E-Book, Spanisch, Band 361, 308 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Bentley Philip Trent y el caso Trent
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17454-29-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 361, 308 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-17454-29-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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E. C. BENTLEY (Londres, 1875-1956) estudió en el St. Paul School y trabajó en el Daily News y el Daily Telegraph. La secuela de El último caso de Philip Trent (1913), Trent's Own Case, no vería la luz hasta veintitrés años después.
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Capítulo II
Una hojita de papel
La señorita Yates, por su parte, no se había percatado de la breve escena precedente, y ahora estaba entregada en cuerpo y alma, y con gran satisfacción, a observar lo que ocurría. Tomó nota del cambio en el ambiente del vagón cuando el tren dejó atrás la estación y fue ganando velocidad. Algunos pasajeros, que habían estado enfrascados en despedidas prolongadas y dolorosas, recobraron la compostura. Parecían más vivaces y menos inhibidos. Estaban en puertas de una especie de vida nueva, en la cual, durante un tiempo, se verían libres de las convenciones sociales y la curiosidad del prójimo. Consciente o inconscientemente, esperaban poder ser ellos mismos. Además, iban rumbo al sur, dejando atrás la neblina y la llovizna. Prevalecía la sensación de alivio a la que se refieren los médicos cuando utilizan la delicada expresión «cambio de aires».
Sonriendo, la señorita Yates se puso cómoda e inspeccionó el vagón con la mirada. Había un toquecito de lujo que le pareció tremendamente relajante. El menú no tenía un aspecto demasiado apetecible, pero para ella cenar a bordo del tren tenía algo de aventura. Y el camarero era tan agradable y cortés, sobre todo después de pedir media botella de borgoña...
Cuando sirvieron la cena, empezó a observar con tranquilidad a sus compañeros de viaje, y se hizo una composición imaginaria de sus vidas. Porque la señorita Yates sentía una ardiente curiosidad por todos los desconocidos con los que entraba en contacto, y se entretenía atribuyéndoles historias personales. A veces disfrutaba del placer adicional de cotejar lo que suponía con los hechos que se revelaban más tarde.
Apenas dudó a la hora de tomarle la medida al hombre alto, envarado y distinguido, vestido de manera atildada y con un cuidadísimo bigote gris, que era quien tenía sentado más cerca, leyendo una revista. Casi militar, pero no del todo, decidió; más intelectual. Algo diplomático, sin duda alguna; tal vez un embajador recién nombrado o un ministro. Su conjetura no le habría hecho gracia a su objeto, que se envanecía de su porte completamente marcial. En realidad, era un eminentísimo catedrático de Historia de camino a Túnez, donde esperaba poder comprobar nuevos datos relativos a la batalla de Tapso que destrozarían la reputación de otro historiógrafo eminente al que se la tenía jurada desde hacía años.
La señorita Yates no estuvo mucho mejor encaminada con el joven bien vestido y de magnífica presencia en quien se fijó a continuación. Pensó que la nariz ligeramente torcida aumentaba no poco su atractivo; había observado a menudo que en los hombres los rasgos demasiado regulares con frecuencia iban de la mano de una presunción indeseable. Tal vez se pudiera considerar que tenía el pecho y los hombros demasiado desarrollados, pero eso solía ocurrirles a los remeros, que normalmente eran chicos estupendos; y la señorita Yates decidió que aquel joven era un universitario de Cambridge que iba a visitar a sus padres en el extranjero. Sin duda la ropa que llevaba era como tenía que ser. Durante la cena, dio muestras de tener muy buen apetito, y no bebió más que unos sorbos de agua mineral, mientras estudiaba feliz una carta que la señorita Yates supuso le habría enviado una chica. Se preguntó qué le habría hecho el joven a su oreja izquierda.
El estado de dicho órgano, ¡ay!, no era propio de un joven como él. La señorita Yates estaba contemplando los inicios de una deformación causada por los golpes de Baker Isaacs, de Hoxton; y el joven era el Cañonero Brand, antiguo campeón de los pesos pesados del Ejército, poseedor del cinturón Abingdon, ganador de una serie de lucrativos combates profesionales y aspirante al título mundial que se celebraría tres meses más tarde. Iba a encontrarse con su entrenador en su retiro del cabo de Antibes, y se hallaba leyendo y releyendo una larga carta de su prometida, que en su opinión no tenía rival en el mundo entero.
La señorita Yates erró menos en su juicio de la pareja vecina. Su rápida ojeada captó una multitud de detalles de expresión y apariencia. A la bellísima muchacha la catalogó, sin vacilar y con toda la razón, como una estúpida vanidosa, egoísta y de mal corazón. Su actitud con los camareros del tren, cuando sirvieron la cena, se le antojó a la señorita Yates el colmo de esa clase de altanería de la alta sociedad inglesa que retratan las películas estadounidenses. El joven, con quien a todas luces acababa de contraer matrimonio, era un necio débil, aunque no exento de encanto. Todo en ellos traslucía una riqueza considerable; y la señorita Yates meditó, no por primera vez, acerca del peligroso grado en que aparece representada entre los ricos la más completa inutilidad.
