E-Book, Spanisch, Band 363, 168 Seiten
Reihe: Gran Angular
Villoro El libro salvaje
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1182-063-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 363, 168 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1182-063-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
La diferencia entre un presumido y un sabio es que el presumido solo aprecia lo que ya sabe y el sabio busca lo que aún no conoce. Esta es una de las muchas lecciones que aprende Juan de su tío Tito, un bibliófilo empedernido que come con la boca abierta y adora las arañas. Y es que lo que Juan pensaba que serían unas aburridas vacaciones de verano se convierten en toda una aventura en busca de un libro salvaje...
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2
EL FRASCO DE HIERRO
Mi madre empezó a dejar cigarros por todas partes. Ni siquiera los fumaba completos. Estaba tan nerviosa y hacía tantas llamadas telefónicas que los cigarros se juntaban en montoncito en el cenicero sin que ella acabara de fumar uno solo. Había señales de humo en cualquier sitio, como si viviéramos en un campamento piel roja. Todo olía a ceniza y a puré de papa. Durante la semana de separación, comimos albóndigas con puré de lunes a sábado. El domingo, mi madre nos dejó con su amiga Ruth, que nos dio unas salchichas alemanas deliciosas, espolvoreadas con algo que yo no conocía: nuez moscada.
Mi madre pasó tardísimo por nosotros. Carmen ya estaba dormida, abrazada a su castor de peluche. Yo me caía de sueño, pero alcancé a oír la conversación entre mi madre y su amiga:
–Lo peor son las vacaciones –dijo mi madre–. No sé qué hacer con ellos.
«Ellos» éramos Carmen y yo.
–Algo saldrá –dijo Ruth–. Yo me puedo quedar con la Pinta.
La Pinta era nuestra perra, raza maltés, color blanco y negro. Me sorprendió, y en parte me tranquilizó, que Ruth ofreciera quedarse con la perra y no con nosotros.
¿Por qué no podíamos pasar las vacaciones en casa? Faltaban dos semanas para el fin de curso. En el colegio ya estudiábamos poco. El profesor había dejado de tener prisa; nos daba un papel para que dibujáramos cualquier cosa, durante varias horas. Luego cantábamos canciones muy largas y no le importaba que nos equivocáramos. Era como si las clases de verdad ya hubieran acabado y solo estuviéramos ahí por compromiso, llenando los días que faltaban para el verano, las «vacaciones grandes», como les decíamos nosotros.
El mejor momento de la vida era el primer día de vacaciones. El sol entraba de otro modo al cuarto. Un sol animoso, color miel, que calentaba las cortinas y hacía saber que venían dos meses sin clase. En ese primer día podía pasar cualquier cosa, como si la luz llegara de Australia y sus desiertos de arena rojiza.
Si dejas de comer durante un año algo que te gusta muchísimo (chocolate o espagueti o pollo rostizado) y de pronto vuelves a probarlo, te gusta todavía más que antes. Así era el primer día de vacaciones.
Pablo, mi mejor amigo, vivía a dos calles de la nuestra. Habíamos planeado muchos juegos para el verano, incluyendo entrar a una casa abandonada que tenía las ventanas rotas y donde vivían gatos salvajes. Iba a ser el mejor verano de mi vida. Pero mamá tenía otros planes.
Una tarde, regresé de jugar con Pablo y encontré el pasillo lleno de cajas.
–Las cosas de tu padre –explicó mamá.
Me asomé a una caja y vi libros. Mi padre estudió ingeniería y había escrito un libro de título muy raro: Puentes levadizos. Me explicó que así se llaman los puentes que se parten en dos y se alzan para que puedan pasar los barcos.
Pensé que él iría por sus cosas, pero poco después llegaron dos cargadores y se llevaron todo en un santiamén.
–Las cosas van a ir a una bodega, en lo que tu padre regresa de París.
–¿No iba a alquilar un estudio?
–Va a construir un puente en París.
Tal vez iba a construir un puente, pero también iba a ver a esa amiga que le envió la carta. Los dibujos que ella había hecho en el sobre me gustaron mucho, pero odiaba que mi padre se fuera con ella.
También odié que mi padre construyera un puente allá. Seguramente se trataba de un puente que se levantaba para que pasaran los barcos. Esa era su gran especialidad. Yo prefería los puentes que no se separaban y seguían fijos, conectando dos orillas.
No me importó que sus libros aburridos se fueran de la casa.
Mi madre tomaba pastillas color azul cielo contra el dolor de cabeza. Luego supimos que no tenía simple dolor, sino un padecimiento más fuerte llamado jaqueca. También padecía gastritis. El jugo de naranja le caía muy pesado y lo bebía con una pajita hecha de vidrio para no tomar aire (que, por lo visto, le caía aún más pesado). Era tan guapa que se veía bien incluso cuando tomaba jugo, aunque ponía una cara como si bebiera vidrio, vidrios rotos que la destrozaban por dentro.
