E-Book, Spanisch, Band 44, 140 Seiten
Reihe: Narrativa
Blasco Ibáñez Los muertos mandan
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-318-6
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 44, 140 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9953-318-6
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Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España. Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura. Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión nº 14 de Valencia y después en la logia Acacia nº 25. Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos. Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.
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Segunda parte
I
Febrer contemplaba su imagen, sombra transparente, de flotantes contornos por el estremecimiento de las aguas, a través de la cual veíase el fondo del mar con lácteas manchas de arena y bloques oscuros desprendidos de la montaña que se habían cubierto de costras vegetales.
Las hierbas marinas ondeaban temblorosas sus verdes cabelleras; frutos redondos semejantes a los higos chumbos agrupábanse blancuzcos en las aristas de las rocas; flores que parecían de nácar brillaban en la profundidad de las aguas verdes; y entre esta vegetación de misterio destacaban las estrellas de mar sus puntas de colores, apelotonábase el erizo como un borrón negro lleno de púas, nadaban inquietos los caballitos del diablo, y un chisporroteo de plata y púrpura, de colas y nadaderas, pasaba veloz entre torbellinos de burbujas, surgiendo de una cueva para perderse en otra boca de insondable misterio.
Estaba Jaime inclinado sobre la borda de una pequeña embarcación que tenía su vela caída. En una mano sustentaba el volantí, largo hilo con varios anzuelos que casi tocaba el fondo del mar.
Era cerca de mediodía. El barquichuelo estaba en la sombra. A espaldas de Jaime extendíase con grandes sinuosidades de puntas salientes y profundas escotaduras la costa bravia de Ibiza. Ante él erguíase el Vedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura, que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra del coloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más allá de su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo la luz del Sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiar fuego.
Jaime venía a pescar todos los días de calma en un estrecho canal, entre la isla y el Vedrá. Era en los días buenos un río de agua azul, con peñascos submarinos que asomaban sobre la superficie sus cabezas negras. El gigante se dejaba abordar, sin perder por eso su aspecto imponente, duro y hostil. Así que refrescaba el viento, las cabezas medio sumergidas se coronaban de espuma, lanzando rugidos; montañas de agua penetraban sordas y lívidas en la marítima garganta, y había que izar la vela y huir cuanto antes de este callejón, caos ruidoso de remolinos y corrientes.
En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que había navegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaime desde que éste llegó a Ibiza. «Cerca de ochenta años, señor», y no dejaba un solo día de embarcarse para pescar. Ni enfermedades ni miedo al mal tiempo. Tenía el rostro curtido por el Sol y el aire salitroso, pero con pocas arrugas. Las piernas, enjutas y al descubierto bajo unos pantalones arremangados, tenían la piel fresca y tirante de los miembros vigorosos. La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba ver una pelambrera gris, del mismo color que su cabeza, cubierta con una gorra negra —recuerdo de su último viaje a Liverpool—, con una borla encarnada en el vértice y ancha cinta a cuadritos blancos y rojos. Llevaba adornado el rostro con estrechas patillas y de sus orejas pendían unos aretes de cobre.
Jaime, al conocerle, había sentido curiosidad por estos adornos.
—De chico fui grumete en una goleta inglesa —dijo Ventolera en su dialecto ibicenco, cantando las palabras con vocecita dulce—. El patrón era un maltés muy arrogante, con patillas y pendientes. Y yo me decía: «Cuando sea hombre, he de ser igual al patrón...» Aunque usted me vea ahora así, yo he sido muy pinturero y me ha gustado imitar a las personas que valen.
Los primeros días que Jaime pescó en el Vedrá olvidábase de mirar al agua y al aparejo que tenía en la mano, para fijarse en el coloso que se alza sobre el mar, despegado de la costa.
Amontonábanse las rocas, soldadas unas a otras, y al remontarse en el espacio, obligaban al espectador a echar la cabeza atrás para alcanzar con sus ojos la aguda cumbre. Los peñascos de la orilla del agua eran abordables. Penetraba el mar entre ellos, sumiéndose en las bajas arcadas de cuevas submarinas, refugio en otros tiempos de corsarios y depósitos ahora de los contrabandistas algunas veces. Podía caminarse saltando de peñasco en peñasco, entre cabinas y otras vegetaciones silvestres, por una parte de la orilla del Vedrá; pero más adentro la roca se elevaba recta, lisa, inabordable, en pulidas paredes grises cortadas a pico. A enorme altura existían algunas mesetas cubiertas de verde, y tras de ellas volvía a elevarse el peñón en su cortadura vertical, hasta llegar a la cumbre, aguda como un dedo. Algunos cazadores habían escalado una parte de esta ciudadela, aprovechando como senderos las aristas entrantes de la piedra para llegar de este modo a las primeras mesetas. Más allá solo había ido, según el tío Ventolera, cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, que había construido en la costa de Ibiza la ermita de los Cubells.
