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E-Book, Spanisch, 400 Seiten

Reihe: Ensayo

White Ensayos


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121913-2-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 400 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-121913-2-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



E.B. White publicó su primer artículo en la para entonces recién fundada revista The New Yorker cuatro años después de graduarse en Artes por la Universidad de Cornell. En 1927 se unió a la plantilla de redactores. A lo largo de las siguientes seis décadas produjo una larga serie de ensayos y se convirtió en el más importante colaborador de la The New Yorker cuando esta era la más influyente revista literaria estadounidense. Su columna 'Notas y comentarios' fue una de las más leídas en la historia de la publicación. Mientras varias generaciones crecían leyéndola, White la esculpía escrupulosamente. A través de sus publicaciones desarrolló las preocupaciones que acompañarían parte de su obra y su vida: el miedo a la guerra y a los fenómenos irracionales, el internacionalismo y el humor. Así, Ensayos de E. B. White es una lectura obligatoria, una recopilación de la excelencia hecha forma de la mano de uno de sus más grandes maestros y uno de los mejores exponentes de prosa contemporánea estadounidense.

Elwyn Brooks White fue un importante ensayista, humorista, poeta y estilista literario estadounidense, autor de clásicos infantiles tan queridos como La telaraña de Carlota, Stuart Little y La trompeta del cisne. Se graduó en la Universidad de Cornell en 1921 y, cinco años después, se unió al personal de la recién fundada revista The New Yorker. Sus ensayos en esta publicación rápidamente obtuvieron elogios de la crítica. Escritos con un estilo personal y directo, y un afable sentido del humor, sus ingeniosas piezas contenían reflexiones sobre temas diversos: la vida de la ciudad, la política, la literatura... También escribió poemas, leyendas de dibujos animados y breves bocetos para la revista, y sus escritos ayudaron a establecer su tono intelectual y cosmopolita. Autor de más de diecisiete libros de prosa y poesía, White fue elegido para la Academia Americana de Artes y Letras en 1973. Ganó innumerables premios, como la Medalla Nacional de Literatura de 1971, el Premio Laura Ingalls Wilder, por 'una contribución sustancial y duradera a la literatura para niños', y el Premio Pulitzer especial en 1978 por toda su obra. También recibió la Medalla Presidencial de la Libertad en 1963 y la Medalla de Oro a los ensayos y críticas del Instituto Nacional de Artes y Letras. Durante su vida, muchos jóvenes le preguntaron si sus historias eran ciertas. En una carta, respondió: 'Son imaginarias. Pero la vida real es solo un tipo de vida, también está la vida de la imaginación'.
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Regreso a casa

Allen Cove, 10 de diciembre de 1955

La víspera del Día de Acción de Gracias, después de conducir todo el día, llegué a casa al atardecer y encendí el hogar del salón. Los leños de abedul ardieron rápidamente. Unos tres minutos después, como para no ser menos, la chimenea se prendió fuego. Tarde un poco en darme cuenta. Mientras me balanceaba con satisfacción en la mecedora, disfrutando de la pesadez que sobreviene al cabo de un día en la carretera, me pareció oír el aleteo sordo de un vencejo de chimenea, un sonido al que quienes vivimos en esta casa estamos muy acostumbrados. A continuación, me di cuenta de que no había ningún ave instalada en la chimenea en aquella época del año y, al echar un vistazo al humero, me quedó muy claro que, después de veintidós años bajo mi responsabilidad, la casa por fin estaba en llamas.

El hecho de que la chimenea se hubiera prendido fuego no me sorprendió ni me deprimió sobremanera, pues en los últimos diez años me han acechado las desgracias grandes y pequeñas, han llovido reveses sobre mi cabeza día y noche, y he aprendido a estar preparado para cualquier eventualidad en cualquier momento. Llamé al Departamento de Bomberos sin inmutarme, marcando el número que había escrito de antemano con grandes letras en el estante del armario del teléfono, con el fin de poder leerlo sin gafas. (En casa guardamos el teléfono en un armario, más o menos como se puede mantener en la cocina un cachorro que aún no ha aprendido a hacer sus cosas fuera. En todo caso, la marcación no es muy popular en esta comunidad rural de Maine, y si por mí fuera se podría encerrar a toda la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra por habernos endosado la marcación, privándonos de nuestras queridas operadoras, que sabían dónde se encontraba todo el mundo y cómo resolver lo que fuera, incluidos los incendios de chimeneas).

