E-Book, Spanisch, 276 Seiten
Whates Torres de Babel
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16637-24-9
Verlag: Sportula Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 276 Seiten
ISBN: 978-84-16637-24-9
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Escritor y editor de ciencia ficción, fantasía y, en ocasiones, terror. Es autor de siete novelas en solitario, entre ellas la trilogía de fantasía urbana con toques steampunk City of 100 Rows (Angry Robot) y la serie de space opera Noise (Solaris); es coautor de otras dos, de ciencia ficción de corte militarista. Ha publicado en diversos medios más de sesenta relatos y ha coordinado cerca de treinta antologías. Sus obras ha sido candidatas al Premio Philip K. Dick en una ocasión y al BSFA en dos. Su próxima novela, The Ion Raider (NewCon Press), será publicada en abril de 2017 y es una continuación del space opera al estilo de Firefly Pelquin's Comet, que fue número uno en Amazon UK. Ha publicado en inglés tres recopilaciones de relatos; las dos más recientes son Growing Pains (PS Publishing 2013) y Dark Travellings (Fox Spirit, 2016). En 2006 fundó la editorial independiente NewCon Press, premiada múltiples veces. Afirma que su creación fue un puro accidente y no termina de creer que aún siga en pie once años después. Fue vocal de la SFWA (Science Fiction Writers of America) y aún lo es de la BSFA (British Science Fiction Association), que presidió durante cinco años.
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MONTPELLIER
Montpellier es un estercolero. No tenía el menor deseo de ir; nadie tenía el menor deseo de ir, de hecho, pero fui más lento que los demás y no encontré una buena disculpa a tiempo.
Son cuatro: Montpellier, Vizcaya, Siena y Detroit. Su nombre oficial es «Complejos Habitacionales», pero se los conoce mejor como Los Cuatro Jinetes. La Guerra aún no se ha presentado por allí, pero a los otros tres jinetes no les va nada mal. Y con el tiempo…
Los Cuatro Jinetes forman un diamante excéntrico en una zona del centro de Victoria, uno de esos lugares a los que nunca se lleva a los turistas. El aspecto de las zonas residenciales periféricas no puede ser más ecoequilibrado y elegante: frondosas avenidas con tiendas de escaparates deslumbrantes, parquecitos y arboledas ocultas en las que el agua de las fuentes repiquetea alegre y senderos sombreados rodeados de flores. Todo ello diseñado para que el agotado consumidor se relaje tras una mañana de compras. En el centro de la ciudad todo es muy distinto. Cualquier cosa que creciera ha sido devorada, fumada o convertida en leña hace tiempo.
Tomé el metro; no quería arriesgarme a llevar mi propio coche cerca de ese lugar. Un sistema de seguridad último modelo no desanima a un ladrón con recursos; al contrario, le sirve de acicate, lo sé bien. Veréis, mi desagrado hacia los Jinetes no nace de un prejuicio cultural ni de la clásica ignorancia estimulada por los medios de comunicación. Al contrario. Nací allí, en Montpellier. Por eso cuando la tarea pasó a mi lado se me quedó pegada después de haber esquivado a varios colegas más listos que yo. Se supone que mi condición de nativo debería otorgarme alguna ventaja. Y una mierda. Cualquiera que haya nacido en los Jinetes pasa toda su vida soñando con irse y odiando al mismo tiempo a aquellos que lo han conseguido.
Llovía cuando salí del metro. Una llovizna monótona, más cansina que fuerte, como si estuviera decidida someter el mundo por puro desgaste. A mi alrededor se extendía un paisaje de casitas de tejados con goteras en cuyo porche se estancaba el agua. Varios ceños fruncidos me siguieron mientras pasaba: viejas cotillas asomadas a las ventanas y gamberros encorvados en algunos porches. No encajaba allí, mis ropas me señalaban como un forastero. Sí, claro que había intentado vestirme discretamente, pero incluso mi peor y más raído traje me hacía parecer un pijo de la parte alta que se había bajado en la parada equivocada.
El diamante que forman los Jinetes está sin pulir, lleno de protuberancias no cortadas. Lo componen las torres que empujan hacia lo alto desde las calles bajas, como dientes rotos y desparejos caídos de la mandíbula de algún leviatán muerto hace siglos. A su alrededor y entre ellos, la miseria se filtra hacia el exterior y unifica todo el vecindario en una combinación de pobreza y mugre. Al menos así lo he visto siempre. Lo cierto es que este ya era un lugar de poca monta antes de que se construyeran los Jinetes, siguió siéndolo mientras los edificaban y no dejó de serlo cuando estuvieron acabados. Las cosas son como son. Se suponía que los complejos habitaciones iban a cambiar la situación: iban a ser comunidades autónomas con apartamentos espaciosos, escuelas, parques, tiendas, centros de salud y todo lo necesario para asegurar un nivel de vida decente. No creo que nadie de aquí se creyera la publicidad ni por un momento. Como no podía ser menos, el dinero se terminó antes de tiempo y el supuesto apoyo municipal se esfumó. Después de la ceremonia de inauguración, repleta de palmaditas en la espalda y satisfechos apretones de manos a pesar del año de retraso, las autoridades se olvidaron del lugar y se dedicaron a otra cosa. Lógicamente, ese vacío se llenó.
