Bentley | Trece casos para Philip Trent | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 369, 252 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Bentley Trece casos para Philip Trent


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17624-53-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 369, 252 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-17624-53-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



«Para recomendar este libro basta con decir que Trent en pequeñas dosis es, como mínimo, igual de bueno que Trent en sus versiones más largas».  Saturday Review of Literature En 1938, el novelista E. C. Bentley decidió recoger en un solo volumen todos los relatos protagonizados por su más famosa e irrepetible creación literaria: el artista y detective aficionado Philip Trent. El resultado fue una variada y entretenidísima colección de trece historias -entre las que destaca especialmente «El golpe estupendo», incluida a menudo en las antologías de las mejores muestras del género- que van desde el fraude y la malversación hasta el asalto y el crimen y que pondrán a prueba el ingenio y las habilidades deductivas del más elegante y educado investigador de la edad dorada de la ficción detectivesca inglesa.

E. C. BENTLEY (Londres, 1875-1956) estudió en el St. Paul School y trabajó en el Daily News y el Daily Telegraph. La secuela de El último caso de Philip Trent (1913), Trent's Own Case, no vería la luz hasta veintitrés años después.
Bentley Trece casos para Philip Trent jetzt bestellen!

Weitere Infos & Material


I
El tabardo auténtico

La primera vez que los Langley visitaron Europa, Philip Trent los conoció por casualidad, en una cena del agregado naval estadounidense. Durante el aperitivo que precedió a la cena, se fue acercando poco a poco a George D. Langley, porque era el hombre de mejor aspecto de la habitación (alto, de constitución fuerte y aire juvenil, de rostro sonrosado, rasgos vigorosos y descomunales, y una mata de pelo canoso).

Hablaron acerca de la Torre de Londres, el Cheshire Cheese y el zoo, todos los cuales habían visitado los Langley aquel día. El agregado le dijo a Trent que Langley era un pariente lejano, que había amasado una gran fortuna fabricando material para ingenieros delineantes, era un ciudadano prominente de Cordova, Ohio, sede principal de su compañía, y estaba casado con una Schuyler. Aunque no tenía claro qué era una Schuyler, Trent dedujo que casarse con una era estupendo, y esa impresión se vio confirmada cuando en la cena le tocó sentarse al lado de la señora Langley.

Esta siempre daba por hecho que sus asuntos eran el tema de conversación más interesante y, puesto que era una interlocutora vivaz y divertida, además de una mujer hermosísima y de buen corazón, solía acabar teniendo razón. Le contó a Trent que le pirraban las iglesias antiguas, y que ya había perdido la cuenta de cuántas había visto y fotografiado en Francia, Alemania e Inglaterra. Trent, a quien le gustaban mucho las vidrieras del siglo XIII, mencionó Chartres, que según la señora Langley era, efectivamente, de una perfección indescriptible. Trent le preguntó si había estado en Fairford, en Gloucestershire. Había estado y declaró con énfasis que fue el mejor día de toda su estancia en Europa; no por la iglesia, que, sin duda, era hermosa, sino por el tesoro que encontró aquella tarde.

Trent le pidió que le contase más, y la señora Langley le explicó que era una historia sensacional. El señor Gifford los llevó a Fairford en su coche. ¿Trent conocía al señor Gifford..., W. N. Gifford, que vivía en el Hotel Suffolk? A la sazón estaba en París. Trent tenía que conocerlo, porque nadie sabía tanto de vidrieras, adornos religiosos, oropeles y antigüedades en general como el señor Gifford. La primera vez que lo vieron estaba haciendo esbozos de tracerías en la Abadía de Westminster, y se hicieron muy amigos. Los había llevado a muchos sitios de las cercanías de Londres. Conocía bien Fairford, claro, y lo pasaron muy bien.

Al volver a Londres, después de cruzar Abingdon, el señor Gifford dijo que era la hora del café, que siempre tomaba a eso de las cinco —era un café excelente; se lo preparaba él mismo y lo llevaba en un termo—. Aminoraron la velocidad para buscar un buen lugar en el que detenerse, y a la señora Langley le llamó la atención un nombre extraño en una señal de un desvío de la carretera (no sé qué EPISCOPI). Sabía que quería decir «obispos», lo cual era interesante; así que pidió al señor Gifford que detuviese el coche para descifrar el rótulo castigado por las inclemencias del tiempo al estar a la intemperie. La señal decía: SILCOTE EPISCOPI 800 M.

¿Le sonaba a Trent? Al señor Gifford, tampoco. Pero aquel nombre delicioso, dijo la señora Langley, le bastaba. Tenía que haber una iglesia y, además, antigua; y, de todas formas, le encantaría añadir «Silcote Episcopi» a su colección. Le preguntó al señor Gifford si, ya que estaban tan cerca, podían ir a sacar fotos antes de que oscureciese, y a lo mejor tomar allí el café.

Encontraron la iglesia, con la rectoría al lado. Un poco más allá se veía un pueblo. La iglesia se alzaba detrás del cementerio y, según avanzaban por el camino, repararon en una tumba cercada por una verja alta; no era una lápida alzada, sino horizontal, erigida encima de una base pequeña. Se fijaron en ella porque, aunque era antigua, no estaba desatendida o deteriorada, sino limpia de musgo y tierra, de manera que la inscripción era legible, y la hierba que la rodeaba estaba cortada y cuidada. Leyeron el epitafio de Sir Rowland Verey, y la señora Langley —así se lo aseguró a Trent— gritó de alborozo.

