E-Book, Spanisch, Band 217, 160 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Sguiglia Ojos negros
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-9841-867-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 217, 160 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-9841-867-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Drama, aventura, corrupción y contrabando en tierras de África por el control de los diamantes en el mercado negro. A comienzos de 2002, un argentino desempleado y al borde de la ruina económica, acepta viajar a África para cumplir una misión casi imposible. Una apuesta a ciegas, a todo o nada, donde el todo es la riqueza y el final de las privaciones y el nada, la muerte. El Congo y Angola son los espacios donde esa apuesta habrá de dirimirse y los diamantes, el trofeo ganador. Miguel ingresa sin querer en una red de traficantes de piedras preciosas, y tras ese mundo de riquezas desmesuradas y traiciones automáticas están los epígonos de una guerra civil, la súbita erupción de la violencia, los mineros explotados. Y también, como un frágil sueño que se niega a ser parte de la pesadilla que lo envuelve, está el amor de una mujer inesperada que lo incita a olvidar su apuesta y que le promete una felicidad que jamás imaginó. Ojos negros es una novela hipnótica. Sin pausas ni concesiones, Eduardo Sguiglia lleva al lector de la mano hacia un viaje alucinante que, como no podía ser de otro modo, desemboca en un final sorprendente donde literatura y aventura hacen las paces.
Eduardo Sguiglia (Rosario, 1952) vivió entre 1976 y 1982 exiliado en México, y en la actualidad reside en Buenos Aires. Ha ejercido la docencia universitaria, el periodismo y la función pública. Hasta la fecha ha publicado seis ensayos sobre la sociedad argentina y tres novelas. Fordlandia fue elegida como una de las mejores cuatro obras del año 2000 por The Washington Post y también resultó finalista del Dublin Literary Award.
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Vargas encierra en un círculo el nombre de Carpenter. Sus trazos son lentos, algo torpes. Luego permanece quieto, sentado, con los brazos cruzados sobre el escritorio y la cabeza un poco inclinada. Mira por el rabillo del ojo al maletín que está en el suelo. Se tienta con borronear un número en la hoja pero desiste enseguida. «...Tony llegó a la casa dos o tres días más tarde, justo cuando yo empezaba a olvidar mis compromisos con su hermana. Pero la conversación con Carpenter tuvo consecuencia. Hacía tiempo que venía reparando en el trabajo de Calús, el minero que había conocido en el destacamento. Su comportamiento era extraño. No se quejaba ni hablaba de más, se movía de un lugar a otro, hundiendo sus manos y el cajón en los hoyos, en el agua y en el barro, pero nunca daba señales de hallar una piedra a no ser unos cuantos manojos de algas y una colección de basura. La tarde posterior al encuentro con Carpenter lo esperé en el sendero, cerca del campamento, cuidándome de que no me vieran los guardias. Calús llegó un poco adelantado. Lo abordé tomándolo de un brazo. Él se puso tenso y su voz no sonó natural. –¿Qué pasa? –preguntó. Estaba dispuesto a tirarme un lance. El único que tenía por entonces. Había resuelto decirle que conocía a un comerciante que pagaba bien por gemas que valieran la pena. Que podía confiar en mí, que iba a negociar un buen precio y que bajo ninguna condición revelaría su origen. Pero unos instantes después apareció Paulo, el custodio de la casa. Salía de una de las tiendas de campaña con la actitud de alguien que trata de escaparse en secreto. Llevaba un paquete bajo el brazo, caminaba en línea recta, con la cabeza baja, si bien su avance, con un hombro adelantado, parecía en falsa escuadra. Nos encaró sin demorar. Cuando estuvo cerca lo paré en seco: ¿usted tampoco sabe cuándo vuelve Tony? Paulo fue tan locuaz como las veces anteriores. Repitió sus vocablos predilectos. No sé, contestó. ¿Dónde está?, le pregunté. No sé, no está. ¿Tampoco se comunicó con usted?, insistí. Paulo le echó un vistazo a Calús. Observé sus caras. Se cruzaron las miradas como si fueran viejos amigos. Luego ocultó torpemente el paquete y siguió camino arriba entre la maleza y los arbustos. Calús volvió la mirada hacia mí. –¿Entonces? –me preguntó. Los mineros, a esa altura, comenzaban a agruparse a nuestro alrededor. Uno había subido de la barranca con una botella de cerveza. La botella estaba medio vacía. Cuando hizo un ademán de lanzarla por encima del hombro, Calús le agarró el brazo. Luego tomó la botella y le dio un trago. –¿Qué es lo que quiere? –insistió. Pensé que probablemente estropearía todo. Bueno, pensándolo bien, quizá no lo hubiera estropeado. –Mejor hablamos en otro momento –le dije. Calús fijó la mirada en mi libreta de apuntes. –¿El señor es periodista? –me preguntó. –No, ¿por qué? –Porque siempre lo veo tomar notas –dijo. –No, no lo soy –respondí. Calús llevó una mano a la visera de la gorra, dio la vuelta y partió con sus compañeros. Se alejó en silencio y contento. De Calús me separaban unos cuantos años, un océano y una cultura. Sin embargo, esa tarde tuve la impresión de que habíamos crecido juntos... Tony regresó unos días después. Habían pasado casi cuatro meses desde su partida. En Buenos Aires, quizá, ni me hubiera dado cuenta, pero en África me pareció un tiempo muy largo. Tony llegó enfermo, arrastrándose. Entró a la casa acompañado por Paulo y Bob Marley. Le dio las llaves a Paulo, que abrió el candado de su habitación y luego lo tomó de un brazo para conducirlo a la