Las nuevas comunidades, mal diseñadas y siempre sin dinero suficiente, fracasaron incluso antes de empezar. Ganó el entorno. En vez de subir el nivel de vida del distrito y sacarlo de la miseria, tal como habían predicho los idealistas, los complejos fueron arrastrados a ella. Así nacieron los Jinetes. Se convirtieron en el símbolo de todo lo que tenía el centro de desagradable y miserable, tanto a los ojos de los demás como en la realidad.
¿Os extraña que no tuviera el menor deseo de volver?
La dentada silueta de los Jinetes se recortaba frente a mí; Montpellier era el más cercano, en el vértice meridional del diamante. Por un sorprendente instante, el sol luchó por abrirse camino; un orbe acuoso que descendía con desgana sobre la ciudad como si él también fuera víctima de la pereza general y careciera de la energía necesaria para subir más alto. Seguro que había un arcoíris por alguna parte, pero no aquí. Eché a andar con las manos en los bolsillos, con cuidado de no pisar los charcos ni mirar a nadie a los ojos. No es que esperase grandes problemas, nada que no pudiera manejar, pero era mejor no correr riesgos. Los tipos con los que me cruzaba no eran más que pececillos, traficantes de poca monta y pandilleros de lo más bajo. Pero hasta un pececillo puede morder y no era descabellado que alguno de ellos, ansioso de crearse una reputación o simplemente aburrido, quisiera vapulear a un forastero por simple placer. Así que mantuve la cabeza gacha; no tenía tiempo que perder ni paciencia.
Seguramente me desafiarían en cuanto llegase a Montpellier, pero contaba con ello. Mis jefes tenían respaldo de los mundos exteriores y los jefecillos de las bandas que merodeaban por las avenidas y pasillos de los Jinetes no se iban a arriesgar a un enfrentamiento con ellos. Si a un lugarteniente ambicioso se le metía en la cabeza tomarla conmigo, peor para él. No hacía tanto que había estado donde estaban ellos; la diferencia es que yo era mejor y había conseguido irme.
Lo gracioso de ser un vigilante es que tiene que parecer que estás remoloneando por ahí sin que realmente lo estés. Divisé a tres de ellos cuando crucé la entrada, aunque no la principal, Montpellier no tiene nada de eso. Habían arrancado la placa que la identificaba, pero no me hacía falta para saber que era la SE3-Rojo. Lo del color indicaba a qué cuadrante del complejo daba, así que no tenía mucho sentido que además recalcaran que era la Sureste. Tenía que ver a nueve clientes y cuatro de ellos vivían en Rojo, así que era un buen punto por el que entrar. Las visitas personales no eran frecuentes, pero tampoco lo era que nueve clientes dejaran de usar nuestros servicios la misma semana.
No fue ninguna sorpresa ver a tres chavales en la entrada, pero sí me sorprendieron sus avatares.
Un escorpión agazapado parpadeaba, ahora lo ves, ahora no, alrededor de un chaval delgado y larguirucho. La cola le sobrepasaba la cabeza y el aguijón apuntaba hacia adelante. Me resultaba familiar; los Escorpiones siempre han sido una banda numerosa en Rojo, ya en mis tiempos. Los otros me eran totalmente desconocidos. Uno era un vórtice de viento aullante que envolvía a la chica de piel morena y el otro, lucido por el chaval rechoncho y nervioso, era un simio de pelaje negro y gesto amenazante. Las bandas vienen y se van tan rápido en los Jinetes que es difícil seguirles la pista. Lo malo de no reconocer la afiliación de alguien es que es difícil asignarle un nombre a su banda. Estaba claro que aquellos dos pertenecían a algo que tenía que ver con tornados y gorilas respectivamente, pero decidí llamarlos Ventosa y Babuino.
Lo más curioso de todo era la variedad. Las entradas son los lugares más codiciados y la seguridad estaba a cargo normalmente de la banda dominante, que allí siempre habían sido los Escorpiones. No era raro que los miembros de las bandas se relacionasen entre sí, pero no en una entrada.
La chica llevaba la voz cantante, así que abandonó el saliente bajo el que se refugiaba y me encaró. Los otros dos la flanqueaban, el Escorpión a la izquierda y el Babuino a la derecha.
—¿’Tas perdío?
La lluvia goteaba de la punta de su empapada gorra. A pesar de su actitud no parecía demasiado amenazadora.
—No —le dije—. Asuntos oficiales.
Activé mi propio avatar. No suelo llevarlo encendido, no resulta demasiado apropiado en los círculos que frecuento, pero ahí estaba por si lo necesitaba. Al contrario que el suyo, el mío era una proyección estable. No parpadeaba de modo que pudieras ver un emblema estilizado un momento y a la persona tras él al siguiente. Lo que aquellos chavales veían ahora era una figura totalmente sólida encapuchada de blanco, con la cara oculta bajo la capucha y ambas manos alrededor del pomo de un mandoble cuya punta se apoyaba en suelo.
—¡Saflik! —siseó la chica.
Significa «pureza». Para mis jefes, seguidores del idealismo, el nombre tenía un significado simbólico que a mí se me escapaba. Aunque no el impacto que causaba. Los tres chavales se crisparon y habría jurado que el babuino dio un paso atrás.
Apagué el avatar y sonreí.
La chica tardó un instante en hacerse a un lado. Estaba seguro de que alguien le había susurrado al oído que lo hiciera. Sin más palabras seguí mi camino. Los tres parecieron aliviados, dos a mi izquierda, uno a la derecha, de verme pasar.
No había una verdadera puerta, ni siquiera un arco....