—Era un hombre duro y atrevido —continuó el viejo—. Dicen que puso una cruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malos vientos.
Febrer veía saltar sobre las oquedades del gran peñón gris, sombreadas por el verde de las sabinas y los pinos marítimos, unos puntos de color, semejantes a pulgas rojas o blanquecinas, de incesante movilidad. Eran las cabras del Vedrá; cabras salvajes por el aislamiento, abandonadas hacía muchos años, y que se reproducían lejos del hombre, habiendo perdido todo hábito de domesticidad, huyendo monte arriba con prodigiosos saltos apenas una barca abordaba el peñón. En las mañanas tranquilas, sus balidos, agrandados por el silencio agreste, extendíanse sobre la superficie del mar.
Un amanecer, Jaime, que había traído su escopeta, disparó dos tiros contra un grupo de cabras que estaban a gran distancia, seguro de no tocarlas, por el placer de verlas saltar en su huida. Los estampidos, agrandados por el eco del canal, poblaron el espacio de chillidos y aleteos. Eran centenares de gaviotas viejas y enormes que abandonaban sus guaridas espantadas por el estruendo. El islote, estremecido, arrojaba fuera a sus alados habitantes. En lo más alto, como puntos negros, volaban hacia la isla grande otros pájaros fugitivos: los halcones que se refugiaban en el Vedrá y daban caza a las palomas de Ibiza y Tormentera.
El viejo marinero señaló a Febrer ciertas cuevas abiertas como ventanas en las paredes más rectas e inaccesibles del islote. Ni las cabras ni los hombres podían llegar a ellas. El tío Ventolera sabía lo que se ocultaba más adentro de sus negras gargantas. Eran colmenas; colmenas que tenían siglos y siglos, refugios naturales de las abejas que, pasando el estrecho entre Ibiza y el Vedrá, venían a refugiarse en estas cuevas inaccesibles luego de haber revoloteado sobre los campos de la isla. Él había visto en cierta época del año brillar junto a estas bocas hilos de luz que serpenteaban peñas abajo. Era miel que derretía el Sol en la entrada de la caverna y chorreaba inútil fuera del depósito.
El tío Ventolera tiró de su aparejo de pesca con un ronquido de satisfacción.
—¡Y van ocho!...
Pendiente de un anzuelo, coleaba y movía sus patas una especie de langosta de oscuro gris. Otras semejantes descansaban inertes en una espuerta al lado del viejo.
—Tío Ventolera, ¿no canta usted la misa?
—Si usted lo permite...
Jaime conocía las costumbres del viejo, su afición a entonar los cánticos de la misa mayor cada vez que se sentía alegre. Retirado de las largas navegaciones, su placer era cantar los domingos en la iglesia del pueblo de San José o en la de San Antonio, extendiendo luego esta afición a todos los momentos felices de su vida.
—Allá voy... allá voy —dijo con tono de superioridad, como si fuese a dispensar a su acompañante el mayor de los placeres.
Llevándose una mano a la boca, se extrajo de golpe la dentadura, guardándola en la faja. Su rostro se llenó de arrugas en torno a la boca sumida, y comenzó a cantar las frases del sacerdote y las respuestas del ayudante. Su voz temblona e infantil adquiría una grave sonoridad al resbalar sobre la acuática extensión y ser reproducida por los ecos de las rocas. Las cabras del Vedrá respondían de vez en cuando con tiernos balidos de sorpresa. Jaime reía de la vehemencia del viejo, el cual, poniendo los ojos en blanco, se llevaba una mano al corazón sin soltar de la otra la cuerda del volantí. Así estuvieron largo rato, atento Febrer a su aparejo, en el que no percibía el más leve movimiento. Toda la pesca era para el anciano. Esto le puso de mal humor, y de pronto se sintió molestado por sus cánticos.
—Basta, tío Ventolera... ¡Ya hay bastante!
—Le ha gustado, ¿verdad? —dijo el viejo con candidez—. También sé otras cosas; sé lo del capitán Riquer: un sucedido, nada de cuentos. Mi padre lo vio.
Jaime hizo un ademán de protesta. No; nada del capitán Riquer. Se sabía de memoria la hazaña. En tres meses que salían juntos al mar, raro era el día que terminaba sin el relato del suceso. Pero el tío Ventolera, con su inconsciencia senil, convencido de la importancia de todo lo suyo, había ya empezado su historia, y Jaime, vuelto de espaldas, echaba el cuerpo fuera de la borda, mirando las profundidades del mar, para no oír una vez más lo que sabía de memoria.
¡El capitán Antonio Riquer!... Un héroe de la isla de Ibiza, un marino tan grande como Barceló... Pero como Barceló era mallorquín y el otro ibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Si hubiese justicia,...




