E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Arpino Un hombre cualquiera
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-129125-5-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 176 Seiten
ISBN: 978-84-129125-5-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Giovanni Arpino (1927-1987) nació en Pula, en la actual Croacia, donde estuvo destinado su padre militar cuando caía bajo dominio italiano. Se trasladó primero a Bra y luego a Turín, donde pasó el resto de su vida. En 1952 publicó su primera novela, Sei Stato Felice. Sus libros le valieron el Premio Strega en 1964, el Campiello en 1972, el Super Campiello en 1980 y el Premio Cento en 1982. Es autor de dieciséis novelas y casi doscientos cuentos, poemarios y libros infantiles. Fue colaborador habitual en los periódicos La Stampa e il Giornale.
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Prólogo
Notas sobre un desconocido
Giovanni Arpino es un ilustre desconocido entre nosotros. Que yo sepa, fue en su día la segunda novela suya que se publicaba en España. La primera, , que fue por cierto la penúltima que escribió, se tradujo con anterioridad y no recuerdo que obtuviera mucha atención de la crítica, aunque es, sin duda, una cautelosa obra maestra. Tal vez sea eso, la cautela y la extrema contención de su escritura, lo que ha disuadido a una parte de los críticos españoles de otorgar a Giovanni Arpino la relevancia que merece. Entre nosotros es prestigioso el énfasis, que suprime automáticamente la sospecha de la vacuidad, pero son más prestigiosos todavía el voluntario hermetismo y la irresponsable profusión de los materiales narrativos, hasta tal punto que algún escritor podría repetir con vanidad, aunque no sé si también con orgullo, aquella jactancia de don Luis de Góngora: «Gloria me ha dado hacerme oscuro». Arpino, en cambio, parece transparente, de una claridad tan pura que casi resulta dolorosa, como el frío de una mañana de invierno. Su técnica logra ser tan invisible, es decir, tan eficaz, que se diría que no la tuviera.
, una historia simple y de progreso lineal, nos es contada en tercera persona, alternando puntos de vista sucesivos. muestra una trama que parece aún más sencilla: se trata de un diario, y no demasiado largo, porque su primera anotación corresponde a un diez de diciembre y la última al dos de enero.
Durante ese tiempo, el narrador, un hombre ordenado y solitario, de mediana edad, vive la intriga y el tibio éxtasis de un amor cuyo desenlace no nos es permitido conocer. Es un hombre mediocre, un hombre oscuro al que imaginamos caminando con abrigo y sombrero por las calles adoquinadas de un lluvioso Turín de los años cincuenta, una ciudad en blanco y negro, con horizontes suburbanos de edificios y grúas, con fachadas de piedra ennegrecidas por la humedad del invierno y los motores de los automóviles. Enseguida nos viene a la memoria el Turín de Pavese, y vislumbramos las lejanías horizontales y ausentes de Federico Fellini, una cierta manera italiana de mirar las ciudades, con familiaridad y extrañeza, como miraba Bassani las calles amuralladas de Ferrara.
Pero la estirpe a la que pertenece este narrador no es sólo italiana. Se trata de un hombre excluido de la vida, sin heroísmo ni tragedia, un empleado apacible y mediocre, de esos que parece que aspiran a la invisibilidad, como Leopold Bloom, como Bartleby, el escribiente de Melville, como Franz Kafka y como los personajes de Franz Kafka. Se parece, sobre todo, a alguien que caminaba cada mañana a la misma hora para ingresar en una oficina situada en la Rua dos Douradores, en Lisboa: el apócrifo escritor Bernardo Soares, que trabajaba, igual que él y que Fernando Pessoa, en una firma exportadora como redactor de cartas en lenguas extranjeras, que rondaba también los cuarenta años y vivía irrevocablemente solo, que iba a comer a un restaurante barato. No cabe duda de que al escribir Giovanni Arpino no conocía el . Pero hay un aliento común en su novela y en las páginas descabaladas de Pessoa, en la inmediatez de la experiencia narrativa que fingen los dos. Ambos están solos y escriben para sí mismos, y la escritura que emprenden es la afirmación íntima de la soledad, el espacio de una conciencia aislada que solo se revela a sí misma en el silencio, en el acto secreto de encerrarse en una habitación, abrir un cuaderno y ponerse a escribir para nadie. Bernardo Soares suscribiría con exactitud las palabras del narrador de Arpino: «Nunca he comprendido, nunca he aprendido ni osado; tengo cuarenta años y me veo incapaz de tomar una decisión y de afrontar las cosas con la entereza necesaria. Siempre me he ocultado».
