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E-Book, Spanisch, 306 Seiten

Valenzuela Libros antagónicos


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-17268-72-5
Verlag: Nou Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 306 Seiten

ISBN: 978-84-17268-72-5
Verlag: Nou Editorial
Format: EPUB
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INCLUYE CONTENIDO EXTRA VERSIÓN DIGITAL Sinopsis El cambio climático, es probablemente el mayor desafío al que la humanidad se va enfrentar en un contexto cada vez más próximo en el horizonte de sucesos. Bienvenido al futuro. La gran crisis llegó sin que nadie hiciera verdaderos esfuerzos por impedirla. La sociedad se ha resquebrajado, los acaudalados se han atrincherado en ciudades estado, el resto de la población ha vuelto a una sociedad preindustrial. ¿Puede un libro cambiar el destino de una comunidad? Creo que sí, la historia está llena de ejemplos. Los libros santos de las diversas religiones, las obras griegas y latinas recuperadas que dieron origen al renacimiento, Philosophiæ naturalis principia mathematica,  El origen de las especies...  Y tantísimos otros que han  cambiado el rumbo de la historia. Libros antagónicos bebe de estos acontecimientos y urde una trama donde una vez más se van a batir el fanatismo y el conocimiento, demostrando que el ser humano vuelve a tropezar en las mismas piedras. 

Ingeniero de software dedicado al desarrollo y las nuevas tecnologías, lector asiduo de ciencia ficción. Firme defensor de la libertad de las ideas y la información, pues cree que sin eso las personas jamás serán verdaderamente libres. Partidario de la protección del medio ambiente y de las energías limpias. Ha escrito: Los últimos libres, La Guerra de los imperfectos, Herederos de la Singularidad, Evolución dispersa, Libros Antagónicos y la antología Crónicas de la distopía. También es el coordinador de la colección Quasar y de Clima futuro. Varios relatos diseminados por el ciberespacio en revistas especializadas.