Respondieron a mi llamada con prontitud, pero nada más colgar observé que el fuego parecía haberse apagado, como si se hubiera consumido solo, así que volví a llamar para cancelar la incidencia, y me dijeron que los miembros del departamento querían venir a verme de todas maneras. En el campo, cualquier excusa es buena para entretenerse un poco, y el hecho de que un incendio se apague no es motivo suficiente para que decaiga el entusiasmo de un bombero. Al poquísimo tiempo, la autobomba ruidosa y alegre aparcó en la entrada de coches, mientras su distintiva luz roja parpadeaba intensamente, y el salón de casa se llenó con rapidez de mis amigos bomberos. El jefe de bomberos es también mi peluquero, así que como es de esperar, me alegré de verlo. Y lo acompañaba un colaborador fornido, que recientemente había trepado al techo de mi casa para instalar una nueva canaleta de madera, seca y lista para recibir las chispas de un incendio de chimenea, así que me alegré de verlo a él. Había aún un tercer apagafuegos, y todos se alegraron de ver a todos los demás, según pude ver, y por un rato todos hurgamos con aire de sabiduría en la chimenea, y luego el departamento se marchó. He vuelto a casa miles y miles de veces después de conducir todo el día por la carretera U.S. 1, pero por extraño que parezca, aquella fue la más agradable.

Poco antes de morir, Bernard DeVoto publicó en su columna de Harper’s un enérgico informe sobre la costa de Maine, empleando ciertas «malas» palabras que enfurecieron a unos cuantos de sus habitantes. DeVoto usó la palabra barriada y la palabra neón. Dijo que la carretera que llevaba a Maine se encontraba en un estado calamitoso desde Bucksport y que la zona estaba sobrepoblada y llena de autocines, cantinas, puestos de souvenirs, inmundos parques de atracciones y restaurantes de tres al cuarto. El otro día, durante el almuerzo, me quedé pensando en esa acusación mientras procuraba reconstruir mis propias impresiones de tres al cuarto sobre esa ruta conocida, después de mi último paso por ese tramo. Estaba sentado a la mesa, dando cuenta de un trozo de pastel, cuando empezó a nevar. Al comienzo cayó una nevisca imperceptible del cielo gris, pero enseguida se espesó y empezó a caer desde el noreste. Me quedé mirándola acumularse en el borde de la entrada de coches, decorar un muro de piedra, espolvorear las coníferas de los bancales, cubrir la tierra arada y blanquear la superficie de una laguna helada y oscura; y entonces supe que en toda la costa, desde Kittery en adelante, se borraban en silencio las peores faltas de los hombres, se suavizaban las líneas de sus templos industriales y la U.S. 1 se engalanaba con un esplendor frío y sobrio que por desgracia DeVoto no había vivido para ver.

Aun sin las supresiones amables de la nieve, la carretera de Maine no me parece una miseria. Como todas las autopistas, es un plato mixto: Gulf y Shell, carne y pescado, neón y crepúsculo, consuelo triste y tibieza de hogar, una fachada recargada en un estacionamiento junto a la geometría pura de una casa de madera construida a principios del siglo XIX con un granero adosado. Hay muchas oportunidades de aprender a deletrear mocasín al conducir en dirección a Maine, y con frecuencia no hay nada más que hacer, salvo sostener el volante y evitar la muerte. El bosque y los prados lo invaden todo, deteniéndose a pocos metros de neones y estacionamientos, y el viajero que suele visitar estas tierras siempre tiene conciencia de que detrás de cualquier puesto caminero chillón, en lo profundo de los pinos y abedules, se encuentra el ciervo delicado y bien proporcionado; y que un poco más allá de la cabaña donde pernoctar, en los prados de granito y enebro, trota el zorro de diseño perfecto. Esa sigue siendo nuestra arquitectura triunfal, y el hombre de Maine no tiene que penetrar la densidad para sentirse animado por ese pedazo de costa; su sabor asalta su conciencia nada más ver una foresta con la textura apropiada, nada más oler una cala puntualmente drenada.