cama. Se dejó caer pesadamente sobre las sábanas. Le hizo una seña a Paulo para que se acercara, le dijo algo y de inmediato se quedó dormido. Marley, que permanecía junto a mí, bajo el marco de la puerta, cargaba dos botellas grandes de agua mineral. Cuando Paulo se las sacó de las manos para dejarlas sobre una mesa de luz, me miró de reojo. Paludismo, dijo. Después movió la cabeza con un gesto de preocupación y salió de la casa siguiendo los pasos de Paulo. Volví al sofá de la sala, donde mataba las horas leyendo los libracos portugueses, aunque poco antes de que se hiciera de noche fui a la pieza de Tony para echar un vistazo. Abrí la puerta sin hacer ruido. Estaba durmiendo boca arriba, bajo las sábanas, con las piernas juntas y estiradas. Prendí una lámpara de la mesa de luz, me paré a su lado y le apoyé el dorso de una mano sobre la frente. Volaba de fiebre. Mientras lo estaba contemplando abrió los ojos. Me pidió que fuera a la casa de una doctora italiana para buscar unas tabletas de artemisina, una droga contra el paludismo. El chofer sabe dónde es, dijo con una voz no más alta que un murmullo. Consentí. Luego miré la hora. Eran un poco más de las seis. Tony estaba bañado en sudor pero cuando salía de su habitación me pidió que lo tapara con una manta que tenía guardada al pie de un ropero. Marley estaba fumando un porro a un costado de la camioneta. Después de que le transmití la orden, dio una última pitada, tiró el porro, lo aplastó con un pie y subió a la camioneta de un salto. La puso en marcha, se echó el pelo hacia atrás con un movimiento de cabeza, abrió la guantera, sacó una pistola, revisó el cargador y la volvió a guardar. Lo hizo fácilmente con una mano. Después se enderezó en el asiento, se limpió la cara con un pedazo de trapo, llevó la palanca a una posición automática y partimos a todo vapor. Otro gallito, pensé. A poco de andar encendió el transmisor de radio que estaba debajo del tablero. Manejó casi todo el trayecto en silencio. En camino hacia el pueblo saludó a los soldados con un par de bocinazos. Recién entonces le pregunté por las manchas oscuras que había en el suelo. Su respuesta fue concisa. –Son del perro del señor Tony –respondió sin apartar la vista del camino. –Se ven como sangre. –Sí, unos bandidos le pegaron un tiro –dijo. –¿Dónde fue eso? –le pregunté. Marley se volvió hacia mí. Su aliento, cargado de marihuana y cerveza, me llegó a la cara. –Viniendo del Congo, un buen tiro y adiós. –¿Por qué demoraron tanto en volver? –Fue un viaje terrible –respondió. –¿En qué sentido? –En todo –dijo. Bordeamos Caxinda, doblamos a la izquierda y en el momento en que tomamos un sendero enrevesado, lleno de baches, que se abría en diagonal, pasamos al lado de un hombre. Marley frenó y dio marcha atrás hasta ponerle la camioneta a la par. El hombre, que tenía la boca ensangrentada, lo miró antes de internarse campo adentro. Ajá, murmuró Marley meneando la cabeza. Luego imitó la acción de apuñalar a alguien por la espalda, reportó el encuentro por la radio y aceleró a fondo. Le pregunté quién era. Un don nadie que se dedica a vender diamantes por su cuenta, dijo. La camioneta anduvo a buena velocidad, derrapando en las curvas, pasando como un relámpago junto a alguna que otra choza, hasta que dos o tres kilómetros más adelante una casa de ladrillos apareció a la vista. Estaba situada en un terreno ondulado, rodeada de árboles sin hojas y matorrales. Unos cuantos metros hacia el este se veía una escuela en construcción. La casa y la escuela tenían generadores de electricidad. El de la escuela alimentaba un farol que daba luz al camino. De noche esa luz era la única referencia en varias manzanas a la redonda. Marley frenó la camioneta de golpe. Luego señaló la entrada de la casa. Ahí vive la doctora Laura, dijo. Una ventana tenía los postigos abiertos de par en par. Me bajé, fui hacia la ventana y miré al interior. Laura estaba en un sillón, con las piernas encogidas, un libro en las manos y la cara vuelta hacia la ventana. Cuando se levantó para venir hacia la puerta advertí que era muy alta. Llevaba puesto un vaquero gastado y una blusa celeste sin mangas. Estiró la blusa hacia abajo, y luego apoyó el libro y los anteojos sobre la mesa. Miró su reloj de pulsera y después alzó la vista para dirigirla directamente hacia mí. Tenía el pelo corto y oscuro tirado hacia atrás, un cutis claro, los ojos negros y una sugestiva pinta de italiana. Sus movimientos eran sueltos, seguros, y unos segundos después, cuando la tuve enfrente, me pareció que era la mujer más hermosa que había visto en África. Más hermosa aún que Francisca. Laura abrió la puerta y se inclinó ligeramente para mirar la camioneta. Luego se quedó inmóvil, con las manos apoyadas en la cintura. Me presenté y le expliqué por qué la molestaba en su casa. Ella asintió, me dijo que esperara un minuto, dio la vuelta y se metió en la sala. Un guardián, armado hasta los dientes, se asomó por detrás de la casa. Me miró fijo un instante y desapareció entre los árboles. El polvo que había levantado la camioneta todavía flotaba en el terreno, en medio de los árboles y los matorrales. Oí que en la sala estaba sonando una grabación de Mozart. Recuerdo que era la sinfonía número 24 porque esa maravilla es una de mis favoritas. Laura demoró un poco pero al volver me invitó a pasar. La sala estaba fresca y olía a sahumerios. En el ambiente no había más que dos sillones, una mesa rectangular, una lámpara, algunas sillas y un armario bajo, de madera. Pero todo encajaba como si hubiera sido hecho a medida. La mesa estaba...