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        Norte de la península ibérica. Poblado fortificado (43.142866 -4.193573)         En un valle enclavado entre antiguas montañas que fueron testigos de glaciaciones, la llegada de los Homo antecesores y su posterior desplazamiento por el implacable Homo Sapiens, se erguía un antiguo poblado construido con las mismas piedras que erguían las majestuosas cordilleras. Daba la falsa apariencia de estar allí imperturbable desde los albores de los tiempos, totalmente indiferente de las idas y venidas de eras humanas con sus virtudes, desgracias y caídas. Un joven corría a toda velocidad por la plaza del pueblo, esquivó ágil un grupo que charlaba animadamente cerca de la fuente de agua, dirigiéndose ya casi sin aliento a una casa de madera construida con esmero. Calzaba unas robustas botas de cuero hechas a mano, que retumbaban a cada zancada; vestía ropa ligera de lana y llevaba la barba corta y bien arreglada, perdió el sombrero en la carrera, pero sabía perfectamente que alguien se lo recogería y se lo entregaría luego. —¡Maestra, maestra! —gritó ya en el quicio de la puerta. Se dejó caer exhausto sobre un banco que estaba estratégicamente colocado al lado de la entrada, en un pequeño porche, intentando recuperar el aliento antes de seguir hablando—. Necesitamos su ayuda, tenemos un herido. —Pero hombre… —reclamó una anciana saliendo de la cocina—. ¿Qué haces aquí? Ve a buscar a la médica. —Es el herrero —retrucó el joven respirando pesadamente—. Insiste en que lo vea usted, maestra. —Daniel sigue siendo igual de cabezota que cuando lo rescaté en los páramos… En fin… qué le vamos a hacer… Tú ve a buscar a la médica. No, no me contradigas —dijo con severidad al ver la expresión del joven—. Yo iré a ver a Daniel. ¿Ha sido en su casa o en el taller? —En el taller —respondió el joven, que se levantó apoyando las manos sobre sus rodillas. Respiró hondo unos instantes y salió disparado, calle abajo, sin mirar atrás. —Bien… Corre a por María, yo iré a ver qué le pasa a ese testarudo. Tráetela al taller —gritó la anciana al chico que se alejaba a la carrera en dirección al sencillo ambulatorio del Poblado. Carmen buscó su maletín y salió de la casa hacia el taller del herrero. Fue refunfuñando, pues hacía años que prefirió dejar la atención médica en manos de María, que era mucho más joven y hábil que ella. Carmen se había leído y entendido todos los viejos libros y tenía una habilidad natural para curar a los demás. Un don que había estado en su familia desde generaciones, aunque ninguno de ellos fuera nunca médico. Pero ella continuaba siendo la matriarca del poblado y muchos seguían confiando en ella ciegamente, a pesar de que, ya con avanzada edad, decidió dejar las principales responsabilidades a los más jóvenes y hacer solo de consejera. Habían pasado muchos años desde que consiguió juntar una tribu lo bastante numerosa para poder recuperar en parte la civilización. Al principio no le fue nada fácil; era ella, su inteligencia, sentido común y, por supuesto, el Libro. Un pequeño libro azul, que llevaba en su familia desde la Caída, y que contenía los secretos tecnológicos suficientes para construir una ciudad medianamente cómoda. Lo más difícil fue convencer a los demás de que aquel libro era distinto, las gentes de los Páramos o bien tenían reticencias sobre los libros, pues los seguidores del Libro de la Verdad eran unos fanáticos peligrosos, o tenían miedo, pues para los seguidores del Libro de la Verdad la posesión de libros prohibidos estaba penada con una muerte lenta y agónica. Para los nacidos en el seno del Poblado, era algo natural el libro y las reglas que imperaban allí, pero en ocasiones necesitaban atraer a personas de fuera para garantizar el crecimiento del pueblo. Si bien muchos querían venirse a vivir al Poblado, tenían que ser muy escrupulosos a quién dejaban pertenecer a la comunidad. —¿Qué te ha pasado, hijo? —preguntó Carmen entrando en el taller del herrero. Era un espacio amplio, que mezclaba elementos antiguos como la forja y toques tecnológicos como el martillo pilón, el fuelle y la hiladora, que se movían con la fuerza del caudal del río cercano. —Maestra… menos mal… —dijo Daniel entre jadeos de dolor—. Creo que me he roto algo. —A ver… —comentó ella acercándose—. Vaya… no tiene buen aspecto… Espera, tómate esto —sacó una botellita de su bolsa y se la acercó a Daniel a los labios—. Eso… bebe, respira hondo e intenta tranquilizarte, ya verás cómo te hará efecto en un ratito. —Gracias… No sé qué me ha pasado. Estaba haciendo una pieza para el nuevo molino de agua que has proyectado y… —dijo él con una expresión que alternaba entre el dolor y la vergüenza. —Calla… déjame que te limpie esto… No te preocupes de nada —dijo Carmen empapando un trapito limpio en una solución desinfectante, que ella misma fabricaba a base de hierbas y del aguardiente más fuerte que podía conseguir en la región. —¿Necesitas ayuda, abuela? —preguntó María a sus espaldas. También traía una bolsa con su equipo médico. Era una chica joven que fue la mejor aprendiz de Carmen en décadas y que, así como ella tenía un instinto natural para hacer curas, solía llevar el pelo recogido en una larga trenza y usaba un sombrero de ala ancha, pues se quemaba con facilidad con el sol. —Sí. Me vendría bien… ¿Cómo lo ves? —aclaró Carmen, apartándose un poco para dejarle sitio y que viera a lo que se enfrentaba. —Umhh… —murmuró María agachándose al lado del herrero—. Hay que limpiar esto lo primero, luego hay que ver si es necesario poner el hueso en su sitio, y por último coser este tajo que es muy profundo. Tranquilo, grandullón, que eso no es nada… —Lo siento, de verdad que lo siento… —murmuró Daniel ya con voz pastosa por el extracto de amapola. —Ha sido un accidente. No seas tonto… —dijo María limpiándole la herida—. Venga, tú relájate y respira con tranquilidad. Eso es, respira, respira… —No. Soy un torpe y ahora por mi culpa no vamos a tener nunca electricidad. Nunca, con lo que nos ha costado entender cómo funciona… —dijo él casi al borde del llanto. Era un hombretón fuerte, aunque extremamente sensible, y cuando tenía tiempo, hacía joyas de metal delicadas y de inusitada belleza. —Que no te mortifiques he dicho —dijo Carmen en tono autoritario. A ella no le gustaba usar esas formas, pero quiso cortar aquella línea de pensamientos—. No ha sido culpa tuya, ¿me has entendido? —Sí… —contestó Daniel avergonzado. —Venga, hijo… No te preocupes, de verdad. Ha sido un accidente y lo más importante es que a ti no te pase nada. Las piezas son cosas, no te olvides —comentó Carmen suavizando el tono y cogiéndolo de la mano. —Yo me ocupo, Carmen… —dijo María, que ya había terminado de limpiar la herida a conciencia y ahora palpaba la zona—. No hay nada roto, no te preocupes, vuelve a casa y descansa. Yo lo remiendo, lo vendo y lo acompañamos a su casa. Mañana iré a cambiarle el vendaje y ver cómo está. Carmen tendió la mano a María para que la ayudara a levantarse, besó a Daniel y salió con aspecto preocupado en dirección a la puerta. —No te olvides de que esta noche hay reunión del consejo —dijo María, quien había terminado de cerciorarse de que la herida estuviera limpia, y ahora que Daniel ya estaba más atontado, rebuscaba en su maletín las agujas y el hilo de sutura. —Pásame a recogerme y vamos juntas. Carmen volvió a su casa caminando con firmeza, aunque lentamente. Era ya muy mayor para los estándares de un mundo caído en la barbarie, que dejó su destino en manos de unos fanáticos antitecnología, que regían toda su vida por las enseñanzas de un libro místico y demencial. Cuando el ecosistema colapsó, hacía ya más de un siglo, por las necesidades humanas, la sociedad entera acabó precipitándose en un abismo. La muerte se cebó con la humanidad, especialmente en las grandes ciudades donde el hambre y las plagas diezmaron a una población acorralada y reclusa. Solo en ambientes rurales, donde todavía se tenía contacto con la naturaleza y con los medios de producción, sobrevivieron reducidos grupos de población, en los lugares privilegiados en los que el cambio climático fue solo una alteración y no una calamidad, claro está. En la península Ibérica, el sur fue pasto de la desertificación y el Sahara cruzó limpiamente el Mediterráneo devorando vastas regiones. El norte quedó a salvo por la barrera de las montañas, y aunque se había vuelto más cálido y seco, todavía continuaba habitable. Después de la Caída, las zonas rurales en las que quedaron supervivientes fueron poco a poco prosperando, aunque retornaron a la era preindustrial, y la barbarie y la ignorancia camparon a sus anchas. En este contexto...



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