verdad. Y además, ¿qué me esperaba en Londres? Nada. El vacío absoluto. Incluso mi compañera de habitación se esforzaba por recordar mi nombre o, en el mejor de los casos, lo trabucaba. El silencio en torno a mí era absoluto, fragoroso en su total inmovilidad, roto sólo por los ruidos sordos de mi corazón. Puse la maleta en el angosto camino, sin preocuparme por las posibles manchas de la hierba. Total, para mí, ellas no importaban nada. Estaba relegada en un universo en blanco y negro, carente de cualquier asomo de color.  Y no en el sentido metafórico. Me llevé una mano a la sien derecha, y efectué una ligera presión con las yemas de mis dedos. Había leído en alguna parte que servía para aflojar la tensión, y aunque lo encontraba algo estúpido y básicamente inútil, proseguí, obediente a un ritual en el que no tenía ninguna fe, sólo respeto a una costumbre consolidada. Era agradablemente reconfortante tener costumbres. Había descubierto que contribuía a tranquilizarme, y no me separaba nunca de ninguna de ellas. Bueno, no en ese momento. Había dado un giro violento hacia una dirección opuesta a la habitual, dejándome arrastrar por la corriente, y en aquel momento qué no hubiera dado por volver atrás.  Extrañé mi habitación en Londres, pequeña como la cabina de un buque, la sonrisa distraída de mi coinquilina, las travesuras de su gato panzudo, e incluso las paredes desconchadas. De repente, sin previo aviso, mi mano volvió a coger la maleta de cuero, mientras me separaba de la verja a la que me había aferrado con la otra mano sin darme cuenta. No sabía qué debía hacer: si dar marcha atrás o tocar el timbre, y ya no tuve manera de averiguarlo, porque en ese preciso instante sucedieron dos cosas simultáneamente.  Levanté la mirada, atraída por un movimiento desde atrás de una ventana del primer piso, y recuerdo haber visto una pequeña persiana blanca dejada caer en su sitio. Y luego sentí una voz de mujer, la misma que había escuchado pocos días antes al teléfono. La voz de la señora Millicent Mc Millian, terriblemente cercana. —¡Señorita Bruno! Es usted, ¿verdad? Me giré de golpe en la dirección de la voz, olvidando el movimiento de la ventana del primer piso. Una mujer de mediana edad, huesuda, enjuta y con un aire afable, seguía hablando, como un río desbordado. Me envolvió. —¡Pero claro que es usted! ¿Quién más podría ser? No recibimos muchas visitas aquí en Mildnight Rose House, y además, la estábamos esperando. ¿Ha hecho buen viaje, señorita?, ¿ha encontrado con facilidad la casa?, ¿tiene hambre, sed? Querrá descansar, supongo... Llamo inmediatamente a Kyle para que lleve el equipaje a su habitación... He elegido una habitación bonita, simple pero deliciosa, en el primer piso... —Intenté, con escasos resultados, responder al menos a una de sus preguntas, pero la señora Mc Millian no detenía su flujo ininterrumpido—. Por cierto, estará en el primer piso, como el señor Mc Laine... Por Dios, él no necesita asistencia de usted, ya tiene a Kyle, que es su enfermero... Él es en realidad un manitas... es también conductor..., ¿de quién?, no lo sabemos, ya que el señor Mc Laine no sale nunca... ¡Oh!, ¡me alegra mucho de que esté aquí! Sentía verdaderamente la falta de una compañía femenina... Esta casa es un poco lúgubre, adentro, claro... Aquí, al sol, todo parece maravilloso..., ¿no cree? ¿Le gusta el color?, es audaz, lo sé…, pero al señor Mc Laine le gusta. Eh aquí…, pensé con amargura. Una pregunta,  a la cual no tener que responder me hacía feliz.  Seguí a la mujer dentro del patio, y luego en el atrio enorme de la casa. No dejó un momento de hablar, en tono tintineante  como el sonido de una campana. Me limité a asentir acá y allá, echando un rápido vistazo a los ambientes por los cuales íbamos pasando.  La casa era realmente enorme, constaté con sorpresa. Me había esperado una decoración más sobria, espartana, masculina, dado que el propietario, mi nuevo empleador, era un hombre que vivía solo. Evidentemente sus gustos eran de todo menos minimalistas. Los muebles eran lujosos, pomposos, antiguos. Del siglo XVIII, pensé, aunque no soy una experta en antigüedades. Aceleré el paso para no alejarme del ama de llaves, rápida como un guepardo.  —La casa es enorme —balbuceé, aprovechando una pausa en su largo monólogo. Me echó una ojeada por encima del hombro.  —Lo es, señorita Bruno, pero la mitad está cerrada. Nosotros usamos sólo la planta baja y el primer piso. Es demasiado grande para un hombre solo, y agotador, para quien habla, que me encargo de ella. Aparte de la limpieza grande, de la que se ocupa una agencia de limpieza, para el resto estoy sólo yo. Y Kyle, naturalmente, que tiene otras tareas. Y usted, ahora. Finalmente se detuvo de frente a una puerta y la abrió. Le di el alcance, con la respiración ligeramente agitada. Estaba casi jadeante, exhausta.  Se me adelanto, y entró primero a la habitación, con una sonrisa hospitalaria en los labios.  —Espero que le guste, señorita Bruno. A propósito... ¿se pronuncia Bruno o Brunò? —Bruno. Mi padre era de origen italiano —dije, con los ojos absortos en la contemplación de la habitación. La señora Mc Millian reanudó la charla, y se puso a contarme diferentes anécdotas de su breve estancia juvenil en Italia, Florencia, y sus sucesivas vicisitudes como estudiante de historia del arte que bregaba contra la rígida burocracia local.  Le presté atención a medias, estaba demasiado emocionada como para fingir interés. La habitación, que ella llamaba simple, era el triple de mi agujero londinense. Mis dudas iniciales fueron desbaratadas. Apoyé la maleta en la cómoda y volví a mirar la gran cama con dosel, tan antigua como el resto de muebles. Un escritorio, un ropero, una mesa de noche, una alfombra sobre el suelo de madera, una ventana a medio abrir. Me dirigí en esa dirección y la abrí del todo, disfrutando del panorama espléndido que me rodeaba. A lo lejos se veía la aldea, que apenas había percibido durante el recorrido en autobús, enrocada en la otra vertiente de la colina, una franja de río que desaparecía a mi derecha, escondida por la densa vegetación, y el jardín de abajo, bien cuidado y lleno de plantas. —Adoro ocuparme del jardín —continuó tranquilamente el ama de llaves acercándoseme–. En particular, amo las rosas. Como ve, he cogido un manojo para usted. Me giré, fijándome, recién en ese momento, en el gran florero sobre la cómoda, rebosante, con un ramo lleno de rosas. Cubrí como un rayo la distancia que me...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.