E-Book, Spanisch, Band 516, 468 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Albinia Cuando los dioses escriben el libro del destino
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19744-64-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 516, 468 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-19744-64-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Alice Albinia (Londres, 1976) estudió Literatura Inglesa en Cambridge e Historia del Sudeste Asiático en la Universidad de Londres. Trabajó durante dos años en Delhi como periodista y editora, y, fruto de aquella experiencia son sus obras Empires of the Indus, un libro de viajes por Pakistán, India, Afganistán y el Tíbet (Premio Somerset Maugham) y la novela Cuando los dioses escriben el Libro del Destino.
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2
Hari codeó ligeramente a su mujer.
—Lila, ya se ve la India.
Ella levantó la vista del periódico que había estado aparentando leer y miró por la ventanilla del avión. Todavía no había mucho que ver: una amplia extensión de tierra marrón salpicada de verde, vías fluviales que parecían hilos desde esta distancia, esos campos delgadísimos de los que el país dependía para su alimento.
—Pronto volaremos sobre Delhi —dijo Hari, intentando contener su entusiasmo—. Connaught Place, la tumba de Humayun, India Gate, el río Yamuna.
—¿De verdad entramos volando sobre la ciudad? —preguntó Lila—. Lo dudaba. El aeropuerto estaba al sudoeste.
Pero Hari no estaba escuchando.
—Ha cambiado por completo desde la última vez que estuviste aquí. Ahora, más allá del río hay mucho desarrollo. En aquellos lugares selváticos al sur, donde había matorrales y polvo, solo hay casas. Oficinas por todos lados, y nuevas carreteras, y coches de todo tipo, de todas partes.
Lila asintió. Había escuchado antes esta maravillosa historia muchas veces: los huertos de tamarisco y mango mágicamente transformados en edificios altos; las colonias de viviendas y mercados que habían brotado a orillas del río; y, sobre todo, la llegada de los llamativos y sonoros iconos de la modernidad: teléfonos móviles, capuchinos, sucursales de cadenas comerciales.
—Ya verás —siguió Hari—. No es la ciudad que dejaste.
—Veremos —concedió ella.
Volvió a bajar la vista hacia el periódico que tenía sobre el regazo. Una azafata sonriente se lo había puesto en las manos mientras embarcaban. Era un tabloide de Delhi, el Delhi Star, con fecha del día anterior, jueves 8 de noviembre de 2001; un periódico que el dinero de Hari había ayudado a financiar. Durante las siete horas anteriores lo había dejado yacer ahí, sin abrirlo, como si al ignorarlo pudiese ser capaz de postergar el momento del regreso de manera indefinida; del mismo modo en que durante los últimos veinte años había evitado cualquier noticia de la India: ni historias de sus tías (no tenía ninguna), del Partido del Congreso (no se preocupaba), o el destino de sus poetas, sus radicales, sus ríos (borró de la mente esas cosas que amaba con un cuidado escrupuloso, implacable). Hari, por su parte, siempre había hecho todo lo posible por llevar esos ruidos caóticos ante la puerta de Lila. Cuando el trabajo le condujo a Jackson Heights, regresó a su apartamento cerca del Metropolitan portando con ternura cajas de guayabas y mangos; ella supo, por la mancha roja sobre la frente y la mirada particularmente vidriosa, que había ido de visita al templo. Fue incluso peor después de los viajes a Delhi: entonces sus prendas olían diferente, su discurso sonaba extranjero, y la mirada-templo se apoderó de su persona, de modo que cuando sacó de la maleta saris de seda brocada para ella, y jabón de sándalo, y noticias del último escándalo de su hermano Shiva Prasad, y explicaciones intensas sobre los efectos de la liberalización económica, ella siempre supo qué sería lo próximo.
—¿Y si volvemos en otoño? —suplicaría él al colocar de nuevo la maleta vacía en el armario—. ¿Solo de vacaciones? ¿A Kerala? ¿O Goa?
Pero ella negaba con la cabeza todas las veces.
—Ahora no hay nada para mí en la India, ya lo sabes.
Y él asentiría, resignado a este veredicto vacío, hasta la siguiente ocasión.
Mientras la voz del piloto surgía por el sistema de megafonía, avisando a los pasajeros de que se abrochasen los cinturones para el aterrizaje en Delhi, Lila levantó el periódico en sus manos, lo sopesó, como si su peso pudiese decirle algo. Después se mordió el labio y miró fijamente la primera plana, donde se narraba una historia acerca del trato que el dictador militar de Pakistán había hecho con los estadounidenses, y una fotografía del primer ministro de la India, hindú de derechas: un hombre cuyo rostro macizo, de aspecto adormilado, no dejaba traslucir su política siniestra, sectaria. Una columna al pie hablaba de una distensión cultural entre los dos vecinos, en relación con el intercambio de importantes antigüedades. Era justo como ella pensaba: bajo el destello, la misma India de antaño.
—Hay un artículo sobre la esposa del profesor Chaturvedi —apuntó Hari, sin dejar de mirar por la ventanilla.
—¿Sí? —preguntó Lila.
El corazón empezó a latirle con fuerza.