Un hombre que estaba podando el seto que rodeaba el cementerio los miró con suspicacia cuando gritó, pensó ella. Dedujo que seguramente se trataba del sacristán, así que adoptó un aire encantador y le preguntó si había inconveniente en que fotografiase la inscripción de la lápida. El hombre dijo que, que él supiese, no lo había, pero que quizá debería hablar con el vicario, porque la tumba era suya, en cierta forma; esto es, era la tumba del bisabuelo del vicario y siempre la tenía atendida. Ahora estaría en la iglesia, muy probablemente, si querían verlo.

El señor Gifford dijo que en todo caso bien podían echar un vistazo a la iglesia, que, pensaba, podía valer la pena. Hizo notar que no era muy antigua —más o menos de mediados del siglo XVII, diría—. Una párvula iglesita, pobre, dijo la señora Langley con sarcástico regocijo. En un lugar con un nombre como ese, dijo el señor Gifford, probablemente hubiera habido una iglesia varios siglos más antigua, pero quizá se había quemado, o derrumbado, y aquel edificio la había sustituido. Así que entraron en la iglesia; y al punto el señor Gifford se quedó maravillado. Señaló que el púlpito, el coro, los bancos, las vidrieras y el órgano de la nave oeste eran de la misma época. La señora Langley andaba atareada con la cámara cuando un hombre de mediana edad y rostro agradable surgió de la sacristía con un libro grande bajo el brazo.

El señor Gifford los presentó como un grupo de turistas que por casualidad se habían quedado prendados de la belleza de la iglesia y se habían aventurado a explorar el interior. ¿Podía el vicario hablarles de los escudos de armas de las vidrieras de la nave principal? Podía, y lo hizo; pero en aquel preciso momento la única crónica de familia que le interesaba a la señora Langley era la del propio vicario, y no tardó en abordar el asunto de la lápida de su bisabuelo.

Sonriendo, el vicario dijo que se apellidaba como Sir Rowland y que creía que era deber suyo cuidar de la tumba, ya que era el único Verey enterrado en aquel lugar. Añadió que el cabeza de familia podía disponer de aquella prebenda como quisiese, y que él era el tercer Verey vicario de Silcote Episcopi en el transcurso de doscientos años. Dijo que por supuesto la señora Langley podía fotografiar la lápida, pero que dudaba de que pudiera hacerlo en condiciones con una cámara portátil y por encima de la verja... y, claro está, la señora Langley contestó que tenía toda la razón. A continuación, el vicario preguntó si quería una copia del epitafio, que podía hacerle si tenían a bien ir a su casa, y su esposa les daría el té; lo cual, como Trent se imaginaría, les había encantado.

—Pero, señora Langley, ¿por qué le gustó tanto el epitafio? —preguntó Trent—. Por lo visto, hablaba sobre un tal Sir Rowland Verey... De momento, solo me ha contado eso.

—Iba a enseñárselo ahora —dijo la señora Langley, abriendo el bolso—. A lo mejor no le parece tan valioso como a nosotros. He mandado hacer un montón de copias para enviárselas a los amigos.

Y desdobló una cuartilla mecanografiada en la que Trent leyó:

En esta cripta están enterrados

los restos del

teniente general Sir Rowland Edmund Verey,

rey de Armas principal de la Jarretera,

caballero ujier de la Vara Negra

y

guardián del Canasto,

que dejó esta vida

el 2 de mayo de 1795

a los 73 años de edad,

confiando con serenidad

a los méritos del Redentor

la salvación de

su alma.

Asimismo están los restos de Lavinia Prudence,

esposa del anterior,

que alcanzó el descanso

el 12 de marzo de 1799

con 68 años de edad.

Fue mujer de fina inteligencia,

conducta amable,

economía prudente

y

gran integridad.

«Esta es la puerta del Señor;

los justos entrarán por ella»2.

—Sin duda, ha conseguido usted un buen ejemplar dentro de este estilo —observó Trent—. Hoy en día, por lo general, no vamos mucho más allá de un «en memoria de», seguido de los datos fundamentales. Por lo que respecta a los títulos, no me extraña que los admire, son como el sonido de las trompetas. También hay un remoto tintineo de dinero, me parece. En tiempos de Sir Rowland, Vara Negra era un puesto que probablemente mereciese la pena y, aunque no sé qué es el Canasto, sí recuerdo que su guardián era una de esas sinecuras jugosas que hacían que ser cortesano valiera la pena.

La señora Langley guardó aquel tesoro, dando unos golpecitos afectuosos al bolso.

—El señor Gifford nos dijo que el guardián tenía que recaudar no sé qué tasas legales a favor de la corona y que podía llegar a cobrar 7.000 u 8.000 libras al año por ello, pagando a otro hombre doscientas o trescientas por el trabajo real. Bueno, la vicaría nos pareció perfecta..., una casa antigua en la que todo era maravillosamente delicado y personal. Había un remo largo colgado de la pared del vestíbulo y, al preguntar al vicario por él, dijo que, cuando estuvo en Oxford, remó en la barca de All Souls College. Su esposa también era un encanto. Y ahora, ¡escuche!, mientras ella nos servía el té y el marido estaba haciéndome una copia del epitafio, nos habló del...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.