Todos los actos de este hombre, Antonio Mathis, forman parte de una estrategia de ocultismo y de simulación. En el trabajo cumple cuidadosamente sus tareas para fingir que le importan. De vez en cuando finge que desea a una mujer de la oficina, a la que intuimos tan solitaria como él, pero más vulnerable a la pasión. Se cruzan de vez en cuando por un pasillo en penumbra, él la toca, se acarician con fugacidad y torpeza. Por la tarde, Mathis se encuentra con su novia, va con ella al cine y a veces se acuestan juntos, sin estremecerse nunca: pues también finge que está con ella, pero permanece ausente, perdido en el interior de sí mismo, en la indiferencia y la ficción. Si en toda novela la primera frase es la definitiva, porque ha de contenerla entera, las primeras palabras de nos instalan sin vacilación en la categoría moral de su protagonista: «Soy un cobarde».
Que la novela adopte la forma de diario no es una elección técnica casual, entre varias posibles, sino la metáfora precisa del mundo que se nos cuenta en ella. En un narrador en tercera persona —y por lo tanto invisible en la trama— va contando la historia desde los puntos de vista de cada personaje, introduciéndose en sus conciencias con hondura diversa, unas veces rondando solo los actos exteriores y juzgando los indicios que observaría un testigo, otras convirtiéndose en la voz más oscura de un alma. De ese modo, la narración consigue envolvernos en un doble juego de proximidad y de lejanía, y nuestra mirada gira alrededor de los personajes a un ritmo lento y discontinuo, igual que todos ellos se mueven y se encuentran y se desconocen en una trama circular que es en el fondo una danza de la Muerte. El narrador en tercera persona es siempre una criatura misteriosa y singularmente libre, como un extraño que se moviera con sabiduría y desenvoltura por las habitaciones de la casa donde viven otros, que no pueden verlo, que sirven a su voz. Esa pluralidad de perspectivas, unificadas al mismo tiempo por el tono de la escritura, ilumina sucesivamente la historia igual que se desliza la luz sobre las facetas de un prisma. Su centro se desplaza como la mirada de un viajero que camina entre los árboles de un bosque: el punto de vista, como el punto de fuga, es móvil. La verdad que conocemos al final de la novela es fragmentaria, de modo que solo en nuestra imaginación se completa la historia: es así como nuestra pupila, al mirar las manchas de color sobre el lienzo, las convierte en las figuras y en las luces de un cuadro, y como en una película los convulsos materiales filmados se constituyen en una sola secuencia visual y temporal.
Muchos escritores han usado y usan ese artificio técnico. Lo que distingue a Arpino —y a otros novelistas italianos— es la naturalidad y la limpieza de la ejecución, tensa como un nervio de acero, inflexible y a la vez liviana, tan escondida como la legitimidad de esa voz narradora que está en todas partes y no pertenece a nadie, ni siquiera al novelista, que se desvanece detrás de sus palabras. Hay narradores que despliegan enfáticamente ante nosotros las sofisticaciones y las astucias de su técnica como un pavo real que abre su cola. Arpino procura ocultarlo todo, o dejarlo en un segundo término, porque sin duda sabe que lo que importa de una novela es que nos cuente la verdad y que nos enseñe a vivir y a morir, y no que nos ilustre sobre la gramática o sobre el monólogo interior.
En una narración en tercera persona el acto de la escritura está desvinculado de la materia que nos cuenta. La primera persona, en cambio, se compromete con la acción, ocupa en ella un lugar tan preciso como el de cualquiera de los personajes. Hay un paso más allá, que es muy excitante para quien escribe y tal vez también para el lector, y es ese momento en que el centro de la narración es el acto mismo de escribir. Pensemos en Robinson Crusoe, cuando escribe su diario, diluyendo la tinta en agua para que le dure más: la historia que estamos descubriendo nos ha sido legada por el mismo que la vivió —hablo, desde luego, en los términos de las normas interiores de la ficción, no de su correspondencia con la realidad, que es irrelevante— de tal modo que Robinson no es solo un hombre que ha naufragado, sino también, y sobre todo, alguien que se sienta a escribir. El acto de contar se establece en el mismo ámbito que las cosas contadas, y así las palabras tienen su mismo temblor, una materialidad casi acuciante. Igual ocurre con el , con el , con : el libro existe porque alguien lo escribe ante nosotros, y el progreso de la escritura es paralelo al de la historia.
Pero la elección de la primera persona supone un desafío técnico que más de una vez conduce al novelista a callejones sin salida, a ese instante ominoso en que no sabe cómo decir aquello que tiene que decir. Una novela, básicamente, contiene una cierta información que ha de ser graduada para provocar algunos efectos y eludir otros, y que ha de proceder de fuentes legítimas dentro del orden que ella misma ha creado. El narrador omnisciente del que hablé más arriba, el que se mueve con soltura de un personaje a otro y transita sin impedimentos por los planos temporales, puede ofrecer cualquier material que le convenga al novelista, pues su soberanía sobre la información es absoluta. El narrador en primera persona, en cambio, está sujeto a una sola perspectiva, y la información que posee y la que le es permitido darnos...