Es probable que el lugar de destino (algo en lo que siempre piensa un conductor) tiña la carretera, engrandezca o disminuya sus defectos. Al deslizarme sobre el asfalto, me dirigía a casa. DeVoto, al recorrer la misma ruta, se dirigía a un sitio donde le esperaban lo que cautamente describió como «compromisos profesionales», una frase con la que sin duda se refería al hecho de dar una conferencia o recibir una distinción. Ir en coche a casa es una experiencia muy distinta de ir en coche a un auditorio, y, si difieren nuestras conclusiones, no es porque nuestras capacidades de observación sean de una enorme diferencia, sino porque tomábamos direcciones emocionales diferentes. A veces sospecho que, cuando me dirijo al este, mis facultades críticas se van ralentizando hasta casi cesar, como el latido del corazón de una rana en invierno.

¿Qué me ocurre cuando cruzo el río Piscataqua e irrumpo a toda prisa en Maine, con un coste de setenta y cinco centavos en los peajes? No puedo describirlo. Por lo general, no avisto cosas innumerables, incluidas una perdiz en un peral y tres gallinas francesas, como dice la canción, pero sí tengo la sensación de que un amor verdadero me hace un regalo. Cinco horas más tarde, cuando desciendo para cruzar el río Narramissic y miro a mis espaldas el pueblito de Orland, el campanario blanco de la iglesia que se recorta contra el cielo rojo pálido me conmueve de un modo que nunca podría hacerlo la ciudad de Chartres. El Narramissic ha recibido el homenaje lírico más acabado que puede dársele a un río: un escolar compuso un verso que dice que «corre a través de Orland todos los días». Nunca cruzo ese modesto torrente sin pensar en el testimonio de aquel niño sobre la constancia, sobre la fiabilidad, de los ríos pequeños y familiares.

Lo importante es la familiaridad, la sensación de pertenencia. Exonera de toda la maldad, toda la pobreza. Cuando un granjero para a la entrada de su granero, lleva las botas adecuadas. Cuando una oveja se queda bajo un manzano, tiene el aspecto adecuado, y del árbol cuelgan frutos marchitos y helados del color adecuado. Las ramas de píceas que flanquean los cimientos de las casas las protegen del viento de invierno real, y la luz que se apaga en el cielo a las cuatro de la tarde se enciende automáticamente en las lámparas amarillas de dentro, revelando ante el conductor sentimental unos interiores de una perfecta seguridad, cocinas llenas de una paz justa y perdurable. (O eso le parece al viajero que se acerca a su hogar).

En Maine, incluso el periodismo tiene un cariz travieso que me hace sentirme en casa. El editorial de nuestro periódico semanal, después de llamar a DeVoto a capítulo por sus comentarios despectivos, acababa con una nota de una torpeza delirante. El editorialista animaba firmemente a DeVoto a que volviera para echar un segundo vistazo y viera el verdadero Maine. Luego añadía: «Nota: DeVoto ha muerto desde la publicación de su artículo».

Benny DeVoto, un buen luchador en todas las buenas causas, disfrutaría muchísimo de esta, si en efecto pudiera regresar a echar un último vistazo.

La temporada de cacería de ciervos de 1955 ha tocado a su fin. Un día de la semana pasada, la mitad de los cazadores del pueblo se reunieron en la zona pantanosa que se encuentra al sur, entre la carretera y la costa, para dar una última vuelta. Cuando fui al pueblo por la tarde, había un tipo con un rifle en cada cruce de caminos, y los gritos de los ojeadores se oían a lo lejos en el bosque. La voz de uno de ellos era mucho más fuerte y clara que las otras, un sonido parecido al de un insecto que sugería la...



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