Cada tercer día me mandaba a la farmacia a que le comprara remedios para la jaqueca o la gastritis. Cuando íbamos a casa de la abuela, ella le decía:
–Es por el cigarro. La culpa de todo la tiene el cigarro.
Pero mi madre no podía dejar de fumar, y menos con tantos problemas encima. Cuando la abuela hablaba mal del tabaco, mi madre cerraba un ojo como un pistolero a punto de disparar, encendía una cerilla con un rápido movimiento de experta en fuegos y fumaba con una intensidad especial. Luego se comunicaba con nosotros al estilo piel roja. De su boca salían señales de humo que querían decir: «Hago lo que me da la gana».
Una noche soñé que entraba en la casa abandonada, siguiendo un gato blanco. En todas partes había fogatas hechas con muebles. Llegaba al salón principal, donde ardía una mesa muy grande. En un sofá estaba mi padre, leyendo el periódico. De pronto, el periódico comenzaba a arder, pero él no hacía nada: veía el fuego como si fuera una noticia. Desperté antes de que las llamas llegaran a sus manos.
Pensé que mi padre prefería vivir en una casa abandonada, con los muebles y el periódico ardiendo, que vivir con nosotros. Me enojé mucho con él y le pegué a mi almohada hasta que no pude más. Luego imaginé que yo era un koala y abracé la almohada como si fuera mi árbol. Había llorado y la funda estaba húmeda. Tal vez por eso soñé que llovía mucho en el bosque australiano donde yo llevaba una vida de koala feliz.
Me encantaba meterme en la cama con las sábanas recién cambiadas, la fresca maravilla de estar ahí.
Con los problemas que teníamos desde que mi padre se fue, pasaron días y días sin que me cambiaran las sábanas. Al principio no me di cuenta, pero una noche me pregunté si algún día las sábanas volverían a oler a burbujas.
Carmen también lo notó, y le puso a sus sábanas unas gotas de champú para que olieran como nuevas.
Para que no vieran que había llorado, mi madre usaba lentes oscuros. Parecía alguien de la mafia. Sobre todo cuando llevaba un cigarro en la boca y una pañoleta en la cabeza. Pero se veía bien. Las mujeres mafiosas pueden ser guapas.
Faltaban solo dos días para las vacaciones cuando nos dijo:
–Tenemos que hablar.
Fuimos al comedor, donde ella rebanaba un melón. En los últimos días estaba tan nerviosa que se cortaba al preparar cualquier cosa. Cada vez que cocinaba sacaba la caja de tiritas, segura de que se iba a lastimar. Luego se ponía alcohol y esto hacía que la cena supiera a farmacia. Tuve miedo de que se rebanara un dedo mientras hablaba con nosotros. Por suerte, soltó el cuchillo y dijo:
–La Pinta va a pasar las vacaciones en casa de Ruth.
Habló como si fuera normal que los perros salieran de vacaciones.
–¿Y nosotros? –preguntó Carmen.
Esta parte le costó más trabajo a mamá. Las palabras salieron de su boca como si estuvieran hechas de algodón:
–Los Bermúdez te quieren mucho –respondió mamá. Leila Bermúdez era la mejor amiga de mi hermana. Como siempre, Carmen quedó feliz con la solución. Si estuviera en un barco a punto de naufragar, estaría muy contenta de subir a un bote inflable. En los peores momentos encuentra algo fantástico.
Como a ella la mandaron con su mejor amiga, pensé que me mandarían a casa de Pablo. Pero mi madre dijo:
–Vas a ir con tío Tito.
–¿Por qué?
–Él lo pidió.
–Prefiero ir con Pablo. O con la abuela.
–Pablo tiene cuatro hermanos. No hay lugar para ti. En cuanto a la abuela, está demasiado mayor para atender a otra persona.
–Prefiero ir con otra gente.
–¿Por qué?
–Mi tío tiene pelos blancos que le salen de la nariz –fue lo único que se me ocurrió decir.
Era cierto. Tío Tito se rasuraba las orejas, porque también ahí le crecían pelos blancos, pero no hacía nada con los pelos que le asomaban de la nariz.
–El tío te quiere mucho –comentó mi madre.
También esto era cierto. Cada vez que lo veía, me leía alguna historia de los miles de libros que tenía en su casa. Era excelente hablando de la vida de los dragones, las espadas de la Edad Media y los cohetes del futuro. Pero yo no quería vivir con él. ¿Qué iba a hacer en una casa tan oscura como la suya, con tantos libros llenos de polvo?
Tío Tito no tenía hijos. Era primo de mi madre y siempre había vivido solo, rodeado de su...