Tal vez a quien mejor entendía era al tipo de hombre que había estado a punto de perder el tren. Le gustaba su cara, con las líneas bien definidas y el hoyuelo en la barbilla. De unos treinta años, se dijo; un sujeto serio; de mente curtida y trabajador; médico, tal vez; comedido por lo general, pero que ahora daba señales de enfermedad y de agitación casi incontrolable. Su aspecto tenía algo temerario y atormentado. A la poco moderna mente de la señorita Yates se le ocurrió la palabra «byroniano». ¿Tal vez le hubieran roto el corazón? La señorita Judith creía en los corazones rotos, pero había aprendido que pueden romperse de diversas maneras. Sin duda, aquel hombre estaba desesperadamente preocupado por algo. Apenas cenó, y se bebió una botella de champán entera sin que por ello pareciera animarse. Cuando levantaba la copa, le temblaba la mano. La señorita Yates pensó que tal vez estuviera huyendo de la justicia; sin embargo no concebía que fuera un facineroso.
En cuanto hubo acabado el champán, llamó al camarero para que limpiase la mesa a la que se sentaba a solas. Una vez despejada, puso encima su morral y lo abrió. La señorita Yates pudo ver que sobre lo que contenía había unos cuantos fajos de papeles, todos asegurados con gomas; y el hombre procedió a reunirlos en un paquete compacto, envuelto en una hoja de periódico y atado con cordel. Tras volver a meterlo en la bolsa, sacó unos cuantos folios que puso ante sí en la mesa.
Cerrando la bolsa como si estuviera ocultando un secreto culpable, se puso a escribir afanosamente con un lapicero. La señorita Judith podía seguir las idas y venidas de su inspiración desde donde estaba sentada. Llenaba hojas de grandes garabatos y a continuación, dando muestras de desaprobación, parecía volver a empezar de cero.
«¿Será escritor?», se preguntaba la señorita Yates. «Pero sin duda nadie puede componer a semejante velocidad. Y no tiene aspecto de literato. A lo mejor es periodista..., aunque ¿un periodista vacilaría tanto? A lo mejor está preparando un discurso... Sin embargo, por otra parte, parece la clase de hombre que siempre sabe lo que quiere decir, y lo dice sin rodeos».
Mientras la señorita Yates se divertía con estas elucubraciones, el hombre seguía escribiendo. A la postre, rechazando el enésimo borrador, se detuvo y reflexionó; a continuación, garrapateó lo que parecía un documento más breve. Al soltar el lapicero, sus ojos se encontraron con los de la señorita Yates, y pareció como si sus azules ojos, atentos a algo que estaba mucho más lejos, la atravesaran. Al menos, eso esperaba ella, porque lo vio temblar violentamente antes de apartar la mirada, con la sensación de que estaba viendo a hurtadillas algo que no tenía derecho a ver.
Miró distraída alrededor del vagón, y se dio cuenta de que los pasajeros se estaban preparando para llegar a Newhaven. Algunos se guardaban en los bolsillos, con aire medio furtivo, los cigarrillos o el tabaco de las maletas, para esquivar a la Aduana francesa. Otros, todavía más avergonzados, engullían píldoras y pastillas de medicamentos que prometían plantar cara al demonio del mareo.
La señorita Yates siguió su ejemplo y se preparó para pasar al barco. No tenía miedo a marearse, ni tabaco que esconder, pero preparó los billetes y el pasaporte. Su mirada volvió a detenerse en el viajero alterado. Este había doblado la última versión y la había introducido en un sobre largo. Enrolló el resto de lo que había escrito y lo metió debajo del paquete forrado de periódico que la señorita Yates ya había visto.
Cuando el tren se detuvo en el andén, fue el primero en salir del vagón de primera, y la señorita Yates reparó en que, al levantarse de su asiento, una corriente de aire movió una delgada hoja de papel, sin que él se diera cuenta, y la hizo caer al suelo del tren. Se trataba, sin duda alguna, de una página arrancada de una agenda, ya que tenía un encabezamiento con fecha impresa en gruesas letras mayúsculas y, debajo, notas borroneadas con lapicero. La señorita Yates no pudo por menos que verlo al agacharse para recogerla. Para entonces el hombre ya iba encabezando un torrente de pasajeros que salía, y, cuando ella pisó el andén, no lo vio.
«Pero seguro —pensó— que cruza a Dieppe, y he de verlo a bordo del barco».
Efectivamente, allí estaba, recorriendo la cubierta superior con rápidas zancadas por el lado de estribor. La señorita Yates se ocupó, antes de nada, de dejar su propio equipaje bien colocado. A la postre, el tumulto de la estiba y de las amarras al ser soltadas desapareció; el vapor comenzó a navegar hacia Francia lentamente. En aquel momento, la señorita Yates se acercó al hombre que tanta simpatía le había despertado.
—Señor, al salir del tren —dijo sin ninguna clase de prolegómeno nervioso—, se ha dejado esta hojita de...