—Escribía poemas —observó Hari—. Su marido, el profesor Chaturvedi, los publicó después de que ella muriese.
—¿En serio?
Hojeó rápidamente las páginas interiores, echando un vistazo a las fotografías de la alta sociedad de Delhi y las noticias de provincias. Llegó al final, a las finanzas y el críquet.
—No lo veo —dijo, tratando de mantener la voz tranquila.
—Está en la sección de Cultura —contestó Hari—. Acaba de aparecer un nuevo poema suyo. Con qué familia literaria va a casarse mi sobrina. Te resultará interesante conocerlos en la boda, estoy seguro.
—Sin duda —respondió Lila.
El artículo estaba firmado por un periodista llamado Pablo Fernandes, que explicaba cómo, durante tres cortos años a finales de los setenta, Mira Chaturvedi tejió una serie de poemas ricamente entrelazados con referencias a la cultura épica de la India, salpicados de testimonios velados de la propia experiencia de la poeta, y más tarde, dos años después de tener gemelos, Ashwin y Bharati, y alrededor de doce meses después de que la musa la abandonase, murió cuando un camión a toda velocidad la arrolló una mañana temprano, en Delhi, mientras su esposo estaba fuera, en Bombay. Una pequeña colección de lo que se creyó que era el trabajo de toda su vida se publicó tras su muerte. De modo que este poema, este nuevo descubrimiento, arrojaba una «luz fascinante» sobre la obra de Mira. Pablo Fernandes posibilitó gran parte de la primicia: explicó que el sobre recibido en las oficinas del periódico en Delhi solo contenía una hoja de papel, el poema manuscrito. No había ninguna explicación, ni la dirección del remitente, nada. El poema titulado «El último dictado» era una composición de nueve shlokas con métrica anustubh, firmado por «Lalita», la identidad poética que adoptó Mira. Pero «lo más intrigante de todo» eran ciertos versos: «Al escribir, defendemos a nuestros hijos, / este último poema es nuestra arma, / una hermandad femenina de sangre y tinta: / Prueba de nuestra colaboración», que parecían insinuar que Mira no era la única autora de ese trabajo. «Parece ser uno de los interrogantes literarios más socarrones de la India», escribió Pablo Fernandes antes de concluir con una descripción de la poeta, una mujer a la que muchos se referían como a una escultura de las que se encuentran en Khajuraho que hubiese cobrado vida. Publicaban una fotografía suya en blanco y negro para probarlo.
Lila bajó la mirada para observar fijamente la foto de su hermana, toda ella pelo largo, negro, y ojos coquetos; el pie de foto incluso la llamaba «sirena literaria». Mira murió tanto tiempo antes que Lila había aprendido a contener la catástrofe de su pérdida, ocultarla del mundo, ocultarla incluso de Hari, a quien jamás le contó que una vez tuvo una hermana. Pero la fotografía la pilló desprevenida, y la tristeza la recorrió como si la muerte fuese reciente. Con rapidez, inclinó la cabeza sobre el poema y sus ojos se deslizaron por los versos, viéndolos pero sin leer, mientras las lágrimas desdibujaban las palabras que ella conocía de memoria, las palabras que Mira y ella escribieron juntas.
Levantó la vista de repente, preguntándose si Hari había descubierto de algún modo que Mira Chaturvedi era su hermana, si esta boda sorpresa no era, de hecho, una trampa inteligente, una forma de volver a ponerla en contacto con todo lo que ella había desterrado con tanto éxito durante las últimas dos décadas. Pero pudo ver que su marido ya se había olvidado del artículo de prensa. En vez de eso se estaba poniendo tenso por la alegría del instante en que las ruedas del avión tomasen tierra: ya se estaba anticipando al momento en que se desabrochase el cinturón, sacaran el equipaje del compartimento superior y la arrastrase de la mano para ir a la ciudad.
Ella cerró el periódico y se reclinó en su asiento. ¿Quién podía haber enviado el poema al diario? Vyasa no, desde luego. Se estremeció al pensar en él, con su sonrisa seductora, el pelo echado hacia atrás, los ojos que tenían el hábito de dulcificarse cuando se posaban en mujeres por las que sentía predilección. Durante años lo había mantenido fuera de su pensamiento, había tratado de olvidar su forma de hablar en público, brusca, segura de sí misma, y aquellas confidencias susurradas, un contraste tan asombroso, que utilizó como un hechizo con Mira. Pero ahora Hari la estaba obligando a recordar. Más que eso, la estaba obligando a ser parte de la familia de Vyasa. Mientras el avión avanzaba, ya casi en Delhi, Lila se preguntó por qué había permitido que Hari la convenciese para regresar a la tierra en la que creció, cuando durante años había trabajado duro para olvidarla.
Recordó el momento en que Hari soltó la noticia. Fue típico de él, de su sentido de la eficiencia, de su miedo a enfrentarse cara a cara con el desagrado de ella, elegir una conversación vía móvil como medio para comunicarle algo tan trascendental. Eran las ocho y media de la mañana; ella estaba dando su paseo habitual por Central Park.
—He llegado a la oficina...